Nota: por favor unirse al grupo de facebook castellano https://www.facebook.com/groups/832331123964058/
Para bajarlo en PDF Clic AQUI
León Soler es un psiquiatra soltero y sin hijos que se acerca a
los cuarenta años y sigue atrapado en una rutina poco feliz y
carente de brillo. Vive apenas obsesionado con su profesión,
hasta que una mañana recibe una extraña carta en su
consultorio. Va sin remitente y tiene el dibujo de un murciélago
que sostiene un letrero con el mismo término que usó el artista
Durero en su famoso grabado: La Melancolía.
El contenido de esa y futuras correspondencias sacudirán a
Soler, lo llevarán al pasado de su niñez y lo moverán
emocionalmente en el presente para tratar de encontrar a su
viejo amigo, Alfonso Rivas, un hombre deforme, enano y
jorobado que le ha devuelto, sin saberlo, el favor más grande:
salvarlo del extravío como solo un navegante es capaz de
encontrarse a sí mismo mientras sortea la furia de los océanos.
¿De dónde venimos y qué es esto que somos hoy en día? Esta
novela habla del valor de la amistad, el deseo, la lealtad y la
memoria como salvavidas de unos héroes anónimos,
atormentados y desgastados por el tiempo, que buscan
rescatar lo mejor de sí y demostrar que no todo está perdido,
porque el viaje, el verdadero viaje, siempre opera dentro del
hombre cambios sustanciales.
Ya no sé lo lejos que he llegado.
Solo sé que hace tiempos que he dejado atrás
los límites de lo excesivo.
BERNARD MOTTESSIER
CAPÍTULO I
−
EL HOMBRE-MURCIÉLAGO
HACE AMISTAD CON LOS INSECTOS
1.
Por aquel entonces acababa de cumplir los treinta y nueve años de
edad y tenía la vaga impresión de estar llegando al límite de algo,
como si me estuviera acercando peligrosamente a una línea divisoria
de la cual dependía por completo mi vida. Muchas veces, en un
parque o en una cafetería, me llegaba de pronto esa sensación de estar
acercándome a una zona oscura y tenebrosa cuyas trampas yo
desconocía, pero que debía atravesar para poder continuar hacia
adelante y, quizás, construir algún día un futuro, si no feliz, al menos
razonable.
Había estudiado medicina en la Universidad Nacional y luego, con
mucho esfuerzo y ahorrando dos pesos acá y trabajando por tres pesos
allá, había logrado terminar mi especialización en psiquiatría. Desde
muy joven tuve claro que la rama más atrasada y desconocida de mi
profesión era aquella que se dedicaba a investigar el funcionamiento
de la mente. Por un tiempo dudé entre neurología y psiquiatría, hasta
que al final, gracias a un apoyo del instituto donde trabajaba desde
hacía tres años, decidí empezar los estudios de psiquiatría en uno de
los hospitales estatales.
La entrega a mis pacientes fue absoluta. Intentar descifrar los
mecanismos internos que los atormentaban y desquiciaban se volvió,
en muy poco tiempo, una obsesión. Descuidé otras instancias de mi
vida privada en aras de buscar una perfección profesional. Por eso no
me había casado ni había construido una familia todavía. Mis
pacientes eran mi única realidad. Después, al graduarme, esa
radicalidad, en lugar de disminuir y brindarme la posibilidad de
relacionarme con una mujer, lo que hizo fue aislarme aún más hasta el
punto de asfixiarme y de empezar a hacerme daño de verdad. Sabía
muy bien que el amor excesivo a una vocación puede llegar a destruir
la vida completa de un sujeto, pero por más que me esforzaba por
escapar de esa celda que yo mismo había construido para mí, no
lograba ni siquiera asomarme a los barrotes de la ventana.
Y ahora, con treinta y nueve años y unas primeras canas
insinuándose en mi cabeza, en el bigote y en la barba, allí estaba,
atrapado en mi propia profesión, yendo y viniendo de mi casa al
hospital psiquiátrico de lunes a sábado y sin tomar vacaciones ni
siquiera en la temporada navideña. Los domingos me quedaba en casa
leyendo y tomando notas acerca de los progresos o retrocesos de mis
pacientes.
Poco a poco se fue haciendo evidente que un hombre así,
enterrado en un hospital oficial con un sueldo miserable y sumido
hasta las narices en suicidas, depresivos y esquizofrénicos, no era muy
atractivo que digamos para una mujer joven que soñaba con un futuro
próspero y una familia triunfante. Me fui acostumbrando entonces a
tener una que otra amante entre las enfermeras con las que trabajaba,
mujeres gentiles y cariñosas que por un tiempo aceptaban ir los
sábados en la noche hasta mi casa, pedir a domicilio dos platos de
comida china, acostarse conmigo y luego llamar un taxi que las
llevara a su casa a descansar del trajín semanal. Con el paso de los
meses, se aburrían conmigo y de mis conversaciones repetitivas
acerca de mis pacientes, hasta que finalmente conseguían a otro
médico o se relacionaban con cualquiera que sí lograra sacarlas del
marasmo conventual de la rutina hospitalaria.
Ese era yo. No había nada de qué enorgullecerse. Un tipo con una
vida mediocre y sin una salida a la vista. Recuerdo que justo por esos
meses uno de mis pacientes bipolares me dijo:
—¿Sabe una cosa, doc? Yo lo veo a usted con esa bata blanca,
caminando por los pasillos o sentado en su oficina escribiendo
informes sobre nosotros, y la verdad es que no lo envidio para nada.
No, señor. Al menos lo mío es pasajero y después salgo a vivir otra
vez intensamente, al límite, porque al fin y al cabo para descansar
tengo toda la eternidad. Y a veces, en la mitad de una carretera, con
mi cacharro a toda velocidad, o en la mitad de un buen polvo, con una
mujer desnuda entre mis brazos, me acuerdo de usted y me digo:
“Pobre hombre, debe seguir allá metido y no sabe de lo que se está
perdiendo”. ¿Sí capta lo que le quiero decir?
Claro que lo captaba. No era imbécil. Yo mismo no hacía sino
repetirme día tras día la misma idea, pero no sabía por dónde empezar
ni cómo escaparía de esa trampa tejida con tanta laboriosidad.
Tal vez valga la pena aclarar que yo no había sido así desde la
infancia. De niño y de joven había sido un joven audaz, precoz en la
lectura, buen deportista, y mi decencia y mi porte me auguraban una
vida tranquila de profesional de clase media. Durante la carrera había
hecho amistad con una compañera brillante pero inestable
emocionalmente: Inés Santamaría.
Habíamos entablado una amistad divertida con algo de sexo
ocasional y, poco a poco, sin darnos cuenta, nos enamoramos a fondo
hasta volvernos inseparables. El problema era que Inés tenía unos
antecedentes por vía paterna terribles: depresivos y suicidas desde su
abuelo, su padre y sus tíos, hasta sus primos más cercanos. Era como
si un gen especial que los predisponía a la locura se hubiera esparcido
por toda la familia, obligándolos a recluirse en instituciones
psiquiátricas o a cortarse las venas cualquier tarde en medio de una
crisis extrema.
Inés no escapó de ese destino macabro. Apenas cumplió los
veintitrés años, empezó a sufrir de depresiones crónicas que la
enterraban en casa de sus padres durante días enteros. Le costaba
trabajo bañarse, arreglarse y salir a la calle. El mundo de afuera le
parecía amenazante, difícil, como si la estuviera esperando una jauría
de bestias para devorarla. De pasar tantos días sin lavarse la boca, sus
dientes se llenaron de caries y perdió los dos colmillos y varias de las
muelas traseras. Bajó de peso y dos ojeras muy marcadas le hirieron el
rostro de mala manera. Las drogas que tomaba (Prozac, Zolof) no le
hacían efecto y en cambio le destrozaron el estómago. Recuerdo que
una tarde, sentada en la cama de su cuarto, me dijo con una voz de
ultratumba que era apenas un hilo:
—No sé qué sigues haciendo aquí, León. No entiendes que tu
presencia, en lugar de reconfortarme, lo que me hace es más daño. Yo
ya no tengo remedio. Me voy a morir y ya lo sé. Tú, en cambio, tienes
toda la vida por delante. Así que te voy a pedir un favor: vete y no
vuelvas más. Consíguete a otra novia y olvídate de mí. Hablo en serio.
Si me quieres de verdad, no vuelvas más. Tu presencia es una tortura
en este estado.
Como es apenas obvio, leí todo lo que estaba publicado sobre
depresión, hablé con expertos, busqué salidas en tratamientos con los
que hasta ahora se estaba experimentando, pero nada, el agujero negro
que crecía y crecía en la mente de Inés se iba tragando su vida a pasos
agigantados. Al final fue necesario recluirla en la clínica para
inyectarle suero y vitaminas. Hasta que una noche el corazón no
aguantó la debilidad y se detuvo súbitamente. Intentaron revivirla,
pero no pudieron hacer nada. Después de una muerte cerebral era
peligroso seguir intentando una recuperación: podía quedar
parapléjica, amnésica de por vida o conectada a unas máquinas como
un zombie. Era mejor dejarla partir.
Su madre, después del entierro, me citó en su casa y me entregó
una carta que ella me había escrito en los últimos días. Le agradecí el
gesto, me despedí de ellos y, cuando llegué a mi casa, la abrí con una
urgente ansiedad que me quitaba el aliento. Eran unos pocos
renglones escritos con una caligrafía temblorosa, como si sostener el
esfero hubiera sido un esfuerzo muy grande para ella. Decía así:
“Querido León:
No lamentes lo que ha sucedido. En este último tiempo, mi vida ha
sido literalmente un infierno. Cada noche soñaba con no despertarme
a la mañana siguiente. Tanto era el sufrimiento. Tú no alcanzas a
imaginar lo que es una depresión clínica. Intentas salir de este estado,
pero no puedes porque no tienes un “yo” dónde apoyarte. La voluntad
no puedes ejercitarla porque el centro de tu identidad está
desmoronado, agujereado. Así que lo mejor es morirte y no sufrir más.
No lamentes nada, por favor. Esta enfermedad estaba en mi herencia,
en mi código genético, y eso significa que durante generaciones mis
ancestros fueron destruidos por ella. Más bien dedícate a rehacer tu
vida, enamórate de nuevo, termina la carrera y procura ser muy feliz.
Te lo mereces. Has sido un compañero maravilloso y solo quería darte
las gracias por tu lealtad y por tus infinitos gestos de cariño. Gracias,
León, de verdad gracias por quererme tanto. Te amará siempre, Inés”.
Esa carta la cargué durante años en mi morral universitario y aún
después, cuando ingresé a la especialización en psiquiatría. Me la
sabía de memoria, pero necesitaba ver de nuevo esos trazos inseguros,
dubitativos, y entonces la sacaba en la cafetería del hospital o en las
horas de la noche antes de irme a dormir y pasaba mis dedos por esa
página escrita con tanto cariño hacia mí. Imaginaba el esfuerzo
tremendo que había tenido que hacer Inés para concentrarse y poder
escribir unas líneas legibles. Era estremecedor imaginarla recostada en
la cama de la clínica, con el esfero a punto de caerse de su mano una y
otra vez, intentando dejar un último mensaje de gratitud y
reconocimiento para la persona con la que había compartido su
intimidad y sus afectos más sinceros.
Desde ese momento en adelante, mi vida se concentró por
completo en mi profesión. Mi único objetivo era adentrarme cuanto
antes en los enigmas psiquiátricos y dar con las claves de esas
enfermedades entre las cuales estaba la que había aniquilado al único
amor de mi vida. Como sucede con tantas personas que transfieren
una situación a otra, yo también quise ayudar a Inés ayudando a mis
pacientes. Lo cual, por supuesto, era un error de perspectiva tremendo.
Transferir siempre es el origen de un sufrimiento que es fácil de
evitar: solo basta con hacer consciente ese error de apreciación. Si
hemos tenido un padre alcohólico, por ejemplo, lo más seguro es que
después, en nuestras parejas, busquemos personas que necesitan ayuda
y que estén pasando por alguna dificultad. Y entonces transferimos la
situación: como no pudimos ayudar a nuestro padre a salir de su
alcoholismo repetitivo, buscamos ayudar ahora a nuestra pareja, como
si al salvarla estuviéramos salvando también al fantasma que está
detrás. Error gravísimo. Lo más seguro es que no salvemos a nadie y
que lo único que logremos sea nuestra propia destrucción.
Así, exactamente, me sucedió a mí: creí que ayudando a mis
pacientes depresivos o esquizofrénicos estaba ayudando a Inés,
salvándola, rescatándola de la muerte, cuando lo que en realidad
estaba sucediendo era que mi vida se me estaba yendo por un agujero
insondable: el agujero de la culpa y de un duelo mal elaborado. Y
cuando empecé a tomar conciencia de la situación, ya estaba atrapado
en una vida rutinaria y poco feliz, cercano a los cuarenta años y sin
saber cómo recomponer las fichas de un juego en el que estaban a
punto de darme un jaque mate.
Esa era mi vida cuando, de repente, una tarde la secretaria del
pabellón de Cuidados Intensivos me entregó un sobre abultado.
—¿Qué es esto? —pregunté con cierto fastidio.
—No tengo ni idea, doctor. Lo dejaron aquí esta mañana, pero
nadie sabe muy bien quién lo hizo. Ahí está su nombre escrito.
—¿Habrá sido algún paciente?
—Lo que le diga es mentira. Lo mejor es que lo abra, así saldrá de
dudas.
Entré a mi oficina, me recosté en un sillón mientras afuera caía la
tarde apaciblemente. No había remitente y solo estaba mi nombre
completo (León Soler), escrito con una letra de trazo indeterminado e
irregular. Abajo estaban las iniciales E.S.M. (en sus manos). Para
cerrar, en el centro del sobre había un dibujo de una especie de roedor
que sostenía un letrero que decía: Melencolia. No sabía si se trataba
de un error en el que habían escrito una e por una a. Escribí la palabra
en Google rápidamente. Era la palabra que había utilizado el artista
alemán Durero en uno de sus más famosos grabados: La Melancolía.
No había nada más. Rasgué el sobre con cierto cuidado. Saqué
unas veinte hojas escritas por ambos lados con una letra diminuta, la
misma que había dibujado mi nombre en el sobre. Y desde el primer
párrafo quedé atrapado por completo en esa narración delirante que
vendría a recordarme un pasado que yo creía ya extinto. La transcribo
sin cambiarle ni siquiera una coma.
2.
Estimado León:
Me imagino la cara que estarás poniendo justo en este
momento, cuando intentas descifrar quién se tomó el
atrevimiento de ingresar a tu vida así, sin avisarte, de manera
imprevista y un tanto grosera. Pues sí, viejo, qué le vamos a
hacer. Quizás la mejor manera de apelar a un antiguo amigo sea
así, intempestivamente, sin preámbulos de ninguna clase. Al fin y
al cabo, por algo fuimos amigos y en el fondo de mí creo que,
aunque dejamos de vernos, nunca terminamos esa amistad que
tanto significó para mí. Sigo viéndote con el mismo afecto de
siempre, como si el tiempo hubiera sido solo una falacia, un truco
de mal gusto, y tú y yo todavía estuviéramos frente a frente, con
nuestras Coca-Colas y nuestros panes en las manos. En fin,
dejemos tanta justificación y vamos al meollo de esta carta, que
debo confesarte de entrada que no sé muy bien cuál es. Supongo
que en la medida en que vaya avanzando irá apareciendo cuál es
la verdadera razón por la cual decidí escribirte. Pertenezco a ese
tipo de personas que solo clarifican sus ideas cuando las ponen
por escrito. Porque hay un acontecimiento maravilloso en el paso
del lenguaje oral al lenguaje escrito: lo inconsciente se hace
consciente, y entonces entendemos el por qué y el cómo de lo que
nos ha sucedido.
El primer recuerdo que llega a mi cabeza es en el parquecito
de la Calle 42 con la Carrera Octava. Yo vivía justo al frente, en
la casa de la esquina, y nos decían La Familia Adams por la
extrañeza de sus miembros: mi abuela, siempre maldiciendo y
apoyándose en un caminador; mi tío Humberto, solterón y
solitario empedernido que se la pasaba todo el tiempo armando y
desarmando el motor de un Renault 6 anaranjado; mi mamá, una
señora gorda y esquizofrénica que caminaba por el caserón
siempre en pijama, con sus ojos enormes inyectados en sangre e
insultando desde las ventanas del segundo piso, durante sus
impredecibles ataques, a los transeúntes que la miraban al pasar
sin comprender muy bien su lista de improperios; y yo, el
monstruo, el enano contrahecho y jorobado que intentaba llevar
una infancia en medio de semejante ambiente malsano y
anormal.
Según parece, durante el embarazo, mi madre había seguido
tomando ciertos medicamentos psiquiátricos que intentaban
neutralizar sus fases esquizofrénicas, y ningún médico le advirtió
que esas drogas podían producir malformaciones en el feto. En
consecuencia, mi columna vertebral generó una curvatura
indeseable, mis piernas se atrofiaron y no se desarrollaron a
tope, y mis brazos se quedaron también a media marcha, como si
se tratara de los brazos de un pigmeo. Mis retinas a su vez
sufrieron cierto deterioro y por eso, desde los tres años, tuve que
andar con unos lentes gruesos que me agrandaban los ojos,
empeorando aún más mi aspecto deforme y enfermizo. Supongo
que a estas alturas del relato ya me habrás recordado y sabrás
quién te está escribiendo. Uno no conoce a mucha gente con esta
descripción a lo largo de su vida.
Como es apenas obvio, ni mi abuela ni mi tío, que eran los que
tomaban las decisiones en la casa, me enviaron al colegio. Nunca
supe lo que era estar con otros niños estudiando ni jugando.
Tampoco averiguaron la posibilidad de matricularme en alguna
institución para deformes o incapacitados. No, sencillamente me
enseñaron a leer y a escribir en casa, me compraron media
docena de cuentos infantiles y pare de contar, me dejaron así,
como sí fuera una mascota cuya función era andar por los pisos
de esa casa gigantesca sin propósito alguno. Por fortuna, mi
abuela, que era la dueña de la casa, arrendaba habitaciones para
estudiantes universitarios en el segundo piso y en el tercero, y
esos jóvenes (sobre todo las muchachas) tarde o temprano se
tropezaban conmigo por ahí, en las escaleras o a la entrada de la
casa, me hacían dos o tres preguntas y después me invitaban a
sus cuartos para mostrarme ilustraciones de libros y enseñarme
matemáticas o historia. Gracias a ellos, mi educación no careció
de la información fundamental e incluso mejoró, pues sabía datos
y fechas y sucesos históricos que los demás niños de mi edad
ignoraban por completo. Además, quizás para compensar ese
cuerpo maltrecho y grotesco que me había tocado en suerte, mi
cerebro vivía siempre atento, ávido, y aprender se me facilitaba
sobremanera, como si desde un comienzo supiera que mi
inteligencia iba a ser la única arma de supervivencia en medio de
un mundo cruel y amenazante.
Muchas veces leí hasta la madrugada libros que los
estudiantes me prestaban y después mi mayor placer era
discutirlos con ellos, comentarlos y releer apartes que me habían
cautivado. Llegué incluso a contarles de qué trataba tal o cual
novela que ellos no habían tenido tiempo de leer, y gracias a mí
podían terminar sus trabajos a tiempo para la universidad. Sin
embargo, esa inteligencia despierta también fue mi tortura, pues
muy rápido comprendí que yo no era como los demás, que no iba
al colegio porque mi abuela y mi tío querían impedir que se
burlaran de mí, que me pegaran y que terminara convertido en el
hazmerreír de todo un grupo de pequeños salvajes. Procesé
también esas miradas de la gente cuando pasaba frente a la casa
y descubría a un niño jorobado y deforme jugando en las
escalinatas de un caserón antiguo. Eran miradas de curiosidad y
de piedad al mismo tiempo, como si al principio estuvieran
mirando un animal raro, fuera de serie, y unos segundos después
su educación cristiana les recordara que yo también era una
persona y en consecuencia se activara dentro de ellos la
compasión y la misericordia. Yo odiaba esas miradas y
despertaban dentro de mí un resentimiento que con los años se
fue convirtiendo en una altivez que me obligaba a dirigirme a
ellos en términos contundentes:
—¿Le parezco muy raro? —les preguntaba entonces mirándolos
de frente, y enseguida añadía—: tal vez debería guardar esa
compasión para usted mismo. Estoy seguro de que la va a
necesitar.
Por lo general, esas personas se quedaban sorprendidas, sin
saber qué contestar, y seguían su camino sin mirar hacia atrás,
donde estaba yo parado con los ojos clavados en su espalda.
Es importante aclararte en este punto que cuando eres un
niño jorobado y contrahecho no lees de la misma manera que
leen los niños sanos. De hecho, lees exactamente al revés. La
mayoría de los relatos infantiles están diseñados para que nos
identifiquemos con el príncipe o la princesa, que deben superar
ciertas pruebas y vencerse a sí mismos para lograr al final
quedarse el uno junto al otro. A mí esos personajes siempre me
importaron un cuerno, me parecían ridículos, cursis, idiotas,
brutos, incompetentes, consentidos, amanerados. Me identifiqué,
en cambio, con los sapos, los brujos, los generales malvados del
reino, los enanos, el lobo feroz, los monstruos que vivían en
cavernas y en sótanos malolientes, en fin, toda esa caterva de
seres oscuros y feroces que intentaban sobrevivir en un mundo
de hipócritas socarrones que siempre se las ingeniaban para
triunfar con sus caras hermosas y angelicales. Recuerdo bien que
para mí todos los cuentos terminaban mal: el triunfo de
Caperucita o de Blancanieves me deprimía días enteros. ¿Por qué
los autores no se apiadaban jamás de la bruja ni del lobo feroz?
¿No se daban cuenta de que para un individuo pobre y feo, vivir
en un mundo de millonarios bien vestidos con la nariz recta, los
ojos azules y el cabello rubio era no solo difícil, sino casi
imposible? ¿Y qué hacía uno cuando tenía el cabello crespo, la
piel oscura, los ojos negros y la nariz larga y torcida? ¿Y cuando
era pobre, cuando no pertenecía a la familia real ni su padre era
un aristócrata? Te podrás imaginar, entonces, la forma delirante
y obsesiva de mis lecturas. Ahora que lo pienso, se trataba de un
modo de leer eminentemente político: ¿Cuándo iban a triunfar los
desposeídos del mundo, los feos, el pueblo que vivía lejos del
castillo?
Los ataques de mi mamá eran cada vez peores. En los
primeros años de mi infancia ella caminaba por los tres pisos de
la casa conversando siempre con unos seres que la acompañaban
a todas partes. Distinguí tres fantasmas dentro de su cerebro: un
sacerdote, un hombre que estaba enamorado de ella y una mujer
que había sido su amiga y que ahora quería destruirla y hacerle
daño. Con la mujer peleaba permanentemente y le gritaba
insultos de toda clase; con el hombre coqueteaba, se escribía
cartas de amor y hacía planes para escapar con él a otro país y
ser muy feliz a su lado; y con el cura se confesaba de todos sus
pecados y sus bajas pasiones, se arrepentía y pedía perdón.
Cuando la veían así, hablando sola por las escaleras o sirviéndose
un plato de comida en la cocina, los inquilinos la esquivaban,
subían a sus habitaciones y solo volvían a bajar cuando ella ya
había desaparecido.
Mi madre nunca se vestía con ropa normal, iba siempre con
un camisón que le daba un aire aún más fantasmagórico, como si
acabara de salir de una película de terror. Se bañaba una vez a
la semana y su cuerpo despedía un olor agridulce que obligaba a
la abuela y a la empleada del servicio a desinfectar su habitación
cada domingo. Era ama mujer grande y gorda, malencarada, con
el cabello revuelto y la mirada perdida en otra dimensión. No me
reconocía como su hijo, sino como un monstruo que estaba allí
solo para atormentarla.
—¿Cómo, otra vez tú, demonio? —me gritaba cuando se
tropezaba conmigo por los corredores—. ¡Maldito engendro de
Satán, si te agarro, te tuerzo el cuello para ver si nos dejas en
paz!
Después de unos años, las visiones empeoraron y se volvieron
más caóticas. Aparecieron otros personajes que iban y venían sin
sentido alguno, como si solo encarnaran estados de ánimo
momentáneos y luego desaparecieran en la entropía invisible de
su cerebro atormentado. Eso aumentó también su agresividad y
en consecuencia tuve que empezar a esconderme de ella, pues
cuando lograba atraparme en un pasillo o desprevenido en el
baño, me daba unas palizas que me dejaban aporreado varios
días.
A veces, mi tío Humberto se apiadaba de mí y, entre semana,
a eso de las diez u once de la noche, cuando ya la gran mayoría
de las personas estaba en sus casas durmiendo, me ponía un
abrigo, una bufanda y un gorro de lana, y me llevaba a un
parque que quedaba cerca, en el barrio Teusaquillo. Para mí esas
salidas eran milagrosas, una expedición a otro planeta, sentado
en el asiento del copiloto del viejo y desvencijado Renault 6 que
mi tío armaba y desarmaba durante meses enteros. Las luces de
la Avenida Caracas, los restaurantes, los otros carros, las
fachadas de los cines, todo me parecía como salido de un libro o
de una película. Cuando llegábamos al parque, mi tío me decía
que me bajara y me conducía a los columpios, al rodadero, a los
montículos de arena.
—¿Y dónde están los otros niños? —preguntaba yo con
ingenuidad.
—Ellos vienen de día —respondía él con sequedad, y en seguida
me ayudaba a trepar a un columpio o me ayudaba a subir las
escaleras del rodadero.
Imagínate la escena: el pequeño jorobado correteando de aquí
para allá e inventando nombres de amiguitos con los cuales se
mece en el aire o construye castillos en la arena. Una escena
lamentable que, sin embargo, para mí era extraordinaria y muy
feliz. Jugábamos hasta la medianoche y después regresábamos a
casa sudorosos y felices. En esos instantes yo no sabía cómo
expresarle a mi tío mi gratitud. Esa breve salida de casa me daba
aire para aguantar el resto de semanas que me aguardaban
encerrado en mi cuarto leyendo o corriendo por los corredores
para escapar de las palizas de mi madre.
Una pregunta me rondó desde mis primeros años de infancia:
¿quién era mi padre? ¿De dónde venía yo? Cuando le pregunté a
la abuela sobre el tema, se quedó mirándome con un aire de
disgusto y pasados unos segundos me contestó que de joven mi
madre había trabajado en un hospital, que se había enamorado
de un médico y que apenas le había comunicado el embarazo, el
tipo había decidido irse del país para no comprometerse con ella
ni responder por el bebé, es decir, por mí. Lo del trabajo en el
hospital era cierto, porque esculcando en el cuarto de mi madre
cuando ella estaba en otra parte de la casa, yo había encontrado
varias fotografías de ella vestida de enfermera junto a otros
compañeros de trabajo. Según parece, la esquizofrenia en esa
época estaba controlada y ella llevaba una vida relativamente
normal. Pero la historia del embarazo con el médico ya me
sonaba un poco forzada, puesto que en esas fotos nunca apareció
ella acompañada de un hombre. Eran fotos en grupo, como si se
tratara de un equipo de fútbol. Tampoco encontré cartas ni
referencias aun posible novio, nada. Además, si ella hubiera
estado enamorada de un compañero de trabajo, yo le recordaría
a ese hombre y por lo tanto su trato conmigo no sería tan
déspota y violento. Eso me indicó que la abuela mentía y que
había inventado esa historia para tranquilizarme y evitar más
preguntas al respecto.
La versión de mi tío no coincidía en nada con la de la abuela y
el hecho de que ni siquiera se hubieran puesto de acuerdo los dos
para darme una respuesta satisfactoria, indicaba que en mi
pasado había un elemento siniestro que ambos intentaban ocultar
de manera diferente. Humberto aseguraba que mi madre había
quedado embarazada de uno de los jóvenes que vivían en la casa,
de un estudiante de medicina, y ambos estaban felices y
pensaban casarse cuanto antes. Pero un accidente automovilístico
truncó sus planes y el joven estudiante que supuestamente era
mi padre había muerto en la sección de urgencias del Hospital
San Ignacio.
Según esa hipótesis, mi madre había quedado viuda antes de
parir y yo había quedado huérfano de padre antes de nacer. Las
intenciones de mi tío eran buenas, quién lo duda, como lo eran
también las de la abuela, pero no coincidían con lo que mi madre
sentía por mí. Eran versiones edulcoradas, de telenovela, que
inventaban un pasado feliz y gratificante cuyo objetivo era
calmarme y no humillarme. Pero la verdad era otra, estaba
seguro, y me propuse a toda costa dar con ella. Durante más de
un año no pude averiguar nada, hasta que una coincidencia
fortuita jugó a mi favor: mi madre entró en una crisis severa,
empezó a ver que muchos hombres la cercaban para agredirla, y
fue necesario internarla en la clínica La Inmaculada, que no
quedaba lejos de nuestra casa, en la Carrera Séptima con la
Calle 69. Para hacerlo, mi tío llamó a una ambulancia y el
psiquiatra que la trataba llegó él mismo con dos enfermeros más.
La abuela creía que yo estaba arriba, en mi cuarto del segundo
piso, cuando la verdad es que me había escondido en un pequeño
zaguán debajo de las escaleras y desde allí estaba vigilando la
escena con suma atención. En un momento dado en el que el
psiquiatra le pregunta a la abuela qué es lo que está pasando, ella
le contesta:
—Está reviviendo otra vez la violación. Usted sabe bien que a
ella la violaron varios estudiantes aquí, en la casa, cuando era
joven. Nosotros pusimos las demandas correspondientes, pero no
pudimos hacer nada. Eran hijos de gente prestante que contrató
abogados de primera. Salieron libres y ella quedó embarazada de
mi único nieto. Desde entonces es que su enfermedad se le volvió
incontrolable. Eso ya se lo hemos contado varias veces en las
terapias de familia, doctor.
—¿Y está reviviendo otra vez la agresión? —preguntó el médico
mientras terminaba de dar instrucciones a los enfermeros para
subir al segundo piso por ella.
—Así parece, doctor. Desde anoche está nerviosa y ve
personas que la atacan y que quieren hacerle daño.
—Muy bien, voy a sedarla para poderla llevar hasta la clínica.
Yo no sabía muy bien por aquel entonces qué significaba
violación, pero estaba seguro de que se trataba de algo malo,
dañino, negativo, y que de ahí venía yo. Luego busqué la palabra
en el diccionario y les pregunté a varios de nuestros inquilinos
hasta que me enteré bien de todos sus posibles significados.
Desde ese momento me quedó claro quién era yo: el hijo del odio,
la violencia y la maldad. Por eso mi aspecto grotesco y mi joroba
inmunda que semejaba la culpa que debía cargar por haber sido
engendrado en semejantes condiciones.
Mi abuela le había dicho al médico que habían sido varios
estudiantes. ¿Cómo? ¿La hablan encerrado en una habitación
alguna noche de juerga y después se la habían rifado por turnos?
¿O la habían violado en el transcurso de varios días, uno detrás
del otro? ¿La habían golpeado y después, con ella inconsciente o
herida, se habían lanzado sobre su cuerpo para calmar su lujuria
y sus bajas pasiones?
Lo cierto es que allí estaba yo, enjuto y contrahecho, para dar
testimonio de ese origen perverso. Y entendí sin mayores
explicaciones lo que había sucedido: primero la habían preñado
durante la violación o violaciones, después ella había entrado en
una crisis severa (lo más seguro es que hasta ese momento la
enfermedad, en una fase incipiente, hubiera sido regulada sin
mayores tropiezos), la habían internado en la clínica psiquiátrica,
la habían intoxicado de medicamentos sin hacerle exámenes
previos, y ya al final, cuando descubrieron que no le llegaba la
menstruación y que estaba embarazada, era demasiado tarde
para un aborto y tuvieron que enfrentar la verdad: que habían
destruido la vida que venía en camino, la mía. Palabras más,
palabras menos, allí estaban las claves de mi extraño y
vergonzoso origen.
Este descubrimiento no cambió en nada el ritmo de mi vida
cotidiana dentro de la casa. Lo único que hizo fue suavizar la
relación con mi madre, pues a partir de entonces fui más
comprensivo y tolerante con sus insultos y agresiones. Me
pareció normal que sintiera hacia mí tanto disgusto. De alguna
manera, yo le debía recordar ese pasado infernal que le había
hecho trizas su vida. No era para menos.
Cuando estaba a punto de cumplir los diez años de edad, el tío
Humberto, de un momento a otro y sin darle explicaciones a
nadie, decidió vender su venerado Renault 6. Una actitud
incomprensible para un hombre que había convertido su carro en
una forma de vida y que amaba armarlo y desarmarlo a lo largo
de los años. Cada tomillo y caña tuerca habían sido puestos allí
con una dedicación casi religiosa. Además, su mayor placer era
sacar su cacharro e irse por ahí manejando de calle en calle sin
propósito alguno. Muchas veces yo lo había acompañado en esos
largos periplos por la ciudad. Viajábamos en silencio, sin decirnos
nada, y a los pocos minutos yo descubría que no íbamos para
ninguna parte, que no teníamos destino, y que el objetivo de
nuestro desplazamiento era sencillamente el placer de estar en
movimiento, rodando de calle en calle, libres, independientes,
nómadas. Cuando llegábamos de regreso a casa a altas horas de
la noche, ambos estábamos sonrientes y sabíamos que habíamos
compartido un secreto: el hecho de ser tripulantes que recorren
la oscuridad en silencio mientras afuera de la nave todos los
demás se mueven bajo coordenadas preestablecidas.
Por estas razones era increíble que Humberto hubiera tomado
la decisión de vender su carro. Y no lo hizo como todo el mundo,
poniendo un aviso en el periódico, sino que llamó a un amigo
mecánico y le dijo que por favor le ayudara a vender su viejo
Renault 6, que el precio era lo de menos, que necesitaba salir de
él cuanto antes. Yo lo había visto la noche anterior sudando, con
el rostro encendido, congestionado y a punto de desmayarse de
los nervios. Le costaba trabajo controlarse. Había metido el carro
en el garaje de afán, luego había echado un vistazo para ver si
alguien lo estaba siguiendo, y después, respirando con dificultad y
balbuciendo frases en voz baja, había cerrado las puertas con
seguro.
¿Qué le pasó esa noche a Humberto? Nunca lo supimos, pero
no era difícil imaginarse la escena: quizás se había tomado una
cerveza de más y en alguna esquina o en cualquier calle mal
iluminada había surgido de repente otro auto o un transeúnte que
cruzaba la calle desprevenido, y pum, el viejo cacharro se había
convertido en un arma mortal. ¿Había un muerto o varios?
¿Había quedado algún sobreviviente, tal vez cojo, mutilado o en
silla de ruedas? Él jamás comentó una sola palabra sobre el
asunto. Lo que sí fue muy notorio es que a partir de esa noche
una culpa pesada y densa se lo fue carcomiendo lentamente
hasta convertirlo en un zombie que andaba por los pisos de la
casa sin darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor. La abuela
solía decir con los brazos en alto: “Lo que me faltaba. Otro loquito
en esta familia”.
Como es apenas obvio, mis fugas nocturnas en el Renault de
mi tío se terminaron y las idas al parque también. El mundo se
redujo de pronto a la vieja casa y a sus inquilinos.
Yo nunca recibía invitaciones a cumpleaños ni a piñatas, ni
comía helados en centros comerciales ni tenía derecho a tener
antojos de dulces o chocolates. En realidad, mi vida consistía en
subir y bajar las escaleras de la casa, conversar con los
estudiantes, leer durante horas encerrado en mi habitación,
comer en la cocina con la abuela y con el tío, ver televisión en el
hall en las horas de la noche y acostarme temprano, a eso de las
diez o diez y media.
Mi ropa la compraban por partes separadas: los pantalones en
la sección Niños y las camisetas y los sacos en la sección Adultos,
talla L o XL para que la joroba quedara bien cubierta. A veces, la
abuela tenía que arreglarme los sacos y las chaquetas. Cosía y
descosía hasta que lograba que me quedaran bien ajustados. Los
zapatos los desgastaba en la parte externa, hacia el empeine, tal
vez por una ligera inclinación de mi cuerpo para poder
transportar el sobrepeso de la espalda. Y como todos los seres
deformes, yo odiaba los espejos, esos objetos abyectos que me
regresaban mi figura inmunda y repulsiva. Nunca pude
identificarme con mi verdadera imagen. A diferencia de ciertas
mujeres hermosas que siempre buscan vitrinas o ventanales en
los cuales puedan apreciar sus cuerpos esbeltos y esculturales, yo
rehuía los objetos construidos en metales brillantes, los vidrios o
cualquier espejo que estuviera en los baños de la casa o en las
habitaciones de los huéspedes. Ese individuo inclinado y
desproporcionado que se llamaba Alfonso Rivas no solo me
avergonzaba, sino que me indignaba, como si una parte de mí se
negara a aceptar la realidad rechazándola de manera vehemente
y creyendo en su fuero interno que merecía un cuerpo y un
rostro normales, como los de la mayoría de las personas. Como te
podrás imaginar, vivir de esa manera, negándote, esquivándote,
huyendo de ti mismo, no solo es dañino, sino en cierta forma
patológico: te crea una división, un otro que habita dentro de ti,
pero que no tiene nada que ver con tu cuerpo enfermo.
El retrato que intento hacerte de mí no estaría completo si no
te contara que a un individuo como yo no se le ocurren las
mismas ideas ni los mismos intereses que a los demás. Nunca
soñé con una mujer para casarme con ella, ni unos hijos ni una
vida familiar. Desde pequeño tuve claridad de que ese universo
conyugal y paternal no era para mí, me había sido negado desde
el mismo instante en que me habían engendrado a las malas en
el vientre de mi madre. Yo había sido concebido al margen, lejos
de los otros, y por lo tanto no me era permitido compararme con
ellos ni soñar con vidas similares a las suyas. Por eso, fíjate qué
curioso, mis héroes siempre fueron hombres solitarios, como yo.
De ahí mi atracción desmedida por los personajes de los
cómics, esos superhéroes que no hacen mercado, ni salen con sus
mujercitas de vacaciones ni tienen que ir a la escuela de sus hijos
a entrevistarse con maestros sonsos y estúpidos. No, los
superhéroes andan solos o con otros como ellos, y recorren sus
caminos sin mezclarse con los individuos familiares. Son
animales salvajes, agrestes, que no anotan en sus calendarios los
cumpleaños de sus abuelitos ni tienen que asistir a fiestas
sociales con sus suegras o sus tíos. ¿Te imaginas al Hombre
Araña haciéndole la lonchera a sus hijos o a Supermán pagando
la renta de una casa junto a una esposa encantadora y
abnegada? ¿Qué tal que Tarzán estuviera endeudado con las
cuotas de su carro o que viéramos a Linterna Verde pagando en
un supermercado con su tarjeta de crédito al lado de una mujer
gorda y dos niños adictos a los bizcochos? Imposible. Una de las
condiciones indispensables para ser lo que son es la soledad: el
calor de hogar y las felicidades familiares son para los otros, los
seres gregarios, los de la manada. Ellos constituyen una casta
aparte que busca en los confines de lo humano. Y hay una
actitud que los caracteriza: no los vemos haciendo mercado ni
endeudándose en los bancos porque están ocupados salvando el
mundo.
Pero entre todos ellos, hay uno que es distinto, especial, más
misterioso: Batman, el Caballero Oscuro. Desde que leí la primera
historieta me di cuenta de que él iba a ser mi amigo inseparable
y mi modelo a seguir. ¿Por qué? Fyate bien que todos los otros
superhéroes tienen algún superpoder, algo que los distingue de
los seres humanos comunes y corrientes y que les otorga una
superioridad evidente. Batman no. Lo único que tiene es su
ingenio, su astucia, su capacidad de crear prótesis que le
permitan elevarse sobre su vulgaridad humana. Como un hombre
del Renacimiento metido en su baticueva, se la pasa diseñando su
propia ropa, su auto, su motocicleta, sus artefactos para colgarse
de los edificios de Ciudad Gótica. Es un Leonardo Da Vinci que
solo vive en las horas de la noche y que nos protege como un
ángel guardián. Solo que no es un ser celestial, sino un hombremurciélago,
un animal de las profundidades con orejas de ratón y
dientes bien afilados.
Y aquí es donde espero que comprendas mi fascinación por
este personaje: los murciélagos nos dan miedo porque nos evocan
a uno de ellos en especial: el vampiro, el monstruo que se
alimenta de sangre, el que viaja en la noche esperando
alimentarse de los cuellos de sus víctimas. Hay algo erótico en
esa imagen de saltar sobre una persona para succionarla, para
poseerla hasta vaciarla. El hombre-murciélago es un vampiro que,
en lugar de atacarnos, nos defiende. Vuela sobre nuestros
tejados, cruza el firmamento con sus alas negras mientras aleja
de nosotros toda peligrosidad. Creemos que es un monstruo, pero
no, es un aliado, un ser bondadoso, un héroe. Es un ángel animal
y nocturnal.
Más adelante entenderás la importancia de esta imagen para
mi. Por mi malformación física yo estaba llamado a hacer parte
del grupo de los deformes y malignos, de los villanos, pero no, se
equivocaban, yo sería capaz de torcer mi nefasto destino.
Una noche, una estudiante de psicología que me veía siempre
leyendo mis historietas en las escaleras, me preguntó con mirada
inquisitiva:
—¿Por qué te gustan tanto los superhéroes?
—Porque son como Jesucristo —contesté sin dudarlo.
La estudiante me miró con sorpresa, se tomó unos segundos
para procesar mi respuesta y volvió a preguntarme:
—¿Quieres decir que son mejores que nosotros?
—Mientras nosotros nos encargamos de destruir el mundo,
ellos se encargan de salvarlo —dije sin levantar los ojos de mi
historieta, sin inmutarme.
—No todos somos tan malos —aseguró la estudiante con una
vocecita empalagosa y una sonrisa fingida.
—Tú perteneces al bando de los ingenuos. Ese es uno de los
peores. Permiten que los otros hagan todas las atrocidades y no
hacen ni dicen nada. Hasta que los destruyan a ustedes también
—dije levantándome y dando los primeros pasos hacia mi cuarto—.
El problema es que cuando te hagan pedazos, no estará Batman
allí para defenderte. Por eso tendrás que ir a la iglesia a pedir
ayuda.
Entré en mi cuarto y cerré la puerta. Me mortificaba que
algunos de los estudiantes de la casa fueran tan tontos. Daba la
impresión de que sus padres echaban el dinero a la basura
pagándoles una buena educación.
Según mi abuela, yo cumplía años el 10 de enero, una fecha
que no era para celebrar, por supuesto. Nadie hacía una fiesta, no
me daban regalos, no compraban una torta, no cantaban el happy
birthday, nada. Un día común y corriente. Lo único era que mi
abuela se esforzaba en que el menú fuera ese día un poco mejor:
pollo, papas fritas, un arroz con verduras, gaseosa y un postre
que podía ser pudín de chocolate o un helado de fresa. Como mi
plato preferido era la lasaña, muchas veces la abuela y yo nos
hacíamos en la cocina desde las diez u once de la mañana, y
cocinábamos juntos la salsa y después armábamos la pasta. Era
para mí el mejor día del año. Esas dos horas cocinando algo
especial que, aunque fuera de una manera lejana, recordaban que
mi presencia en el mundo no era tan nefasta, me hacían
inmensamente dichoso. Mi tío sonreía y ese día me abrazaba y
me daba un beso en la mejilla. Para un niño como yo,
acostumbrado a estar solo y sin ningún contacto físico con los
otros, ese abrazo y ese beso constituían todo un acontecimiento.
Mi madre no decía una sola palabra. Solo una vez, cuando cumplí
diez años, me la encontré en las escaleras y, antes de que yo
empezara a correr, me agarró por la nuca, me acarició el cabello
y me dijo:
—Feliz cumpleaños.
Logré soltarme y salí disparado por las escaleras hacia el
primer piso. Recuerdo bien que pasé toda la tarde llorando. No
sabía qué era lo que pasaba dentro de mí. Ese gesto de ternura, el
único que había tenido conmigo esa mujer en diez años, había
roto un dique interior y me permitía descubrir una parte de mí
que no quería reconocer: que en el fondo de mi inteligencia y mi
aparente dureza espiritual, yo era un niño como los demás,
necesitado de cariño y de una caricia que le recordara su
importancia en este mundo.
Como me sentía tan solo y estaba harto de andar por toda la
casa monologando con mis historietas bajo el brazo, decidí
entablar amistad con los insectos: arañas, moscas, zancudos y
pulgas que lograba cazar de vez en cuando en los cuartos de los
estudiantes que se mudaban y dejaban los colchones sucios y sin
desinfectar. Cogía de la cocina los frascos de salsa de tomate y de
mermeladas que sobraban, les quitaba los empaques, los marcaba
con etiquetas que yo mismo escribía y metía allí a mis nuevos
amigos. Los bautizaba con nombres de personas: Pablo, Ricardo,
María. El género lo dictaminaba yo según mi imaginación. Ya que
no podía relacionarme con mi propia especie, quizás, en un acto
de suerte, las otras especies estuvieran más dispuestas a un
intercambio amistoso. Lo curioso de esa soledad asfixiante que
tanto daño me hacía es que me llevó a situaciones delirantes:
para que mis nuevos amigos no murieran por inanición, les
permitía picarme de vez en cuando. A las moscas les ponía restos
de comida entre los frascos, a las arañas les cazaba yo mismo las
moscas para sus telarañas, pero a los zancudos y a las pulgas les
permitía picarme metiendo la mano entre el frasco por unos
cuantos minutos. Sentía que, al alimentarlos con mi propia
sangre, se creaba entre nosotros un vínculo sagrado. No éramos
solo amigos que se hacían compañía, éramos una sociedad
secreta cuyos lazos nos emparentaban en corrientes que
atravesaban nuestros propios cuerpos.
El señor de las moscas. Como Bruce Wayne en la cueva de los
murciélagos cuando era niño, yo escapaba de mis congéneres
para conectarme con animales, para crear lazos de parentesco
con ellos.
Algunas veces, en las plantas del pequeño jardín de la abuela,
cacé también orugas, caracoles y babosas. Pero descubrí que se
morían con facilidad y que el olor que despedían sus frascos era
insoportable. Una tarde, capturé una rana que tuve como
compañía durante semanas, hasta que la encontré aplastada en
un rincón de la cocina. La abuela y su empleada del servicio
habían movido la nevera de lugar y no vieron a mi pequeña
amiga descansando en una esquina muy tranquila. Le hice un
funeral y la enterré debajo de una de las rosas del jardín. Le
escribí un epitafio en mía hoja de cuaderno y se lo puse en su
tumba: “Te envidio, has corrido con mejor suerte que yo”.
No te he hablado de mis noches. Una joroba es un
impedimento para descansar en las horas de reposo. No puedes
dormir boca arriba porque la protuberancia te deja arqueado y en
una postura incómoda y dolorosa. No puedes hacerlo boca abajo
porque el peso de la giba te aplasta los pulmones y te impide
respirar. Solo lo logras de medio lado y, aun así, cualquier
movimiento que hagas para darte la vuelta porque los músculos
están cansados y necesitan relajarse, te despierta enseguida por
lo aparatoso que resulta mover ese bulto que llevas en la espalda.
En consecuencia, te vuelves insomne sin quererlo y empiezas a
llevar una segunda vida, la vida de aquellos a los que les ha sido
negado el sosiego nocturno. En esas horas vacías y silenciosas,
leía desaforadamente y soñaba con los personajes de los libros. A
veces, cuando tenía suerte, escuchaba murmullos en el corredor
y entonces abría la puerta de mi cuarto sin hacer ruido y sin
encender la luz para no llamar la atención: eran los estudiantes
hombres que salían de los cuartos de las estudiantes mujeres y
que regresaban a sus habitaciones para no ser descubiertos en
las horas de la mañana. La abuela había impuesto una regla que
se cumplía a cabalidad: el que fuera descubierto durmiendo en
otra alcoba que no fuera la suya, sería despedido enseguida de la
pensión. Así que los jóvenes se las ingeniaban para visitar a sus
amantes y regresar a la madrugada caminando por los
corredores en calzoncillos, despeinados y muchas veces
apestando a alcohol, sudor y cigarrillos. Esas eran las mejores
noches tanto para ellos como para mí, pues yo espiaba sus
despedidas amorosas, sus besos y sus risas entrecortadas que
aligeraban la oscuridad.
En la medida en que se fueron poniendo de moda las cirugías
plásticas y las reconstrucciones, yo también empecé a soñar con
unos milagros médicos que, de pronto, podían otorgarme un
cuerpo normal y un rostro aceptable. ¿Cómo quedaría yo? ¿Quién
sería después de las muchas cirugías que seguramente un equipo
de médicos especializados en el tema iría a realizarme? No me
parecía tan descabellado suponer que podían reconstruirme
porque una noche, en el cuarto de una de las estudiantes con
quien yo conversaba de vez en cuando, vi en la televisión un
programa sobre soldados quemados, heridos en combate y
descuartizados por minas quiebra-patas que la guerrilla suele
sembrar en campos y caminos poco concurridos. Muchos de ellos
habían quedado con sus rostros mejorados y sus cuerpos
funcionando igual o incluso mejor que antes. Entusiasmado con la
idea y fantaseando con toda la fuerza de mi infancia maltrecha,
decidí redactar una carta y enviársela al director del Hospital
Militar. Le expliqué de manera muy somera mi situación y le dije
que, en caso de convertirme en una persona normal, lo que más
ansiaba era estudiar e ingresar algún día a la universidad para
convertirme en un profesional que no defraudaría jamás a su
país. La nota la envió por correo una de las inquilinas de la casa.
Me imagino que el tipo quedó muy impactado porque una
tarde cualquiera, entre semana, llegó una ambulancia del Hospital
Militar a mi casa y dos enfermeros y un conductor se bajaron del
vehículo y preguntaron por mí. Mi abuela no daba crédito a la
escena de varios hombres preguntando por mí. Preguntó una y
otra vez qué era lo que estaba pasando, por qué, cómo. Hasta que
yo salí eufórico, radiante, y afirmé con orgullo y cierta
autosuficiencia que era el autor de la carta y que estaba listo
para ir a hacerme los exámenes médicos que fueran necesarios.
Mi tío se subió en la ambulancia conmigo y me acompañó al
hospital. Te voy a resumir este pedazo de la historia para no
aburrirte. En efecto, me revisaron varios médicos, me tomaron
decenas de radiografías, me midieron cada hueso y cada músculo
de mi cuerpo, me pesaron, me sacaron sangre, me revisaron
hasta la saciedad y, al final, en una junta de médicos con el
director del hospital como vocero, nos comunicaron a mi tío y a
mí que mi caso no tenía solución, que la malformación era
irreversible y que, en caso de operar la joroba, podían dejarme
paralítico, tetrapléjico o, peor aún, como un vegetal conectado de
por vida a un respirador artificial. Ellos recomendaban esperar
unos años a que me desarrollara durante la adolescencia y la
primera juventud, y después, con todo el apoyo del hospital,
empezar a realizar ejercicios de fisioterapia que mejoraran mi
actividad motriz. Regresé a casa dentro de un taxi, acompañado
por mi tío, llorando desesperado y preguntándome por qué
cualquier solución a ese infierno que era mi cuerpo me había sido
negada. Humberto lo único que alcanzó a sugerir fue:
—Tranquilo, mijo. Hay una cantidad de personas a quienes la
cabeza no les sirve para nada. A ti, en cambio, Dios te premió con
una inteligencia privilegiada. Siempre notamos aquello que nos
hace falta, pero nunca celebramos nuestros privilegios.
Esa noche les conté a mis amigos insectos que mi plan para
convertirme en un humano común había fallado y que en
consecuencia continuaba siendo un engendro, un monstruo, una
especie aparte, más cerca de ellos que de las otras personas.
Ahora nuestra sociedad tenía para mí un sentido aún más
profundo: era mi único refugio, mi apoyo, mi única casa, mi
verdadera familia. Y, con lágrimas en los ojos, les rogué a mis
zancudos, a mis arañas, a mis moscas y a mis pulgas que no me
fueran a abandonar, que por favor no me traicionaran porque de
lo contrario era capaz de matarme lanzándome desde el tejado o
cortándome el cuello con uno de los cuchillos bien afilados que
tenía la abuela en la cocina.
Y entonces sucedió el milagro, ese acontecimiento que partió
mi vida en dos y que de alguna manera vino a rescatarme de la
angustia más extrema. A los pocos días del dictamen del hospital,
huyendo de una de esas tardes de limpieza general en las cuales
sacaban los colchones de todos los cuartos al patio para airearlos
y después desinfectarlos, me senté en las escaleras de la fachada,
como de costumbre, a ver la gente pasar. Como la casa quedaba a
pocas cuadras de la Universidad Distrital, de la Javeriana, de la
Piloto y de otras universidades del sector, la mayoría de los
residentes del barrio y de los transeúntes que caminaban de aquí
para allá, eran estudiantes con sus mochilas al hombro y sus
carpetas bajo el brazo. De repente, un muchacho se plantó frente
a mí y, con gran desenfado y cortesía, me tendió su mano para
saludarme:
—Mucho gusto, León Soler. Acabo de mudarme a una casa que
está en la mitad de la otra cuadra —y señaló hacía la Carrera
Octava con la Calle 43—. Te he visto varias veces sentado aquí, en
las escaleras, pero no había tenido la oportunidad de saludarte.
¿Cómo te llamas?
Sí, eras tú, viejo, y no sabes el efecto que causaste en mí.
Jamás un Joven de mi edad me había dirigido la palabra y
mucho menos tendido su mano para estrecharla con la mía. No
supe qué contestar y me puse muy nervioso. Tu simpatía me dejó
desconcertado. ¿No me habías visto bien? ¿No te habías dado
cuenta de que era un jorobado, un impedido físico? ¿Estabas ciego
o qué?
—¿Eres sordo? ¿Quieres que te escriba en una hoja lo que te
acabo de decir? —dijiste con tu mano aún extendida.
—No, no, perdona —me disculpé enseguida—. Es que no estoy
acostumbrado a que me saluden así. Por lo general, me miran
raro o me insultan.
Y te estreché la mano. ¡Ah, qué momento magnífico! Mí primer
contacto real con otro ser humano que no fuera la abuela o el tío
Humberto. La primera aproximación, el primer acercamiento. Me
sentí como un astronauta conversando con un alienígena en la
superficie anaranjada de un remoto planeta. Tal vez tú no te
diste cuenta, pero yo te hablaba con un nudo de emoción en la
garganta.
—Me llamo Alfonso, Alfonso Rivas —dije con una dicha que me
obligaba a tartamudear—. Es el apellido de mi madre porque a mi
padre no lo conozco.
Mi sinceridad te hizo soltar una carcajada y te sentaste a mi
lado en las escalinatas.
—No hace falta que lo conozcas. Por lo general, los hombres
engendran hijos y después se marchan a seguir engendrando
otros en otras partes.
—¿Tú tampoco conoces a tu padre?
—Se la pasa viajando por todo el país. Nunca está en casa. En
el fondo es como si no lo conociera.
—¿A qué casa acabas de mudarte?
—La segunda después de la esquina, la que tiene un altillo.
Hasta ahora estoy empezando a conocer el barrio.
—Yo solo conozco lo que se ve desde aquí. Me tienen prohibido
salir.
Así empezamos nuestra primera conversación. Ahora que
escribo los diálogos, revivo cada instante, cada idea, cada temblor
que me invadía mientras te hablaba. No sabes cuántas veces
había soñado yo con un amigo, con un otro que se acercara para
poder romper los muros hasta ahora infranqueables de esa niñez
solitaria y marginal. Y ahí estabas tú, con tu cabello largo y tu
pinta tranquila e informal, hablando conmigo como si nada, como
si mi deformidad física no existiera o no tuviera ninguna
importancia para ti. Era increíble. Charlamos acerca de nuestras
vidas tan distintas: tú estabas estudiando quinto de primaria,
vivías con tu madre (tu padre se la pasaba visitando clientes en
distintas ciudades), eras buen estudiante y buen deportista; yo te
conté que no iba al colegio, que no salía nunca de la casa, que me
la pasaba leyendo de todo y que acababa de fracasar en mi
empresa de hacerme operar en el Hospital Militar. Te sorprendió
mucho que no fuera a ninguna institución educativa. ¿Te
acuerdas? El primer objetivo que nos propusimos de común
acuerdo fue justamente estudiar a dúo.
—Apenas llegue del colegio, todas las tardes, me vengo para
acá y te explico las clases del día. Tú puedes ir anotando en un
cuaderno, te presto los libros que no esté necesitando en el
momento, y así podemos ir avanzando juntos. ¿Qué dices?
¿Qué iba a decir? Pues claro que sí, te respondí, el solo hecho
de tener un amigo con el que iba a conversar todos los días me
parecía un milagro. Me dijiste que cruzáramos los números de
teléfono, los anotamos en pedazos de papel que yo bajé de mi
cuarto en una carrera y te despediste no con un apretón de
manos, como al comienzo, sino con un abrazo amistoso.
—Bueno, Alfonso —dijiste con tu sonrisa de niño despierto y
sagaz—, fue un placer conocerte. Mañana vengo a la misma hora
para que juguemos un rato.
Cuando entré en la casa, ya no era el mismo. Me di cuenta
enseguida de que un cambio sustancial acababa de transformar
mi vida: no estaba solo, no era un individuo excluido ni
rechazado, no tenía que seguir agazapado en un rincón. Es
sorprendente la energía liberadora que puede llegar a tener un
aparente intercambio trivial de palabras.
Esa misma noche reuní todos mis frascos de insectos y, como
si fuera un general que se dirige a sus soldados, les expliqué que
se acababa de firmar la paz con el enemigo y que ya no
estábamos en guerra. No tenía sentido, por lo tanto, seguirlos
reclutando ni mantenerlos alejados de sus hogares. Les di las
gracias por su lealtad, y su coraje. Abrí la ventana y los liberé
uno por uno. Luego bajé las escaleras basta la cocina y eché los
frascos a la basura.
En la habitación que quedaba justo al lado de la mía vivía una
chica que estudiaba periodismo y que solía saludarme cuando nos
encontrábamos en el baño. Noté que tenía la luz encendida y
golpeé en su puerta con suavidad. Ella abrió con prudencia y se
sorprendió de verme parado allí, en el corredor, con mis anteojos
puestos y mi pijama arrastrándose por el piso.
—Sí, ¿dime? —me dijo con un gesto maternal.
—Quería pedirte un favor enorme. Voy a empezar a estudiar
con un amigo y necesito un cuaderno. Si acaso llegas a tener uno
que te sobre o que ya no necesites, te agradecería que me lo
regalaras.
La chica se conmovió por mi actitud tan directa y sincera. Me
abrió la puerta enseguida y me dijo que pasara, que claro que sí,
que había varios cuadernos del semestre pasado que estaban
usados solo a medias. Arrancó las páginas que necesitaba y me
los entregó. También me alistó varios lápices y dos esferos
nuevos, y me los entregó con una sonrisa.
—Gracias. Si puedo hacer algo por ti, no dudes en decírmelo —
le dije mientras salía de su habitación para regresar a la mía.
En la primera página de los tres cuadernos que me dio mi
vecina escribí mi nombre, mi dirección y mi teléfono, como si a la
mañana siguiente me esperara mi primer día de colegio. Luego
apagué la luz y recuerdo que me quedé dormido pensando en qué
te irían a decir a ti en tu casa cuando supieran que estabas
haciendo amistad con un lisiado, con un impedido físico que
apenas podía caminar erguido, con un monstruo.
La tarde siguiente estuve nervioso y miraba constantemente
el reloj que mi abuela tenía en la cocina. Tú habías dicho al
despedirte “a la misma hora”, así que estuve muy pendiente del
paso de los minutos y me daba la impresión de que el segundero
se atascaba y no avanzaba con celeridad. Cuando llegó la hora
exacta, salí a las escaleras de la entrada y me senté a esperarte.
No te vi por ninguna, parte y empecé a angustiarme. Me dije que
si no aparecías era apenas normal. Lo más seguro es que
hubieras recapacitado: una tarde con el jorobado de la Calle 42
estaba bien como para pasar el aburrimiento, pero ya una
amistad era una locura. ¿A quién se le ocurriría acercarse a un
bicho tan raro? Por un momento extrañé a mis amigos insectos y
empecé a sospechar que me había apresurado al despedirme de
ellos. Y justo entonces apareciste por la esquina con mi morral al
hombro que te hacía caminar inclinado. Cuando me viste desde
lejos, sonreíste y me saludaste con la mano levantada. Yo repetí
el gesto y sentí que el corazón se me iba a salir del pecho. Allí
estabas, cumpliendo la cita, no podía ser. Era verdad, tenía un
amigo y mi vida ya nunca volvería a ser igual. Cruzaste el
panqué con dificultad y, cuando llegaste frente a mí, descargaste
el morral en el suelo.
—Quihubo, Alfonso, casi no llego. Esto pesa una, barbaridad —
dijiste con una mano en la frente para limpiarte el sudor.
—¿Qué traes ahí?
—Todos mis Tintines. No sé si has leído alguno, pero yo los
tengo todos. Nos podemos pasar una tarde buenísima.
—No, no los conozco.
—Espera que leas el primero y verás. Te vas a volver fanático.
Subimos a mi habitación. En las horas de la mañana yo había
barrido y limpiado cada rincón con esmero. También había
cambiado las sábanas y había abierto las ventanas para airear el
lugar. No quería que fueras a pensar que, encima de deforme, era
sucio. Nos hicimos en el piso, sobre un tapete, y empezamos a
leer esas historietas magníficas que de inmediato nos
transportaron a otros países y otras culturas. El primero que leí
fue Las Siete Bolas de Cristal y quedé fascinado. No podía parar y
a cada rato comentábamos escenas, frases, situaciones, peligros,
persecuciones, capturas. Cuando terminé, me dijiste que ese tenía
una continuación: El Templo del Sol, una historia en el Perú Inca.
Enseguida me lo devoré también y entonces empezamos a
conversar tú y yo sobre si era posible para las culturas
precolombinas predecir o no eclipses de luna o de sol. Tú me
explicaste que sí, que por supuesto, ya que eran pueblos muy
avanzados en el estudio de la astronomía y que sus calendarios
eran más perfectos que los nuestros. En ese momento me di
cuenta de que sabías muchas más cosas que yo y que, aunque
hubiera leído varios libros, mi formación era deficiente e
incompleta.
Fue una tarde inolvidable. A las ocho de la noche agarraste tu
morral y quedamos de vernos de nuevo al día siguiente. Te dije
que yo seguiría leyendo tus Tintines y que tú, que ya te los sabías
de memoria, podías en cambio leer mis historietas: Batman,
Supermán, Tarzán, Tuareg. Cruzaste el parque con los cómics al
hombro y yo te vigilé desde la ventana de mi habitación. Pensé:
ahí va mi amigo, el único, y gracias a él viviré y seguiré adelante
pase lo que pase.
La mañana siguiente, la casa despertó en un completo
alboroto. Los organismos de inteligencia del Estado habían
decidido hacer un operativo de seguridad, un allanamiento para
buscar a un estudiante que, según ellos, era un infiltrado de la
guerrilla en la universidad donde estaba matriculado. En efecto,
lo encontraron en el mismo piso donde yo vivía, el segundo, y,
después de revisarle toda la habitación palmo a palmo, de un
pequeño mueble de madera le sacaron un paquete de fotocopias
de propaganda subversiva. Le pusieron unas esposas y lo
empujaron a rastras hasta una camioneta de la policía. Los otros
estudiantes, sobre todo las mujeres, estaban muertos de pánico y
cuchicheaban entre ellos: que no podía ser, que era un joven
tímido, que tal vez alguien le había puesto el material allí para
implicarlo. Yo recordaba bastante bien al detenido, tendría unos
veinte años y era muy amable conmigo. Un día me había dicho:
—Cualquier tarde de estas te enseño historia de Colombia. No
la que enseñan en los colegios, sino la de verdad, la de cómo se
han robado este país desde el principio.
A los pocos minutos de la detención, la abuela llamó a los
padres y les comunicó que su hijo había sido capturado por la
policía y que por, favor pasaran por la casa a recoger sus efectos
personales. Durante días no se habló de nada más en la casa.
¿Recuerdas que tú llegaste en las horas de la tarde, otra vez con
tu morral lleno de libros e historietas, y que me contaste que
habías visto desde la esquina el operativo porque los vecinos se
habían pasado la voz unos a otros? Incluso me hiciste una broma
pesada:
—Yo pensé que habían llegado por ti y que me iba a tocar
llevarte los Tintines a la cárcel —dijiste con una de tus
acostumbradas sonrisas de sarcasmo.
—No me extrañaría —dije retándote un poco—. Ser feo y
deforme parece un crimen.
Hasta ese momento, yo pensé que en la casa tanto mi abuela
como mi tío me tenían vigilado y que vivían pendientes de mí. No
me habían ordenado nunca que no saliera a la calle, pero como
ellos mismos casi nunca me sacaban, yo deduje que salir no era
una acción bien vista para el caso mío. De ahí ese encierro
carcelario. Pero no, en la medida en que tú y yo nos fuimos
acercando cada día más, empecé a notar que no les importaba
saber dónde estaba ni con quién. Tú entrabas y salías de mi casa
sin que ellos se dieran cuenta, y tengo muy presente la primera
vez que me dijiste:
—Vamos hasta la panadería, te invito una gaseosa.
Una cosa era que te atrevieras a hablar y a jugar conmigo,
pero de ahí a salir a la calle y caminar a mi lado había mucho
trecho. No supe qué contestarte. En primer lugar, creía que mi
abuela y mi tío me iban a recriminar esa salida, y que incluso
podía costarme un castigo o una prohibición (no verte de nuevo,
por ejemplo). En segundo lugar, tenía miedo de que la gente
decidiera apedrearme o algo por el estilo, y que tú te vieras
involucrado o que corrieras peligro también. Sin embargo, al
verte ahí parado en las escalinatas, con esa actitud tan tuya de
desparpajo irreverente, decidí jugármela toda.
—Listo, vamos. Pero yo no tengo un peso.
—Fresco, tú invitas la próxima.
Caminamos por la Carrera Octava hacia el sur y luego
bajamos por la estación de policía de la Cuarenta hasta la
Carrera Trece, hasta la panadería San Marcos. Esa fue mi
primera caminata de hombre libre y por eso la recuerdo con
precisión, como si hubiera sucedido ayer. Yo no demostraba
nada, hacía como si fuera un muchacho muy seguro de sí mismo,
pero la verdad era que por dentro estaba asombrado de los
cambios que empezaba a experimentar. Tal vez esa aparente
seguridad era lo que tanto te atraía de mí. Sabías que había
sufrido mucho más de lo que por lo general sufre un niño de
clase media a esa edad, y sin embargo ahí estaba, caminando por
la calle con mis gafas de marco de carey y mi joroba a cuestas,
caminando hacia la panadería San Marcos a tomarme una
gaseosa y a comerme un pan contigo. Nos sentamos afuera, en
una barda de cemento, y me parecía increíble estar ahí, como si
nada, como si fuera un muchacho común y corriente pasando la
tarde en compañía de su mejor amiguito.
Me fijé muy bien en la gente, en sus comentarios, en sus
ropas, en lo que costaba un pastel de carne, un pan francés o un
jugo de naranja. Aunque te parezca mentira, hasta ese día yo no
sabía realmente el valor del dinero. En la casa me daban lo
necesario y nunca había tenido que ir a comprar nada a la calle,
ni siquiera un helado o una gaseosa, como cualquier niño a esa
edad. Mi vergüenza era tan grande que dejarme ver por los
demás lo consideraba una afrenta, como sí de alguna manera yo
los estuviera ofendiendo con mi presencia. Por eso me sorprendí
de ser capaz de ir hasta la panadería sin avisarle a la abuela ni
al tío Humberto. Mi primera gran aventura, como sí en lugar de
caminar unas cuantas calles me hubiera lanzado a la conquista
del Amazonas o del Polo Sur.
Cuando regresé a la casa, nadie había notado mi ausencia.
Entonces me di cuenta de que no me vigilaban, sencillamente
confiaban tanto en mi temor a ser observado que no reparaban si
estaba en mi cuarto, en la cocina o en las escalinatas de la
entrada. No existía, eso era todo. Por un lado era un motivo de
tristeza, pero por otro me otorgaba una enorme libertad de
movimiento. Decidí celebrar lo segundo.
Ese mismo fin de semana timbraste muy temprano en las
horas de la mañana y la abuela me avisó que un niño vecino
preguntaba por mí. Salí recién bañado y me quedé anonadado
cuando te vi con semejante bestia negra a tu lado:
—Es Fobos, mi perro. No le tengas miedo, no te hará nada —me
explicaste mientras le acariciabas la cabeza.
Era un dóberman gigantesco con un collar de púas en el
cuello. Pensé en el amigo de cuatro patas de Batmam: As, el
batisabueso.
Apenas me acerqué a tocarlo, sentí de nuevo esa extraña
sensación, la del contacto físico con otro ser, la de mi cuerpo
rozándose con otro cuerpo que también está vivo. Mientras tú le
decías a Fobos que no me gruñera porque yo era tu amigo y él
entendía y comenzaba abatirme la cola y a jugar conmigo, supe
enseguida que acababa de ganarme otro amigo más. Su primer
lengüetazo en mi cara me dejó claro que a él mi joroba y mis
deformaciones físicas le daban igual. Esa certeza fue inmediata,
súbita, y comprendí que Fobos y yo seríamos inseparables,
amigos de verdad hasta que las circunstancias nos obligaran a
separamos.
No sé muy bien cómo transmitirte esta idea, viejo. El rechazo
a los demás (que no era más que un reflejo del rechazo que los
demás sentían por mí), se convirtió de repente, en el caso de
ustedes dos, en empatía, en atracción, en afecto puro y sincero.
Con el tiempo aprendería una lección inolvidable: un perro te
enseña la transparencia y la lealtad más absolutas. Si las
personas te traicionan, hablan mal a tus espaldas, intrigan,
mienten, te calumnian, un perro jamás. Su comportamiento es
muy superior. Por eso creo que es fundamental, en la educación
sentimental de un niño, la amistad con un perro, porque él le
enseñará las virtudes más nobles de sí mismo. En principio,
creemos que las personas amoldan a sus mascotas a su propio
temperamento. Es exactamente al revés: los dueños, poco a poco,
en esa larga lección de integridad y entereza afectiva, van
aprendiendo a comportarse según las reglas que sus perros les
enseñan. Un perro siempre mejorará al individuo que tenga
cerca, no al revés.
Cuando te pregunté por ese nombre tan raro, me dijiste muy
orgulloso:
—El dios Marte tiene dos perros: Deimos y Fobos. El perro del
día y el perro de la noche, el claro y el oscuro. Por eso las dos
lunas del planeta Marte se llaman así: Deimos y Fobos.
A partir de esa mañana, los tres nos convertiríamos en un
grupo que, a medida que pasaban las semanas y los meses, iría
acoplándose cada vez mejor. Yo no sé si Fobos olió desde el
primer día mi fragilidad, mi infinita vulnerabilidad, pero yo sentía
que me cuidaba, que estaba más atento cuando estaba cerca, que
no me dejaba solo ni un segundo cuando caminábamos por el
barrio o cuando más adelante nos arriesgamos a nuestras
primeras escapadas hasta el Parque Nacional. Si alguien se me
aproximaba demasiado o me miraba en exceso, Fobos levantaba
las orejas, se ponía en guardia y yo sentía su respaldo, su
defensa, su agresividad. Era maravilloso sentirse así, como si
hubiera contratado a un guardaespaldas que me protegiera de la
maldad de mis propios congéneres.
Ah, Fobos, cuánta alegría y cuánta nostalgia siento ahora, ya
de adulto, al solo escribir su nombre en esta carta y recordarlo.
En los tantos y despiadados años que vinieron, quizás nadie
volvió a quererme de esa manera tan inmediata y auténtica. Ni
siquiera tú.
Mis progresos intelectuales empezaron a ser notorios. Las
anotaciones de tus cuadernos eran claras, tus libros del colegio
estaban bien estructurados, y en consecuencia avancé
rápidamente en mis estudios formales del quinto año de primaria.
Como era un joven despierto e inteligente y en realidad no tenía
nada más que hacer a lo largo del día, me sumergí en las nuevas
materias con ahínco y dedicación. Incluso recuerdo que muchas
veces, en ciertos cursos, avanzaba más rápido que tú y después
te aclaraba o te explicaba conceptos que te causaban cierta
dificultad. Tú eras un gran estudiante, muy superior al promedio
de tus compañeros, pero pronto descubrí que no ponías en ello
mayor empeño. Cumplías con tus obligaciones para no tener
problemas con tus padres, pero no te apasionaban las materias
colegiales o, al menos, no significaban para ti tanto como para mí,
que en el fondo soñaba con un aula de clases y relacionarme con
otros niños de mi edad. Lo tuyo en realidad era el deporte. En
ese campo sí ponías mucha atención y te esforzabas por ser uno
de los mejores. Al principio no sabía por qué te obsesionaba tanto
ser un gran futbolista o un gran corredor, hasta que una, tarde,
sin buscarla, encontré la respuesta.
Estábamos frente a mi casa y tú estabas empeñado en
enseñarme a montar en bicicleta. Mis repetidas caídas te
causaban gracia y ambos nos reíamos a carcajadas. Hasta que
pude finalmente controlar el manubrio, pedalear unos cuantos
metros y sostenerme en línea recta. Pero lo que no pude fue
encontrar los frenos y detener la bicicleta. Tú venías detrás
gritándome a voz en cuello: “Frena, Alfonso, frena”. Tenía las
manos agarrotadas en el manubrio y no pude abrir los dedos y
activar los frenos, así que terminé en el garaje de una casa donde
guardaban en las noches carros fúnebres (¿te acuerdas que
veíamos a los conductores de la Funeraria Gaviria parquear sus
carros macabros y cambiarse sus uniformes negros en un rincón
de ese garaje mugroso?). Quedé en el suelo golpeado y adolorido.
Tú llegaste enseguida a revisarme por todas partes. No era nada
grave. Raspaduras, moretones y una mano inflamada. Lo normal
de cualquier caída en bicicleta. En medio de una situación tan
humillante, yo me sentía un héroe.
—¿Viste? Alcancé a sostenerme casi una cuadra entera —dije
esperando alguna alabanza.
—Sí, estuviste muy bien —respondiste con tu habitual cortesía
que me daba tanta seguridad en mí mismo—. Fue culpa mía. No te
enseñó bien lo de los frenos.
Revisamos la bicicleta y no le había pasado nada. Entramos a
mi casa y me ayudaste a lavarme y a desinfectarme los
raspones. En un instante en el que te inclinaste más de la cuenta
para untarme alcohol en un tobillo (yo no podía por la joroba), tu
camiseta se subió hasta la mitad de tu espalda y pude verte la
piel magullada y enrojecida por líneas que parecían latigazos. Con
una ingenuidad que casi rayaba en la estupidez, te preguntó:
—¿Qué te pasó en la espalda?
Te levantaste enseguida muy nervioso, te metiste la camiseta
entre el pantalón y buscaste una respuesta rápida para
amortiguar la situación:
—Me caí en el colegio. No es nada —dijiste con fastidio, casi
molesto por mi descubrimiento.
Nos despedimos a los pocos minutos y me sentí mal por
haberme metido en ese pedazo de tu vida donde nadie debía
entrar. Me había entrometido en tu intimidad sin querer y ahora
no sabía cómo excusarme, cómo decirte que lamentaba haberme
enterado de esa manera, revisándote las heridas de cerca,
ofendiéndote de alguna manera con mi descubrimiento. La
pregunta era obvia: ¿Quién te golpeaba así, tan brutalmente,
viejo? ¿Tú mamá o tu papá? ¿Por qué?
En los días siguientes no pude sanarte de mis pensamientos.
Entendí que el deporte era pana ti una forma de fortalecerte, de
endurecerte para aguantar las golpizas que te daban en tu casa.
No volvimos a hablar del asunto y le restaste importancia desde
un principio, pero yo recordaba que en tu voz había habido una
entonación falsa que denotaba la mentira, un deseo profundo de
esconder tu mayor vergüenza. Y entendí por qué te habías
acercado a mi buscando mi amistad: porque tú también estabas
del otro lado de la línea. Por eso me comprendías, por eso me
defendías, por eso eras mi amigo: porque defendiéndome te
defendías a ti mismo. Eras fuerte, sí, atlético, duro de carácter, y sin embargo tan dulce, tan desprotegido, tan necesitado de afecto.
Ibas siempre con tu perro a todas partes. Y tus padres, los
encargados de amarte y protegerte, te habían traicionado y se
habían ido contra ti. Por eso desconfiabas de todo el mundo y
eras un solitario, un renegado. Por eso confiabas solo en tu perro
y también por eso te acercaste a mí: yo no podía agredirte,
herirte ni traicionarte porque yo también estaba del lado de los
débiles, en la sección de los machacados. Tal vez Fobos sentía esa
fragilidad nuestra y nos protegía gruñendo con sus colmillos bien
afilados, como si fuéramos sus cachorros y lo que nos quedara de
integridad dependiera de él. Menudo trío. Lo que más lamento es
no tener una fotografía de esa época. Debíamos parecer unos
jóvenes astutos y bien dispuestos que, sin embargo, en sus
miradas y sus gestos escondían una pena muy grande, un dolor
que los excluía de la sociedad y los obligaba a recelar de ella.
Lamento si justo este episodio despierta en ti los peores
recuerdos. No es mi intención herirte ni activarte un pasado
negro que, seguramente, ya superaste hace tiempo. Ni más
faltaba. Solo necesito revisar paso a paso cada uno de los
momentos de mi vida, observarlos con lupa para precisar los
detalles más insignificantes y así poder tomar conciencia y
enfrentar lo que se me va a venir encima, encarar con absoluta
entereza la decisión que he tomado. Pero antes es necesario
saber quién soy y qué fue lo que viví realmente. Ese es el sentido
de esta carta: iluminar, encender luces, abrir los ojos en medio de
la oscuridad, pero por ningún motivo quiero que esa luz te
encandile o te haga daño.
Nuestra amistad se fortaleció notablemente durante los años
siguientes. Nos volvimos inseparables y yo seguí estudiando a
partir de tus clases y tus libros. Cuando iba a tu casa era bien
recibido por tu madre, una señora de clase media que parecía
normal, pero que en instantes en los que perdía la paciencia, se
descomponía con facilidad y empezaba a gritar y a regañamos.
Yo, como es de suponer, prefería salir cuanto antes y caminar
hasta mi casa la cuadra y media que nos separaba. A tu padre,
que, como me habías dicho, se pasaba buena parte del año de
viaje, solo lo veía muy de vez en cuando y me daba la impresión
de ser un hombre ecuánime y tranquilo. No obstante, en dos
oportunidades en que lo vi bebiendo alcohol y enfrentado a tu
madre en una discusión violenta en la que rodaron por el suelo
vasos y platos de la vajilla, me dio miedo y salí corriendo de
regreso a mi casa. Al menos, en la pensión donde yo vivía no
había gritos ni ademanes agresivos entre nosotros. El ambiente
era pacífico, excepto cuando mi madre sufría sus ataques y
empezaba a vociferar insultos a cualquiera que tuviera la mala
fortuna de cruzarse en su camino. Lo cierto es que no pude
descifrar quién era la persona en tu casa que te castigaba hasta
el punto dé dejarte lacerada la espalda. En realidad, podía ser
cualquiera.
Cuando estábamos a punto de terminar tercero de
bachillerato, llegaste un sábado en la mañana cabizbajo y
deprimido.
—¿Qué pasó? —te pregunté mientras me vestía de afán.
—Mi papá se fue esta mañana de la casa —dijiste con una voz
apagada que solo usabas en momentos críticos.
—¿Otro viaje?
—No, se fue del todo, definitivamente.
—¿Va a vivir en otro lado?
—Así parece. Anoche discutieron, se dieron cosas horribles y
mi mamá lo abofeteó. Empacó su ropa, se despidió de nosotros,
sacó el carro y se fue. Estoy seguro de que no va a volver.
En las horas de la tarde, descubrimos lo que había pasado: tu
mamá le había encontrado unas fotos comprometedoras con una
mujer aindiada, de baja estatura, muy joven, una amante, quizás,
con la que tu padre compartía su vida durante sus largas
correrías de trabajo. Y ahí fue Troya. Tu madre lloraba
desconsolada, maldecía y renegaba de un matrimonio que, según
ella, lo único que le había traído era amargura y desolación.
Nosotros sacamos a Fobos y nos fuimos a caminar al Parque
Nacional. Recuerdo bien ese día porque casi no logramos
regresar. Cuando estábamos por cruzar el caño de la Avenida 39,
de uno de los conductos subterráneos que atravesaban la Carrera
Séptima aparecieron tres gamines mayores que nosotros, de unos
quince o dieciséis años, y se nos plantaron al frente en una
actitud presuntuosa y altanera qué buscaba intimidamos. Mi
aspecto físico les produjo una sonrisa. Tú te quedaste como si
nada, relajado, y yo intenté imitarte, pero no pude. El miedo se
me notaba. Fobos empezó a gruñir.
—Queremos las chaquetas y los zapatos —nos ordenó el más
grande con una sonrisa de superioridad.
—No son de su talla —dijiste con tu aplomo habitual.
—Pilas, malparido, que no estamos para jueguitos —intervino
otro que dio un paso al frente, y me señaló—. Si no quiere que el
enano empiece a chillar.
—Se llama Alfonso y no llora nunca —afirmaste tensionando un
poco el cuerpo y preparándote para enfrentarlos.
El primer puñetazo los cogió por sorpresa. Yo nunca te había
visto pelear y me puse muy nervioso. Las manos me temblaban.
Fobos empezó a ladrar y a mostrar los dientes enfurecido.
—¡Suelta el collar, Alfonso, suéltalo! —me ordenaste mientras
encarabas a patadas al segundo atracador.
Obedecí como pude y Fobos se lanzó sobre el tercer gamín y
rodó con él por el suelo, buscándole el cuello para matarlo. La
sangre del joven, que se ponía los brazos al frente para
protegerse de las dentelladas del animal, empezó a brotar a
borbotones. Fobos mordía y jalonaba los dos antebrazos. Te miré
y ya tenías sometido a tu contrincante en el piso. Yo seguía de
pie, inmóvil, sin saber qué hacer.
—¡Ya, no más, ya! —gritó el joven que estaba sangrando debajo
de Fobos—. ¡Nos rendimos, no más!
Te pusiste de pie y te acercaste a mí:
—¿Estás bien?
—Sí, al pelo —respondí aún nervioso.
Cogiste la correa, enganchaste el collar de Fobos y lo retiraste
haciendo un gran esfuerzo.
—Vamos, déjalo, Fobos, suéltalo —repetías mientras tirabas la
correa hacia atrás.
Al fin lograste desprender al perro del joven que suplicaba
clemencia bañado en sangre. No dijiste nada más y nos retiramos
hacia la Carrera Séptima para regresar a casa.
—Ya, Fobos, ya, tranquilo —le decías al perro mientras lo
acariciabas debajo del cuello.
Cuando alcanzamos la Calle 40, bajamos pegados al andén
hasta la panadería San Marcos. En la entrada, sonreiste por
primera vez y me dijiste:
—Estuviste perfecto. Soltaste el perro en el momento indicado.
Vamos a celebrar con pan y gaseosa. Yo invito.
Nos quedamos un buen rato recordando los pormenores de la
pelea y la paliza que se habían llevado los gamines. Tú no
alcanzas a imaginarte lo que significó para mí esta escena. Me
sentía un héroe como los de mis historietas y no sabía cómo
agradecerle a Fobos su protección. Y tú, siempre tan afectuoso
conmigo, tan fraternal, tan decidido a no permitir que el mundo
nos hiciera pedazos. Esa es la razón por la cual te escribo esta
carta: porque cuando tú apareciste, mi vida se partió en dos:
antes y después de ti.
Una mañana, el tío Humberto encontró a la abuela sentada en
una tienda que quedaba a una cuadra de la casa. Le preguntó qué
le pasaba y por qué no había regresado a tiempo. La abuela le
contestó con impotencia:
—No recuerdo cómo hacerlo.
A partir de ese día, la abuela empezó a sufrir de trastornos de
la memoria inmediata. Un mecanismo interno de su cerebro se
había atrofiado para siempre y la había dejado a la deriva,
abandonada en una especie de presente continuo en el que era
imposible precisar las acciones que habían sucedido apenas
quince o veinte minutos atrás. Me daba los buenos días tres y
cuatro veces en las horas de la mañana, no sabía en qué día de la
semana estábamos y no sé si recuerdes que a ti te confundía con
su único sobrino que vivía en Estados Unidos y te saludaba
diciéndote:
—Hola, René, dile a tu mamá que pase por la tarde a tomar
onces conmigo, que no sea ingrata con su hermana.
Tú y yo nos mirábamos sin entender nada y luego subíamos
las escaleras corriendo muertos de la risa. El problema es que
con el tiempo la atrofia fue creciendo y la abuela terminó
perdiendo también otras facultades: no sabía quién era quién y
mezclaba los nombres y las identidades como si estuviera
viviendo en una película de su propia vida cuarenta o cincuenta
años atrás. Pobre abuela, se fue quedando atrapada en una
dimensión propia, lejos del tío y de mí, que la queríamos tanto.
Lo grave de su salud es que ya no podía bañarse sola ni
comer sola (la mano le temblaba y la comida quedaba esparcida
por su pecho), ni salir a la calle sola. Se fue haciendo evidente
cada vez más que necesitaba ayuda profesional. El tío terminó
por buscar una institución para ancianos donde la cuidaran y la
atendieran como ella se merecía. Se la llevaron una tarde de
lluvia en una ambulancia. Una semana después era mi
cumpleaños y nadie lo recordó. Extrañé como nunca su torta y el
almuerzo especial en el que yo participaba desde las horas de la
mañana. De alguna manera, el cariño de la abuela había sido mi
único contacto real con lo que podía ser el afecto femenino, el
amor de madre del que siempre viví tan necesitado. Desde el
primer día, supe que en esa ambulancia se habían llevado la
cuota mínima de calor humano que yo había necesitado para
sostenerme en pie durante mi primera infancia.
La visité solo una vez en la institución, pero ni siquiera me
reconoció y me quedé peor que antes: nadie me quería, nadie me
extrañaba, a nadie le hacía falta. No sé si alguna vez has sentido
algo similar, pero es demoledor. Te das cuenta de que en todo el
planeta no hay una sola persona para la cual tu presencia sea
algo fundamental. Si te murieras mañana, todo seguiría igual. No
sirves para nada, no eres útil, nadie te estima ni te quiere. La
abuela murió tres meses después de un infarto que la dejó
fulminada en la cama de su nueva habitación.
El tío se mudó al segundo piso y arrendaron el primero como
si fuera un apartamento independiente. En un hall que estaba en
el costado oriental de la casa se improvisó un comedor pequeño y
ahí almorzábamos los dos juntos. Mi madre, que vivía en su
mundo de delirios y fantasmas que la buscaban para agredirla,
comía en su cuarto. Era deprimente ese ambiente oscuro,
claustrofóbico, en el cual la empleada servía dos platos de comida
sosos y sin gracia. El tío leía la prensa y yo, para no molestarlo,
me sentaba con mis textos escolares (los que tú me prestabas) y
estudiaba entre un bocado de arroz y una cucharada de sopa.
Después de la muerte de la abuela, mí madre entró en un
proceso de deterioro incomprensible. Como si entre ellas dos
existieran unos lazos invisibles que las unieran más allá, de las
apariencias, el destino de la hija imitó al poco tiempo el destino
de la madre. Mi tío intentaba por todos los medios impedir el
desmoronamiento de su familia, pero no podía controlar la caída
en el abismo. Mi madre se fue apagando poco a poco: perdió el
apetito y, en consecuencia, bajó de peso de una forma exagerada,
no se bañaba, apenas si dormía y para colmo de males contrajo
una gripe crónica que derivó en una pulmonía. Murió en un
hospital sin enterarse tampoco de dónde estaba ni quién era. No
se despidió de mí ni me dijo una sola frase de cariño antes de su
muerte. Sencillamente, se fue detrás de la abuela en silencio, sin
explicaciones ni grandes discursos. Su muerte no me afectó tanto
como la de la abuela.
En un lapso de tiempo de apenas seis meses, el tío y yo nos
quedamos solos en el viejo caserón. La misma empleada de
siempre siguió encargándose del aseo de la pensión y de
preparamos nuestra comida. Y para rematar ese año fatídico, en
diciembre, cuando acabábamos de terminar el tercer año de
bachillerato, tú te presentaste un día con la noticia que más me
dolió en esa serie de despedidas definitivas: tu madre, recién
separada, había decidido mudarse. Estabas cojeando de tu pierna
derecha (supuse que habías tenido algún percance deportivo) y
me lo contaste sin mirarme a la cara.
—¿Cuándo te vas? —pregunté con un nudo en la garganta.
—Este fin de semana —contestaste muy serio y aún con la
cabeza baja.
El siguiente sábado apareciste en mi casa y preguntaste por
mí tanto a la empleada como a mi tío. Yo no quise bajar. No me
sentía capaz de decirte adiós. Quería confesarte cuánto
significabas para mí, pero sabía que las palabras se me
atragantarían y que terminaría echándome a llorar. Para impedir
una escena tan bochornosa, preferí encerrarme y no darte la
cara. Después de que te fuiste, la empleada depositó frente a la
puerta de mi habitación un paquete enorme y pesado que me
habías dejado como regalo. Abrí la puerta y lo revisé: entre una
caja de detergentes que todavía despedía un aroma perfumado,
ordenada cronológicamente y con sumo cuidado, apareció tu
colección de las aventuras de Tintín.
Era 1978 y yo tuve la impresión de que se acercaba el fin del
mundo. De alguna manera así era.
Bueno, León, ya he abusado de tu tiempo y me siento un poco
cansado. Más adelante volveré a escribirte. Espero que no hayas
visto en estas palabras, que están escritas con el corazón, nada
ofensivo ni hiriente. Quizás detrás de tantos párrafos y tantas
descripciones inútiles está solo el deseo de decirte lo que aquella
mañana que fuiste a despedirte de mí no pude: gracias. Gracias
de verdad, viejo, por salvarme la vida.
Tu amigo de siempre,
El Hombre-Murciélago
3
Cuando terminé de leer, tenía los ojos arrasados en lágrimas. Las
secretarias y el personal de apoyo del hospital ya se habían ido y las
luces de los corredores y de las demás oficinas estaban apagadas.
Alfonso, mi viejo amigo de la Calle 42, con sus gafas de marco de
carey y su inconfundible joroba… Claro que sí… ¿Cómo era posible
que lo hubiera olvidado a lo largo de los años? ¿Qué había sido de él?
¿Des de dónde me había escrito esa carta que no tenía matasellos de
correo ni remitente alguno? ¿Quién la había dejado en el hospital?
¿Cómo sabía a qué me dedicaba y dónde trabajaba?
Volví a mirar el encabezado del sobre. No era un roedor nada más,
sino un murciélago que desplegaba sus alas para mostramos la palabra
clave: melancolía. Claro, los hijos de Saturno, la bilis negra que
contamina a algunos hasta destruirlos por completo. En un error de
interpretación grave, el inglés Richard Blackmore, en el siglo XVIII,
rebautizó este estado de ánimo y lo llamó depresión. De allí en
adelante perdimos una lectura importante de uno de los estados de la
psique más trascendentales: la melancolía, que nos conduce al arte, a
la astronomía, a la religión, a la poesía. A eso se refería el grabado de
Durero. No somos más que una miserable especie extraviada en
medio de un universo que no terminamos por comprender a cabalidad.
Unos minutos después salí hasta el parqueadero y manejé mi viejo
Land Rover por la Avenida Caracas de regreso a casa. Cuando pasé
por el Parque de los Mártires y vi a las prostitutas recostadas en los
árboles y a los recicladores de basura reuniéndose en las esquinas para
fumar marihuana o aspirar pegante, me pregunté si Alfonso estaría
justo en ese instante recostado en un cómodo sofá de una casa
elegante o si, por el contrario, viviría en una pensión de mala muerte o
si estaría vagabundeando por las calles sin un techo ni un plato de
comida caliente. ¿Dónde estaría ese antiguo joven al que yo tanto
había querido y con el que había compartido momentos tan
extraordinarios?
A lo largo de esos días, volví a leer y a releer mil veces la carta de
Alfonso. A veces elegía el comienzo, otros días me concentraba en
algún párrafo en particular y hubo momentos en que me dediqué a
estudiar su caligrafía nerviosa y con trazos arcaicos que denotaban
muchas horas de práctica en esos viejos cuadernos en los que mi
generación había aprendido a escribir las minúsculas en medio
centímetro y las mayúsculas en un centímetro completo. Los viejos
cuadernos que yo le prestaba a Alfonso para que se pusiera al día y
estudiara a la par conmigo.
Increíble, no terminaba de comprender cómo era posible que ese
niño magnífico, gentil y cariñoso se me hubiera refundido en la
memoria durante tantos años. ¿Por qué? ¿Qué era lo que había pasado
dentro de mí para que un ser tan poco común hubiera ingresado en el
olvido más absoluto? Tal vez, me dije, en la respuesta a esa pregunta
estaba una de las claves más significativas de mi vida.
Una noche busqué el nombre de Alfonso en el directorio
telefónico. Nada. No existe. Decidí que más adelante, en algún
momento, visitaría su vieja casa en la Calle 42 y preguntaría por él.
No podía cruzarme de brazos y quedarme así, sin hacer nada. No
estaba dispuesto a esperar meses o años antes de que me llegara la
segunda carta que me prometía al final de la primera. Si logró
hacerme llegar un sobre al hospital es porque no debía estar muy
lejos. Si no vivía en la ciudad es porque quizás compró o rentó una
casa en las afueras, en algún pueblo de la sabana de Bogotá.
Una escena que no está en la carta me llegó a la memoria. Alfonso
no se despidió de mí, es verdad. El último día se encerró en su cuarto
y ni el tío Humberto ni la empleada lo pudieron convencer de que
saliera de allí. Y, en efecto, como él lo describe muy bien, yo le dejé
en una caja de detergentes mi colección de Tintín. Pero la noche
anterior, como a las diez de la noche, Alfonso se había escapado de su
casa y había timbrado en la mía. Yo mismo le abrí la puerta, con mi
pijama puesta y unas pantuflas protegiéndome los pies.
—¿Puedo ver a Fobos un segundo? —me pidió con la voz
ahogada.
—Espérate, ya viene —le dije con tranquilidad, sin hacerle
preguntas ni ahondar en sus sentimientos.
Grité el nombre del perro y a los pocos segundos apareció
batiendo la cola. Alfonso lo abrazó con fuerza, lo besó, lloró sobre su
pelaje oscuro y se despidió de él con frases cariñosas y dulces. Al
final me dijo:
—Gracias. Lo voy a extrañar mucho.
Y se dio media vuelta y se fue para su casa.
Ahora, tantos años después, la memoria me traía esa imagen y me
partía el corazón. Yo sabía que él adoraba al perro, por supuesto, pero
por aquel entonces mi inmadurez y mi falta de experiencia me
impedían sospechar lo que el animal había significado para él.
Definitivamente, es cierto que todo lo llegamos a saber, pero tarde.
¿Por qué me había acercado a ese niño jorobado y contrahecho?
¿Qué era lo que me había atraído de él? Respuesta: su sonrisa. En dos
oportunidades, sentado en la barda de su casa con sus historietas en la
mano, lo había visto reírse solo, como si de muy adentro le brotara
una dicha infinita. ¿Cómo hacía para sostener esa actitud de plenitud
en medio de un horror como el suyo? ¿Por qué su rostro reflejaba ese
candor y ese bienestar si yo mismo, que lo tenía todo, vivía
atormentado, deprimido y sin ganas de hablar con nadie? ¿Por qué
Alfonso era tan bondadoso y yo tan violento?
Un día cualquiera manejé por toda la Avenida paracas hasta la
Calle 42. Llamé al hospital y avisé que no podía cumplir con mis citas
de la tarde, que me sentía resfriado, con fiebre y con las amígdalas
inflamadas, y que pensaba ir a mi casa a recostarme un rato. Cuando
llegué al parquecito de la 42, sentía el corazón palpitándome a toda
velocidad dentro del pecho. Dejé el carro en un parqueadero y me
dirigí a pie hasta la antigua casa de Alfonso.
Los estudiantes de la Universidad Javeriana rondaban el sector,
compraban lápices y sacaban fotocopias en las papelerías vecinas,
comían pizza en los restaurantes de comida rápida de la Carrera
Octava, bebían cerveza, escuchaban música sentados en el parque con
los audífonos de sus iPods puestos en las orejas, fumaban, caminaban
por los andenes riéndose y haciéndose bromas unos a otros. La
pensión de Alfonso estaba intacta, tal vez un poco venida a menos,
pero la estructura y los colores eran los mismos. Toqué el timbre y
esperé en las escalinatas de la entrada. A los pocos Segundos me abrió
la puerta un albañil con un palustre en la mano.
—Perdón, quisiera preguntar por alguien que vivió aquí hace
muchos años —dije con voz insegura.
—Espere, ya le llamo al dueño.
El tipo desapareció en la penumbra de un corredor que yo
recordaba más iluminado y poco después surgió de esas mismas
sombras un viejo gordo de lentes gruesos que me miró con disgusto.
—Lo siento, todas las habitaciones ya están arrendadas y no tengo
cupos —dijo con una vocecita aguda e infantil que para nada se
correspondía con su corpulencia ni con su edad.
—No, no vengo por las habitaciones.
—¿Qué desea entonces?
—Excúseme, no quiero molestarlo. Hace muchos años tuve un
amigo en esta casa: Alfonso Rivas. Su familia era la dueña de la casa.
Cualquier información que pueda darme sobre ellos se la agradecería
mucho.
El hombre me miró con el ceño fruncido y después, bajando la
guardia, me hizo una seña con la mano hacia adentro.
—Siga —dijo con una cortesía que le costaba mucho trabajo.
Entré y nos hicimos en la sala de esa casa que me traía tantos
recuerdos. Reconocí cada ventana, el piso de madera, las lámparas, el
olor a rancio de las viejas edificaciones que acumulan sudores de
varias generaciones entre sus paredes.
—¿Por qué está buscando a los Rivas?
—¿Los conoce?
—Yo pregunté primero, señor…
—León, León Soler…
—Señor Soler.
—Viví de niño en la calle de al lado. Alfonso y yo fuimos grandes
amigos. Hace poco recibí una carta suya en el hospital donde trabajo,
pero no traía remitente ni estaba ninguno de sus datos.
—Yo compré la casa en 1999, hace ya años. Se la compré, en
efecto, al señor Alfonso. Estaba un poco decaída, pero le hice algunas
reformas en el costado oriental y ya ve, la tengo toda arrendada. Es un
buen negocio, no me arrepiento.
—¿Alfonso vivía solo en la casa? —pregunté imaginándome que
en 1999 ya debía ser un hombre de treinta y cinco años, más o menos.
—Que yo sepa, sí. Le pagué una buena cifra. Usted sabe que esta
zona viene valorizándose cada vez más. Ahora estoy pensando en
asociarme con alguna constructora y levantar aquí un edificio de
aparta-estudios. Así vive uno mejor y más tranquilo.
—¿Y Alfonso no dejó ningún dato de adonde se iba? No sé, un
teléfono, alguna dirección.
—No, señor, no tengo ni idea. No me gusta meterme en la vida de
los demás. Le pagué de contado, firmamos escrituras en la notaría, me
entregó la casa ese mismo día y desde entonces no sé nada de él.
—Muchas gracias —dije poniéndome de pie—. No quiero quitarle
más tiempo. Ha sido usted muy amable.
Salí hasta la entrada y, cuando estaba bajando las primeras
escalinatas, la vocecita dijo a mis espaldas:
—El día que firmamos en la notaría fue con una señorita que
recuerdo bien: se llamaba Fanny Restrepo. Era joven y bonita. Parecía
su novia y, ya sabe, un tipo así con una mujer tan hermosa… Muy
raro… La bella y la bestia —dijo con una sonrisa que pretendía
celebrar su propio chiste—. Me imaginé que lo iba a dejar en la calle.
La vieja historia.
—De nuevo muchas gracias —dije ya parado en el andén y crucé
el parque hacia mi antigua casa.
Fanny Restrepo… Una novia joven y linda… La bella y la
bestia… ¿Para dónde se había ido Alfonso después de vender la
antigua pensión que había heredado de su abuela y de su tío? ¿Estaría
viviendo con Fanny en otro lugar, alejado del mundo y de las miradas
insultantes de los demás? ¿Quién era ella, la joven princesa del cuento
infantil que se había enamorado de un sapo que jamás se convertiría
en príncipe? ¿O Alfonso se había ido con la bruja que, en efecto, al
final lo dejaría en la calle?
Caminé hasta la Calle 43 y me paré al frente de la casa en la que
vivíamos por aquel entonces. La puerta estaba abierta y al fondo se
escuchaba movimiento de hombres y de herramientas que chocaban
contra muros y puertas. Eché un vistazo y me tropecé con que estaban
remodelando y pintando la casa.
—Sí, a la orden —me dijo el maestro de obra que parecía estar a
cargo del equipo.
—No quiero molestar —dije parado en el umbral de la sala, en el
primer piso—. Viví aquí hace muchos años y me gustaría visitar la
casa unos minutos.
—Tenga cuidado, por favor. No se acerque donde estén rompiendo
muros —me ordenó el hombre.
—Muchas gracias.
Mientras los obreros trabajaban y los ayudantes entraban
materiales y sacaban escombros, yo empecé a desplazarme por la sala
y el comedor. Un torrente de imágenes atropelladas se agolpó en mi
cerebro. Alfonso había escrito en su carta unos renglones que ya no
podría olvidar jamás:
¿Quién te golpeaba así, tan brutalmente? ¿Tú mamá o tu papá?
¿Por qué?… Y tus padres, los encargados de amarte y protegerte, te
habían traicionado y se habían ido contra ti. Por eso desconfiabas de
todo el mundo y eras un solitario, un renegado. Por eso confiabas
solo en tu perro y también por eso te acercaste a mí: yo no podía
agredirte, herirte ni traicionarte porque yo también estaba del lado de
los débiles, en la sección de los machacados…
La respuesta a esas interrogantes me llegó en una andanada de
imágenes caóticas. Mi madre andaba por la casa de un lado para el
otro sin saber muy bien qué hacer, a qué dedicarse, qué rumbo darle a
su vida. Mi padre se iba por todo el país buscando clientes para la
empresa que representaba, entregando muestras de medicamentos,
intentando ampliar la zona de influencia de los laboratorios que
representaba. Y en esos largos periplos por ciudades pequeñas y
pueblos en los cuales tenía que dormir en hoteles de mala muerte,
seguramente conocía a mujeres de distintos tipos, mujeres con las que
terminaba enredado para paliar de ese modo la profunda soledad que
lo embargaba. Mientras tanto, mi madre se quedaba en casa sola,
como suspendida en el tiempo, sin saber qué hacer. Yo no era ninguna
garantía de compañía para sus quebrantos de salud, su tristeza y su
sensación de vacío emocional. En medio de ese caserón antiguo, en
realidad éramos dos desconocidos que vagábamos como fantasmas
extraviados en el tiempo y el espacio.
Una noche, escuché unos gemidos y un llanto apagado. Pensé que
ella estaba enferma y que de pronto me necesitaba para llamar una
ambulancia o pedir ayuda. Me levanté de la cama con cuidado, sin
hacer mucho ruido y caminé hasta su habitación. Por entre la puerta
entreabierta alcancé a verla de rodillas, frente a un altar que siempre
estaba sobre su tocador. Era un Jesús crucificado y doliente entre
nardos y rosas. Ella tenía un rosario en la mano, lloraba ahogada, sin
poder casi respirar, y hablaba como una autómata, como si se tratara
de la voz mecánica de un robot:
—Señor, perdóname por nunca haber dicho la verdad, por haberlo
traído del orfanato así, impulsivamente y sin explicarle nunca sus
verdaderos orígenes. Me merezco todo este dolor que ahora estoy
recibiendo, toda esta soledad, toda esta amargura. Nunca quise buscar
a sus verdaderos padres, contarles que él estaba bien, que crecía
fuerte, que es dulce e inteligente como ninguno. Y ya no tengo fuerzas
para iniciar algo así, ya no tengo arrestos… Pero es que era un bebé
tan lindo y yo tenía tantas ganas de ser madre, de cuidarlo, de
brindarle una casa y un hogar… Y mira lo que he hecho…
Perdóname, Señor, ayúdame, muéstrame un camino donde todo esto
sea menos doloroso. No te olvides de mí, no me dejes así en el
calvario, extraviada, perdida, a la deriva. ¿Qué debo hacer? ¿Cuál es
el camino correcto?
Volví al presente. Los obreros estaban empañetando las paredes de
la sala. Yo veía otra escena detrás del presente inmediato: mi madre,
con el látigo en la mano, lo blandía en el aire, lo agitaba y después lo
dejaba caer sobre su espalda que ya estaba herida y sangrante. Era un
artefacto de cuero y metal con unas púas bien pronunciadas que de
repente cortaban el frío de la noche y chocaban contra la piel
dejándola rasgada y sanguinolenta. Y mientras se castigaba con
disciplina, con auténtica furia y arrepentimiento, continuaba gimiendo
y balbuceando:
—Me merezco toda esta soledad, este abandono, este sufrimiento
que cruza mis entrañas. ¿Por qué me hiciste infértil, Señor, por qué?
¡Dime, dame una respuesta! ¿Por qué me diste este vientre que no
sirve para nada, que no es capaz de dar vida?
Evoqué la imagen de mi madre arrojada sobre el piso de su
habitación, con el cabello revuelto, semidesnuda, con la espalda
azotada, llorando atacada y con el látigo en su mano derecha. Qué
imagen. Nunca pude recuperarme del impacto que me produjo. Quería
ir a abrazarla, a consolarla, a decirle que dejara de castigarse de ese
modo. Pero por el otro lado había entendido perfectamente que estaba
hablando de mí, que me había sacado de un orfanato cuando era
apenas un bebé, que no podía tener hijos y que por eso mismo había
recurrido a una estrategia tan desesperada. Era su gran secreto. Nadie
podía descubrir la verdad. Y mucho menos yo. Así que eché para atrás
caminando de puntillas y volví a mi cama sin hacer ningún ruido.
Un buen día, después de un duro enfrentamiento, mi padre empacó
una maleta, sacó el carro del garaje y se fue. Jamás volvió.
Recordé que, cuando mi madre no estaba, yo abría los cajones de
su clóset y buscaba el látigo hasta dar con él. Mi madre no lo lavaba.
En las púas podían verse los rastros de la última golpiza que ella
misma se había propinado. Y entonces, como una manera de
compartir el pecado con ella, la afrenta que le habíamos hecho a Dios,
me quitaba la camiseta y me golpeaba en la espalda así como había
visto que ella lo hacía. Mi sangre quedaba también en el metal y esa
era mi manera de decirle a Dios que yo era el culpable de todo, el
meollo del problema, la raíz del delito, el hijo maldito.
Mi madre también usaba un cilicio en la pierna izquierda, un
instrumento metálico con púas más pequeñas que se amarraba bien
alrededor del muslo y que le dejaba la piel arañada y con llagas. A
cada paso que daba, el alambre la cortaba y le recordaba su pecado, su
flaqueza, su culpa: yo.
Sentí que el aire me hacía falta. Sin despedirme de los obreros que
continuaban sacando escombros en bultos de cemento y en baldes
metálicos, salí a la calle trastornado y con mareo. Ese encuentro con el
pasado había sido demasiado. No podía más. Estuve a punto de
vomitar y me tocó sentarme en el andén a respirar con calma por unos
segundos. El jefe de obra se me acercó al verme en ese estado:
—¿Le pasó algo? ¿Se encuentra usted bien? —me preguntó
poniéndome una mano en el hombro.
—Sí, estoy bien, gracias —dije controlando las arcadas—. Creo
que me intoxiqué con algo en el almuerzo.
Regresé a mi casa y me recosté el resto de la tarde. Era evidente
que yo había retenido ese pasado doloroso en uno de los rincones
mejor guardados de mi memoria y que durante décadas no había
querido entrar allí. Y, al ingresar ahora, el olor de ese recuerdo
putrefacto me había descompuesto. La ventaja es que ese rincón ya no
podría volver a cerrarse nunca más: el aire había entrado para sanearlo
definitivamente.
Todo me daba vueltas y era muy confuso. No sabía bien cómo era
que se había activado dentro de mí la culpa ni tenía claro para nada el
engranaje de mis pasiones, de mis afectos, ni las consecuencias
devastadoras que más tarde arruinarían de un modo irreparable mi
vida sentimental.
Es cierto que heredamos una vida que nos viene de atrás, y que
por el otro lado hay un aprendizaje como producto de un contacto con
el mundo circundante. Pero existe un tercer costado que cierra el
triángulo y que siempre he considerado como el ángulo fundamental
de toda vida: lo que decidimos ser, lo que elegimos para nosotros y en
lo que depositamos todo nuestro empeño. Pero si no están
solucionados los dos primeros aspectos, es casi seguro que el tercero
nunca arranque o que se atasque en el camino. Mi problema era que
los dos padres físicos se habían quedado extraviados en las tinieblas,
perdidos en la oscuridad. No conocía mi herencia, no sabía qué tipo de
genes me habían sido transmitidos en la larga cadena de la vida.
Esa noche repasé la carta de Alfonso por enésima vez. El
aseguraba que la muerte de su madre no lo había afectado tanto como
la de su abuela. Quizás era cierto, pero no citaba la noche en la que su
tío había cremado el cadáver de su hermana él solo, sin ceremonia
religiosa ni funeraria, como si se tratara de un trámite bancario y no de
una despedida definitiva. Alfonso no pudo asistir al cementerio
porque su tío le dijo que ese espectáculo era engorroso y aburrido.
Recuerdo bien que esa tarde me llamó por teléfono.
—Ven, te necesito urgente —me dijo con una voz de ultratumba.
Forzamos la cerradura del cuarto de su madre y entramos con paso
de ladrones experimentados. El tío estaba cremando el cadáver.
Alfonso quería saber si entre los objetos más personales de su madre
no hallaría un indicio, una carta, algo que le indicara quién era su
padre. Aunque sabía que era producto de una violación, quizás el
agresor sí tenía nombre y rostro reconocibles. Lo único que hallamos
fue una foto que destruyó a Alfonso: estaba su madre embarazada de
seis o siete meses, en el pórtico de la casa, con un camisón y una
sonrisa apacible, mirando hacia la cámara en una tarde soleada. Tal
vez la foto se la había tomado su hermano, Humberto, o alguno de los
huéspedes con los que había hecho amistad por aquella época. Se veía
que la enfermedad le había dado una tregua y le brillaban los ojos con
una luz cristalina cuyos reflejos alcanzaban a extenderse por las
mejillas y sombreaban la barbilla y el cuello. En la parte trasera de la
foto ella había escrito en un momento de ternura maternal: mi bebé y
yo.
Cuando me di la vuelta para decirle a Alfonso que no encontraba
nada y que era mejor salir de ahí antes de que Humberto regresara y
nos pillara como dos hampones de baja estofa, vi a Alfonso llorando
con la foto entre sus manos. La escondió en su cuarto y fue la
constancia de que no siempre su madre lo había detestado, sino que
por el contrario, aunque hubiera sido en un fugaz instante de dulzura
animal, había amado a esa vida que crecía dentro de ella y que la
dignificaba como mujer.
Sin que él lo supiera, yo me preguntaba muy dentro de mí: ¿podía
yo decir lo mismo? ¿Mi madre biológica habría sentido alguna vez la
alegría desmesurada de la maternidad? ¿Me había hablado
acariciándose la barriga, a mí, su bebé que venía en camino? ¿Había
soñado algún nombre para su hijo bienamado: Matías, Armando,
Rodrigo? O, por el contrario, me había detestado desde un principio,
me había odiado y había renegado de esa vida no deseada que le
tocaba llevar dentro de sí. ¿Me había traído al mundo en un hospital,
como mandan las reglas de la decencia? O era yo más bien un feto
maloliente al que habían arrojado a las malas en algún rincón oscuro
donde nadie pudiera ser testigo de la vergüenza.
Eso era lo que Alfonso no sabía: que algo nos unía, que éramos
como dos gemelos malditos a los cuales el destino había castigado con
existencias similares. Nunca le conté mi historia, pero lo consideraba
mi hermano, el único que padecía una vida paralela a la mía.
Al día siguiente, un poco más recuperado, empecé a buscar datos y
rastros de Fanny Restrepo, la mujer con la que se había ido Alfonso
después de la venta de la casa. En el directorio telefónico aparecían
trece mujeres con ese nombre y ese apellido. Como no sabía el
segundo apellido, empecé a llamarlas una por una. Dos estaban ya
muertas, tres eran señoras de edad bien acomodadas, una se había ido
a vivir a Estados Unidos, seis ya no vivían en las casas que estaban
registradas en el directorio, y la última vivía en el sur de la ciudad, en
una casita modesta del barrio Quiroga, cerca de la Calle 40 Sur y dos
cuadras abajo de la Avenida Caracas. Desde el primer momento supe
que era ella. Cuando escuchó el nombre de Alfonso se quedó callada y
un silencio de varios segundos invadió la línea telefónica. No sabía
qué contestar.
—Soy un viejo amigo —le expliqué para calmarla—. El me
escribió, pero no tengo sus datos para contestarle.
—Hace tiempos que no sé nada de él, lo siento —dijo con una
gravedad triste, y colgó.
No fui capaz de volver a llamarla y decidí que lo mejor era copiar
la dirección e ir hasta su casa para intercambiar con ella un par de
palabras. Metí la carta de Alfonso entre la chaqueta, salí del hospital
al final de la jornada y me dirigí en mi carro en busca de esa mujer
enigmática que seguramente había conocido a Alfonso mejor que yo.
Seguí la línea de Transmilenio hasta la Calle 40 Sur y después torcí a
la derecha. Siempre me habían gustado esos callejones peatonales
diminutos del barrio Quiroga por donde caminaban los residentes
tranquilamente sin preocuparse de carros ni semáforos. Di con la
dirección y parqueé el carro en una bahía cercana. Era una casa
esquinera pequeña, de ladrillo y tejas de Eternit, con un jardín de rosas
escuálido a la entrada y una barda de cemento que servía de
protección Se notaba la falta de recursos, pero también el esmero por
sostener la propiedad limpia y bien presentada. En la calle, irnos
colegiales jugaban micro-fútbol entre gritos y risas de camaradería.
Toqué el timbre y me abrió la puerta una mujer joven todavía, de
piel acanelada, cabello negro tinturado y unos ojos oscuros
almendrados.
—¿Sí? —dijo con la misma voz del teléfono.
—Fanny, le ruego que me escuche unos minutos —dije en tono de
súplica—. Soy León Soler, el mismo que la llamó hace poco.
Cualquier dato que usted me dé sobre Alfonso, yo se lo agradeceré
mucho. Por favor…
La mujer me auscultó con desconfianza.
—Por favor… —repetí—. Dejé mi trabajo en el hospital solo para
venir a hablar con usted.
Al fin cedió y tomó aire en un suspiro largo.
—Está bien, siga —dijo en un tono de resignación.
Como lo había imaginado, los muebles eran baratos, los cuadros
de las paredes eran representaciones vulgares de escenas populares
(un vendedor de fruta callejero, un atardecer marítimo en un pueblo
caribeño, un retrato de un campesino de la sabana de Bogotá), no
había lujos ni decoraciones costosas, pero todo estaba muy limpio y
en orden. Recordé una frase de Borges que definía a la perfección lo
que estaba observando: La dignidad de la decencia pobre.
Saqué la carta de Alfonso y se la mostré a Fanny.
—La recibí así, sin remitente y sin datos de él —le expliqué a
manera de justificación.
Fanny la ojeó y asintió.
—Sí, es su letra —dictaminó con seriedad—. Lo que no entiendo
es cómo llegó hasta aquí, quién le habló de mí.
—Fui hasta la antigua casa de Alfonso y el nuevo dueño se
acordaba de usted y de su nombre. La busqué en el directorio
telefónico, descarté otras opciones, hasta que por fin la encontré.
—¿Y qué es lo que quiere?
—Ya le dije. Cualquier cosa que pueda decirme de Alfonso se la
agradecería mucho. No sé por dónde empezar a buscarlo.
—Si él quisiera entrevistarse con usted le hubiera mandado sus
datos —sentenció Fanny con esa dulzura glacial que la caracterizaba.
—No sé, temo que le haya pasado algo o que vaya a cometer
alguna locura —dije mientras buscaba en la carta un párrafo concreto
y leía el apartado en voz alta—: Solo que necesito revisar paso a paso
cada uno de los momentos de mi vida, observarlos con lupa para
precisar los detalles más insignificantes y así poder tomar conciencia
y enfrentar lo que se me va a venir encima, encarar con absoluta
entereza la decisión que he tomado…
—¿Cree que se va a suicidar? —preguntó ella frunciendo el ceño
unos segundos.
—No lo sé. Por eso quiero hablar con él —aseguré guardando la
carta otra vez dentro de la chaqueta.
Fanny miró a través de la ventana y sus ojos negros se perdieron
en un pasado que le disgustaba y que le dolía recordar:
—Yo lo quise mucho, lo quise de verdad… La gente no entendía
por qué me había enamorado de un hombre con problemas físicos…
La gente vive apegada a las apariencias… Yo venía de una historia
terrible y había perdido toda la fe en los hombres… Y de pronto
apareció él, tan gentil, tan decente, tan inteligente, tan cuidadoso en su
trato conmigo… Nos hicimos amigos al principio y después fue
evidente que nos necesitábamos el uno al otro… Pero yo creo que las
habladurías de la gente le hacían más daño a él que a mí… No podía
creer de verdad en mi amor… Dudaba, se atormentaba, sufría… Yo
creo que por eso decidió abandonarme e irse… La gente le decía que
tarde o temprano yo me iría con otro, que lo dejaría en la calle, que lo
estafaría, que solo me interesaba el dinero… Y él terminó por creerles
a ellos, no a mí…
Fanny se limpió un par de lágrimas que le rodaban por las
mejillas.
—Excúseme, no le he ofrecido nada… Dirá que tan maleducada…
¿Quiere una limonada?
—Sí, gracias.
Ella salió y cruzó la sala-comedor hacia la cocina. Afuera se
escuchaba la algarabía de los jóvenes que jugaban el partido de microfútbol.
Tuve la sensación de haber estado en esa misma situación
antes, exactamente en el mismo lugar y a la misma hora, un déjà vu
que mi cerebro activaba de manera extraña e incomprensible. Fanny
regresó con dos grasos de limonada servidos en antiguos frascos de
mermelada.
—Fanny, no quiero convertirme en una visita pesada y
desagradable, pero quiero preguntarle si sabe para dónde se fue
Alfonso, qué rumbo tomó después de que se despidió de usted…
—No, no lo sé… El hablaba mucho del mar, de barcos, de
hombres que le habían dado la vuelta al mundo solos en sus veleros…
Era su tema preferido… Una obsesión… Tal vez esté en un puerto, tal
vez haya comprado un barco…
—¿Y nunca le escribió?
—Jamás… Esta casa me la escrituró él en contra de mi voluntad…
Yo no quería aceptarla precisamente para no confirmar los chismes de
la gente… Pero él se empeñó… Después desapareció para siempre…
Terminé la limonada y puse el frasco sobre una mesita de madera.
—No sabe cuánto le agradezco su amabilidad —le aseguré
mirándola a los ojos—. Lamento haberla importunado de esta manera.
Voy a dejarle el teléfono del hospital y mi celular por si acaso, por si
de pronto él se comunica con usted.
—¿Usted es médico?
—Sí, soy psiquiatra. Fui muy amigo de Alfonso cuando éramos
niños.
Le entregué una tarjeta con mis datos personales, me puse de pie
y, cuando estaba a punto de tenderle la mano para despedirme, un
joven abrió la puerta de la calle y entró agitado y sudando a chorros
por la cara y el cuello.
—Vamos ganando, mamá —dijo mientras cruzaba corriendo hacia
la cocina—. Voy a tomar un poco de limonada.
—Está en la nevera, mi amor —le contestó Fanny en un tono de
voz cariñoso.
El joven bebió de afán y volvió a aparecer en la sala-comedor.
—Es el señor Soler —dijo Fanny presentándome—. Saluda.
—Hola, ¿qué tal? —me dijo el joven levantando su cabeza en un
gesto rápido y casi imperceptible. Luego se dirigió de nuevo a su
madre en un ademán de súplica—. Tengo que irme, vamos ganando.
—Apenas termines, te entras a la casa. No te vayas a quedar por
ahí callejeando —le ordenó Fanny con severidad.
—Sí, señora.
Me quedé inmóvil, pensativo. Ese muchacho, ¿era hijo de
Alfonso? ¿Era el hijo de mi amigo? ¿O ella se había relacionado
después con otro hombre y había decidido armar una familia, la
familia que Alfonso no había tenido el coraje de compartir a su lado?
¿Ese nuevo esposo y padre vivía en la casa que Alfonso le había
regalado? No estaba seguro porque era muy evidente que en el chico
se habían activado los genes maternos. Era idéntico á Fanny, como si
la hubieran copiado en masculino y en un tamaño miniatura. No me
atreví a preguntar, como es apenas obvio. No tenía ningún derecho.
—Gracias, Fanny —dije con una sonrisa fingida—. Estaré
pendiente de cualquier llamada suya.
—Que le vaya bien, León —me respondió ella con mi tarjeta
todavía entre sus manos.
Salí de esa casa atravesado por impresiones contradictorias. ¿Era
en realidad Fanny tan dulce y sincera como aparentaba? ¿O se trataba
de una estrategia bien estudiada que desarmaba a los hombres y
terminaba poniéndolos a todos a sus pies? Su belleza no tenía
discusión. Pero emanaba de ella una pureza extraña, inusual, contra la
cual era imposible rebelarse. ¿Saberse bajo el influjo de esa fuerza
descomunal era lo que tanto había atemorizado a Alfonso? ¿La había
abandonado mi amigo sabiendo que estaba embarazada o, por el
contrario, se había marchado sin saber que iba a ser padre y que un
hijo suyo estaba en camino? ¿O, se había ido precisamente porque ella
estaba embarazada de otro hombre? ¿O ella se había enamorado
después, había quedado embarazada y todavía estaba con ese
individuo viviendo en esa casa que le había cedido su antiguo amigoamante?
Ni idea, cualquiera de las hipótesis podía dar en el blanco. Lo
cierto es que esa mujer había ejercido sobre mí una influencia difícil
de determinar. A las pocas cuadras de ir manejando, ya quería
regresarme con algún pretexto y quedarme a su lado conversando
acerca de cualquier cosa.
Por esos días, recuerdo que la visita a mi antigua casa de la
Calle 43 me afectó sobremanera. Con el transcurso de los años yo
había perdonado a mi madre por ese pasado vergonzante que
compartíamos. La vida la había tratado duro, la había castigado con
enfermedades atroces que la obligaron a tomar pastillas desde la
mañana hasta la noche, la había condenado a estar recluida durante
semanas en clínicas donde su única compañía eran las enfermeras y
dos o tres pacientes vecinos, en fin, una vejez llena de achaques,
enfermedades atroces y exilio espiritual. Y ese ritmo de vida tan
doloroso la había convertido en una mujer que había tenido que
recapacitar, revisarse y aceptar que más de la mitad de su existencia
había sido en realidad un cúmulo de desaciertos. Su sufrimiento había
producido un resultado positivo: tuvo que bajar la cabeza y redujo su
ego hasta el punto de terminar convertida en una anciana tierna que
agradecía cualquier visita, cualquier llamada, cualquier regalo que le
hiciera para la temporada navideña o en el Día de la Madre.
Durante años revisé todos sus papeles en busca de una pista sobre
quiénes eran mis verdaderos padres, cómo se llamaban, qué hacían,
por qué me habían dejado tirado en un orfanato. Quería, necesitaba
saber cuál era ese lugar, quién le había entregado a mi madre de
manera fraudulenta ese bebé desamparado que era yo. Pero jamás
encontré ni un solo documento, ni una carta o una nota que indicaran
dónde se iniciaba mi historia, cuál era mi verdadero origen.
A veces, en el colegio, fantaseaba con que no era el hijo de una
pareja humilde que había decidido abandonarme debido a su pobreza
extrema, sino el hijo de alguna mujer ilustre que, movida por la
vergüenza de un embarazo no deseado, había preferido dejar al bebé
en manos de algunas monjas piadosas que luego se lo habían cedido a
la que se convertiría en mi madre espiritual. Pero enseguida me daba
cuenta de que me estaba pareciendo a esas telenovelas que veía mi
madre en las horas de la noche y dejé de inventar argumentos tan
melodramáticos.
Lo cierto es que jamás hallé una pista y que no fui capaz de
confrontar a mi madre para que me contara la verdad. No quería
aumentar su dolor con un interrogatorio de ese estilo. Al fin y al cabo,
ella me había amado, me había protegido y el vínculo espiritual que
habíamos fundado era más importante que la herencia física. Sin
embargo, saberse abandonado lesiona de manera brutal la autoestima.
Si tus padres se deshicieron de ti es porque eras un estorbo, alguien
molesto, desagradable, no deseado, una carga, un fardo que es mejor
dejar por ahí en una cesta en la puerta de un convento una madrugada
cualquiera.
También había momentos en los cuales me imaginaba escenas
grotescas y desagradables: una drogadicta cualquiera o una prostituta
pariendo en un baño público, escondida, mirando a ver cómo arrojar a
ese bebé por el retrete. ¿Quién me había encontrado? ¿Cómo, en qué
circunstancias? ¿Se acordaba mi madre de mí, tenía momentos en los
cuales le dolía lo que había hecho? ¿Alguna vez había intentado
encontrarme, conocerme?
Mi juventud no fue más que una amargura permanente, una duda,
un sinsabor que yo llevaba bien guardado dentro de mí. No me atrevía
a enfrentar a mi madre y exigirle la verdad: me parecía una escena
muy violenta que la iba a herir, que le iba a infligir aún más dolor y
pena, cuando yo lo que quería era agradecerle su afecto, su bondad y
el modo tan dulce cómo me había adoptado.
Y mi padre, que era la otra persona que hubiera podido desenredar
la madeja, se había desaparecido del mapa en la zona del Caquetá
junto a una mujer de las tribus locales. Seguramente se instaló como
colono, harto de todo, y había muerto en la soledad de la selva junto a
esa compañera que años después se las ingenió para enviarme una
breve nota, quién sabe si de su propio puño y letra, una nota escuálida
en la que me comunicaba que ese hombre (que nunca me había
considerado su hijo de verdad) había muerto debido, a un infarto
fulminante. La nota ni siquiera iba firmada. La habían puesto en la
oficina de correos de Florencia.
Y esa otra arista del enigma también había quedado irresoluta: ¿se
habían separado mis padres por mi culpa? ¿Mi madre había decidido
adoptar a ese niño ajeno de procedencia desconocida, y mi padre, más
pragmático, se había negado a asumir una paternidad que en realidad
no sentía? ¿Quería mi padre hijos biológicos, suyos, quería procrear él
mismo su descendencia y mi madre no podía otorgárselos por el
simple hecho de que era estéril? ¿Era eso lo que había destruido el
matrimonio, el extraño que había llegado a casa, el bebé de nadie al
que mi padre, tal vez a regañadientes, le había finalmente dado el
apellido en un acto de piedad y conmiseración? ¿Por eso mi madre se
pasaba las noches golpeándose, flagelándose, sacándose sangre de su
propio cuerpo? Y un tiempo después, ya mi padre metido de
aventurero en medio de la selva, ¿había decidido tener hijos con su
mujer india? ¿Tenía yo unos medio hermanos espirituales indígenas
en las inmediaciones del Caquetá?
Así me había quedado yo atrapado en el vacío, sin saber quién era,
dónde estaba la gente que me había engendrado, cómo se llamaban,
cómo miraban, si eran alegres y animosos o más bien seres silenciosos
y melancólicos. ¿Qué había heredado de ellos? ¿Qué rasgos de mi
personalidad eran aprendidos y cuáles me habían sido transmitidos
por mis progenitores? Nunca lo supe. Mi historia se había quedado
perdida en medio de un pasado sombrío y siniestro.
Y pensar que todas estas reflexiones las había causado la carta de
mi amigo de infancia, el pequeño Alfonso, el enano contrahecho de la
Calle 42, mi amigo del alma al que yo tanto había querido. Si alguien
podía comprender a Fanny era precisamente yo, pues ambos habíamos
sentido un afecto inmenso por la misma persona.
Ese fin de semana, en mi día libre, hice algo que no pensé a
cabalidad. Fue una idea que me surgió de repente, de manera
inconsciente, y que me pareció magnífica. Paré en una tienda de
mascotas y compré un cachorro dóberman color café. Un cachorro
grande y fuerte. Le pedí al dueño un collar grueso lleno de púas, una
bolsa de comida y dirigí mi carro hacia el barrio Quiroga. Timbré en
la casa de Fanny hacia el mediodía. Ella misma abrió la puerta.
—Siento no haber llamado antes —dije excusándome—. La vez
pasada no te pregunté el nombre de tu hijo.
—Genaro, lleva el nombre de mi padre —dijo ella sonriendo por
primera vez y mostrando una dentadura perfecta.
El muchacho apareció justo en ese instante y descubrió el perro
enseguida.
—Qué lindo —afirmó acercándose a él y acariciándolo en el
cuello—. ¿Cómo se llama?
—La verdad es que es un regalo para ti —le dije a Genaro y
después la miré a ella esperando su aprobación—. Si tú lo permites,
claro. —Sí, mamá, porfa, porfa, di que sí —empezó a suplicar el chico
abrazando al perro con gran entusiasmo.
El animal batía la cola y lamía las manos de Genaro. Recordé las
palabras de Alfonso en su carta: Con el tiempo aprendería una lección
inolvidable: un perro te enseña la transparencia y la lealtad más
absolutas. Si las personas te traicionan, hablan mal a tus espaldas,
intrigan, mienten, te calumnian, un perro jamás. Su comportamiento
es muy superior. Por eso creo que es fundamental, en la educación
sentimental de un niño, la amistad con un perro, porque él le
enseñará las virtudes más nobles de sí mismo.
Fanny no dejaba de sonreír. Llevaba el cabello suelto en una
maraña negra que le caía sobre los hombros. Se veía esplendorosa,
jovial, divertida con la situación, muy distinta de su actitud durante
nuestra primera entrevista.
—Está bien, acepto, pero con una condición —dijo ella hablándole
a su hijo—. Tú te encargas de él. Yo te ayudo a limpiar la casa, nada
más. Le entregué la correa a Genaro, que empezó a gritar y a celebrar, y
la bolsa de comida que había depositado junto a la barda.
—¿Cómo se llama? —repitió Genaro con el perro entre sus
brazos.
—Deimos —aseguré yo sin dudarlo.
—Qué nombre tan raro —dijo él sin prestarle mucha atención.
—El dios Marte tenía dos perros, Deimos y Fobos —empecé a
explicarle—. El perro de la luz y el perro de la oscuridad. Por eso las
dos lunas del planeta Marte se llaman así. Como el perro es café claro,
el nombre le viene perfecto. Pero si quieres se lo puedes cambiar.
—No, se lo dejaré así —aseguró el chico dichoso—. Es un nombre
raro, me gusta.
—Gracias —dijo Fanny sin dejar de sonreír.
Genaro entró a la casa con el collar del perro en una mano y con la
bolsa de comida en la otra.
—Tengo que irme —dije sintiendo una alegría por dentro que me
inundaba de pronto en torrentes de bienestar.
—Claro, lo estará esperando su familia —me dijo Fanny con los
ojos brillantes ligeramente entrecerrados.
—No, no tengo familia —afirmé captando en el aire la agudeza de
la frase—. Soy soltero y no tengo hijos… Voy a revisar las historias
clínicas de mis pacientes… Es mi único día libre…
—Gracias de nuevo, Genaro me había pedido un perro desde hacía
rato, pero yo no tenía plata con qué comprárselo.
—Me alegra que le haya gustado —dije empezando la retirada—.
Nos vemos cualquier día de éstos.
—Sí.
Caminé tres o cuatro pasos y me volteé esperando que ella no se
hubiera entrado todavía. Allí estaba observándome con cierto
desparpajo.
—¿La puedo llamar entre semana? —pregunté sintiendo que las
manos me sudaban.
—Después de las cuatro y media. Trabajo en una fábrica hasta esa
hora —dijo Fanny sonriendo aún más.
Asentí y me despedí con la mano levantada. Cuando llegué al
carro, el corazón me palpitaba a toda velocidad. Abrí la puerta y me
senté al timón.
—Aún estoy vivo, menos mal —me dije en voz alta. CAPÍTULO II
−
EL ENMASCARADO SE HUNDE EN EL FANGO
1.
A comienzos de febrero, en medio de aguaceros torrenciales, me
llamó al hospital mi amiga Emma Joyce, una psicoanalista argentina
de sesenta y cuatro años con quien yo había trabajado en un proyecto
que involucraba a reinsertados de la guerrilla a la vida civil. Un
proyecto por el cual los organismos de inteligencia del Estado nos
habían investigado y revisado nuestras casas, como si fuéramos
delincuentes.
Varios jóvenes habían concertado una marcha en contra del
secuestro y de la violencia ejercida por las FARC, y un mes después
algunas ONG convocaron a marchar también por las víctimas de los
paramilitares, por los desaparecidos, por los desplazados y por las
víctimas de crímenes de Estado. Emma me dijo que nos
encontráramos en la Carrera Séptima con la Calle 39. Los ciudadanos
se volcaron multitudinariamente y se tomaron las calles de Bogotá en
un torrente incontrolable de camisetas blancas y de pancartas que
rechazaban todo tipo de violencia. Emma y yo marchamos juntos
desde el Parque Nacional hasta la Plaza de Bolívar, donde casi no
logramos entrar debido a la congestión.
Mientras caminábamos enredados entre la multitud, hablamos de
cuánto daño le había hecho al país el silencio de la sociedad civil. En
algún momento, saliéndose de repente del cauce de la conversación,
Emma me contó que la Universidad de Buenos Aires le había pedido a
un conferencista que supiera sobre nuevas adicciones, y que ella, sin
consultarme, había sugerido mi nombre. Le respondí que le agradecía
mucho el gesto y que estaría pendiente de cualquier correo electrónico
por parte de la universidad bonaerense.
En las horas de la tarde regresé al hospital y revisé a dos de mis
pacientes que estaban en estado crítico, pasando por un síndrome de
abstinencia severo. Luego llamé a Fanny y le conté anécdotas y
pormenores acerca de la marcha. Durante algunas semanas nos
habíamos visto en plan de buenos amigos y ninguno de los dos había
sido capaz todavía de arriesgarse a ir un paso más allá. Yo sabía que
ella también se sentía atraída por mí, pero cuando estaba a punto de
besarla en la boca o de acercarme para abrazarla y acariciarla, un
pánico incontrolable me detenía y me paralizaba todos los músculos
del cuerpo. Decidí no apresurar nada y respetar el ritmo de nuestro
lento acercamiento.
A las siete de la noche, cuando estaba apagando las luces de mi
oficina, vi el sobre encima del escritorio. Idéntico al anterior, con esa
letra inconfundible que había escrito de nuevo mi nombre y las letras
ESM (en sus manos), solo que esta vez era más irregular, con cierta
dejadez en el trazo. En la parte de arriba, unos murciélagos parecían
salir de las letras hacia arriba. Reconocí enseguida de dónde provenía
la imagen: El sueño de la razón produce monstruos, de Goya.
Supuse que la enfermera jefe me lo había dejado allí. Lo abrí
enseguida y empecé a leer con una ansiedad que hizo que
desapareciera el sitio donde estaba, la hora y el cansancio que sentía
por la agitación del día. Todo desapareció de repente y yo empecé a
existir solo dentro de esas líneas escritas por mi viejo amigo Alfonso
Rivas.
2.
Querido León,
Aquí estoy otra vez, viejo, cumpliéndote la cita prometida.
Espero que mi carta anterior no haya sido un motivo de disgusto,
sino que te haya despertado los deseos de volver a saber de mí.
Aunque por la distancia me es imposible saber qué te ha pasado
y cómo has respondido a mi anterior misiva. No sé si aún
guardas tu mismo carácter de niño, o si por el contrario eres
ahora un adulto distinto, con otras ideas y otra forma de ser. No
sé si me recordaste con cariño o si despotricaste de mí y
arrojaste a la basura mi primera carta. En fin, no me importa lo
que hayas hecho con ella. Al fin y al cabo, creo que estoy
escribiendo más para mí que para ti, más para clarificar mi
propia vida que para contártela a ti. Así que lo mejor será
imaginarme que sigues siendo el León niño, mi amiguito de
entonces, y escribirle a él como si aún fuera mi vecino y
continuara siendo mi cómplice de siempre.
Después de tu trasteo perdimos todo contacto entre nosotros.
El cambio de domicilio fue una distancia definitiva. Yo seguí
estudiando por mi cuenta, pidiéndoles ayuda a los estudiantes de
la pensión para que me explicaran las materias en las cuales me
sentía más débil, hasta que terminé el cuarto año de bachillerato
con un gran esfuerzo. Tenía dieciséis años, había crecido poco y
en cambio una barriga ovalada y colgante empezaba a empeorar
aún más mi aspecto monstruoso. Yo no sé de dónde me salió ese
apéndice inmundo, esa bolsa que se me pronunciaba aún más
cuando me sentaba o cuando me inclinaba para recoger algo del
suelo, pero lo cierto es que aunque luchara por comer poco o por
intentar ejercitar esa parte de mi cuerpo, allí continuaba esa
especie de preñez masculina, como si cargara dentro de mí otro
ser, otro engendro aún más feo y malvado que yo.
El despertar de la sexualidad fue para mí una auténtica
pesadilla. Un individuo de mis características debía ser calmado,
casto, asexuado, neutral, como hecho de aire o de humo. Eso
sería algo acorde con la deformidad. Pero no, como si se tratara
de una condena y dé un castigo aún peor que el primero, resulta
que mi sexualidad fue un estallido volcánico de pasiones
extremas y de deseos desenfrenados. No pude controlar el flujo
hormonal de mi cuerpo. Me empezaron a gustar la mayoría de
las mujeres: las estudiantes de la pensión (las deseaba a todas
sin importar su edad, su talla, su gracia o sus medidas), las
meseras y tenderas de los restaurantes y las cafeterías vecinas,
las transeúntes que pasaban frente a la casa, las actrices y
presentadoras de la televisión, las modelos de las revistas, todas,
era una auténtica pesadilla. Desde la mañana hasta la noche no
hacía sino pensar en mujeres. Me masturbaba desde las primeras
horas del día hasta las once o doce de la noche, cuando me
acostaba a dormir. Podía entrar al baño a lavarme el semen que
manchaba mis calzoncillos y pantalones entre cuatro y cinco
veces al día. Y como si esto hiera poco, en las horas de la noche
tenía sueños eróticos, imágenes de mujeres que me acariciaban y
se me echaban encima en poses insinuantes y groseras, y volvía
a eyacular otra vez, como si fuera una máquina productora de
semen que trabajara aceleradamente y sin control. Fue una
adolescencia solitaria y vergonzosa porque yo sabía que ninguna
mujer se iba a ir a la cama conmigo, que para todas eso sería un
acto grotesco y anti-erótico, casi un gesto pecaminoso e infernal.
Y en consecuencia, en lugar de calmarte, de entender que es así
y que no tienes cómo cambiar esa situación, no, no te resignas.
Sucede lo contrario: deseas más, anhelas más, careces de más.
Viejo, no sabes el sufrimiento que se esconde detrás del
mundo de los feos, los enfermos y los lisiados. Somos criaturas
que vamos generando deseos exponenciales, seres que
multiplican sus apetitos de manera vertiginosa e irracional. Y es
imposible no empezar a detestar a esos jovencitos bien peinados,
saludables y sonrientes que salen a pasear con sus novias
cogidas de la mano o que salen a practicar algún deporte los
domingos en la mañana. Sueñas con asesinarlos a patadas, con
torturarlos hasta hacerlos gritar, con hacerles pagar a ellos todos
tus tormentos, toda tu soledad, toda tu desesperación. El
resentimiento te va carcomiendo a pedazos, te va arruinando tu
bondad y buena disposición, y culpas a los otros de esa
marginalidad que te llena la cabeza de escenas atroces y
despiadadas. Es entonces cuando tu espíritu empieza a tomar la
forma de tu cuerpo, a acoplarse, a amoldarse poco a poco. De
niño no existe una, relación entre la monstruosidad exterior y la
interior. De adolescente sí: tu alma va copiando los repliegues
más recónditos de tu universo celular. Eres lo que pareces.
A los diecisiete años ya era un joven introspectivo, déspota,
arrogante y engreído, que hacía alarde de sus conocimientos
cuando se tropezaba con los demás jóvenes de la pensión
(llevaba más de diez años leyendo y estudiando de domingo a
domingo), que se reía de las comodidades y del confort que
tenían, los inquilinos universitarios de cierto nivel, y que
deambulaba de aquí para allá arrastrando como podía ese cuerpo
jorobado y barrigón que entorpecía cualquier movimiento ágil o
elegante. Desde los quince años, me había inscrito en unos cursos
de validación del bachillerato por televisión (en el canal cultural),
y estaba a punto de recibir mi diploma con unas calificaciones
sobresalientes y salidas de lo normal. Era muy bueno en filosofía,
en literatura y en matemáticas. No tenía un solo amigo, no
compartía con nadie, hablaba muy poco con mi tío y deseaba a
todas las mujeres del mundo con ferocidad.
Una noche, escuché una conversación sin querer. Uno de los
jóvenes de la pensión, haciéndose el simpático, le dijo a una de
las muchachas que dormían cerca de mí habitación:
—Ten cuidado con Cuasimodo esta noche. De pronto te puede
raptar —y estalló en una risita estúpida.
Entendí enseguida que se refería a mí. Cuasimodo. Bien, la
guerra estaba declarada. No permitiría que un filipichín
subnormal e imberbe me faltara al respeto de esa manera.
Esa misma noche, hacia las tres de la madrugada, con un
bastón en la mano que utilizaba en casos de dolores lumbares
que me afectaban hasta las piernas, golpeé a su puerta. Lo hice
con suavidad para que se entusiasmara y pensara que tal vez se
trataba de la chica que estaba cortejando. En efecto, abrió la
puerta con cara de complicidad y mi aspecto iracundo y agresivo
lo dejó paralizado de terror. No lo dejé que se recuperara y le
pegué el primer bastonazo en el estómago. Perdió el aire y, sin
emitir un quejido siquiera, se fue al piso con las manos en el
abdomen. No le di tregua, entré a su habitación y lo molí a palos
a mi antojo. Al final, me senté sobre él y le lancé varios
puñetazos a la cara. Dos dientes rodaron por el suelo. El joven
lloraba, suplicaba en gemidos cortos que casi no se escuchaban,
escupía sangre por el hueco que ahora horadaba su dentadura.
—Cuasimodo su puta madre, cabrón —le dije atravesado de
rabia y rencor—. La próxima vez lo dejo paralítico para que sepa
qué se siente no ser como los otros.
Y me largué chorreando gotas de sudor por todo el cuerpo. No
permitiría jamás que nadie me insultara ni atentara contra mi
dignidad. Soportaría las miradas de curiosidad, los cuchicheos a
mis espaldas, el desprecio, el silencio incómodo, sí, pero no las
ofensas, los atropellos ni la deshonra. Prefería morirme.
Al día siguiente, el joven, con la cara amoratada y tumefacta,
los ojos cerrados, sin dientes delanteros y cojeando de la pierna
derecha, se mudó de la casa sin darle ninguna explicación a mi
tío. No me acusó ante él, no se quejó, no interpuso ninguna
demanda. Solo empacó sus cosas y se fue. Mi vecina de
habitación lo vio en semejante estado y no sabía qué decirle ni
cómo apaciguar su dolor y su vergüenza. Me alcancé a hacer a su
lado justo cuando el carro del trasteo arrancaba y ella intentaba
hacerle un gesto de adiós con la mano a su amiguito.
—Se lo tiene bien merecido —dije con una sonrisa de
superioridad—. Es un fantoche engreído. La próxima vez se lo
pensará dos veces antes de ponerle apodos a la gente.
La muchacha me miró con los ojos muy abiertos, como si
estuviera ante un espanto o un ánima en pena. Yo me di la
vuelta despacio, muy tranquilo y regresé a mi habitación.
Por esta época, me inventé un pasatiempo curioso. A veces,
cuando me sentía muy solo, me subía hasta el Hospital San
Ignacio, hasta el pabellón de quemados, y recorría el lugar
echando un vistazo aquí y allá, entrando a las habitaciones,
conversando con algún paciente que había quedado desfigurado
de por vida. De alguna manera, los sentía como mis compañeros
de desventuras, mis camaradas, un grupo de feos que
conformaban un pelotón de monstruos silenciosos.
¿Qué es la belleza?, me preguntaba una y otra vez. ¿Qué es la
fealdad? No es fácil responder a estas preguntas.
Por aquel entonces descubrí a Boris Cyrulnik, uno de los
primeros teóricos y estudiosos de la residencia. Cyrulnik perdió a
sus padres en un campo de concentración. Desde los seis años no
hizo sino esconderse, huir de los controles policiales,
vagabundear por la Europa arrasada posterior a la guerra y
criarse en instituciones públicas y orfanatos. Gracias al apoyo de
ciertas personas logró terminar el bachillerato y empezar a
estudiar medicina y luego psiquiatría. La tesis central de
Cyrulnik, producto de su propia experiencia y que tú conocerás
mejor que yo, se podría resumir en que por muy fuerte que sea el
sufrimiento padecido en la infancia no necesariamente este
condena al niño a una vida errática, torcida y atormentada No,
no siempre es así. Incluso puede suceder exactamente lo
contrario: que el dolor sea materia útil para ahondar en la
solidaridad, la jovialidad y la grandeza. En su caso, los libros, el
afecto de sus amigos y el rugby lo fueron rescatando lentamente
hasta dejarlo en la otra orilla. Estudió psiquiatría justamente para
intentar comprender el horror que había tenido que vivir desde
niño. En su libro Los patitos feos, en una clara cita del cuento de
Andersen, hace alusión a esos niños maltratados y violentados
que, de un momento a otro, logran extender toda la belleza de su
plumaje y convertirse en cisnes. ¿Cómo sucede eso? Gracias al
pensamiento resiliente, a una fuerza que está escondida en la
profundidad de la mente, gracias a la plasticidad del cerebro. De
todo dolor es posible extraer un renacimiento, detrás de toda
desesperación hay una puerta que conduce a la vitalidad y la
esperanza.
Así que, después de esas lecturas, me preguntaba: ¿seria yo
capaz en el futuro de convertirme en un cisne? ¿Me hundiría en
la abyección o abriría mi plumaje para mostrar el auténtico
material del que estaba hecho por dentro? ¿Era yo también un
patito feo esperando mi oportunidad?
Cuando cumplí los dieciocho años, mi vida dio otro vuelco
significativo. Hasta ese momento, la relación con mi tío no pasaba
de compartir las comidas. Nunca salíamos a un cine, no íbamos a
comer a un restaurante, no caminábamos por la calle. Ni siquiera
conversábamos durante el almuerzo. Éramos dos extraños que se
habían quedado solos en un caserón que envejecía lentamente.
Sin embargo, un acontecimiento cambiaría esa situación y, de
alguna manera, se llevaría a mi tío a la tumba.
Una de las estudiantes que vivía en el costado oriental de la
casa me pidió que, por favor, la ayudara con un trabajo. Estaba
en tercer semestre de Filosofía y Letras y quería escribir un
ensayo sobre Haroldo Conti, el escritor argentino desaparecido
durante la dictadura. Ella me había visto leyendo a la entrada de
la casa una antología de literatura latinoamericana y allí había
justamente un cuento de Conti: La Balada del Álamo Carolina.
Me hizo algunas preguntas y conversamos sobre el relato. Por
eso en la noche yo cumplí la cita y, después de la comida, me
dirigí a su habitación con mi libro bajo el brazo. Ella me recibió
muy amablemente, me ofreció un vaso de gaseosa y empezamos
a hablar sobre una novela de Conti en la que parecía anticipar su
propia desaparición: Mascará el Cazador Americano. La
conversación fue derivando a posiciones cada vez más
personales y tuve la impresión de que ese giro era conveniente
para que ella pudiera ir definiendo el verdadero tema de su
ensayo: qué era la belleza.
—¿Qué te gusta a ti, qué te parece bello? —me preguntó en un
momento dado de la charla.
—Me gustan las aventuras de los hombres en el mar, desde
Ulises en adelante —dije con resolución.
—¿Por qué? ¿Por qué te gustan esos viajeros marítimos que
pasan meses y años lejos de sus casas y de su gente?
—¿Por qué me gustan los aventureros solitarios? Porque el
mar, el ir y venir de las olas cuando navegas, es sinónimo de lo
inconcluso, de lo indeterminado, de lo irresoluto. Me gustan las
descripciones de los navegantes porque tengo la sensación de que
ellos ingresan en una nueva geometría donde las coordenadas
tradicionales son alteradas. Creo que ese cambio exterior tiene un
equivalente interno, en la psique. El mar es impredecible y sus
figuras no son formas delineadas ni compactas.
—No termino de entenderte bien —confesó ella sirviéndome
más gaseosa en mí vaso.
—En algún poema, Neruda nos habla de las nubes y nos dice
que ellas son la bendición secreta de los extranjeros —afirmé con
propiedad, con cierto aire docto—. ¿Extranjeros de qué, de dónde?
Extranjeros de la conciencia, de sí mismos. Los que estamos lejos
siempre, al otro lado, difíciles de atrapar. Los que vivimos en un
laberinto y nunca nos hallamos a nosotros mismos… En un
mundo donde todos sueñan con estabilidad, con un piso seguro y
firme, las nubes nos insinúan otro camino: el de una honesta
inseguridad.
—Bueno, pero tienes que reconocer que hoy en día, en medio
de una ciudad, es difícil tener ese tipo de experiencias. No sé qué
seria equiparable —dijo ella frunciendo el entrecejo, muy
concentrada, escuchándome con atención.
—Creo que no has observado bien. Yo salgo poco, te habrás
dado cuenta, pero cuando lo hago me fijo mucho en la gente. Y
me atraen los vagabundos que a veces llegan a dormir aquí cerca,
al Parque Nacional. Son muchos, van y vienen, duermen en los
bancos o debajo de los árboles en la montaña. Me atrae su
libertad. En una época que te habla de ahorrar, de prepararte un
futuro, de pensiones y cesantías, unos hombres buscan el
máximo grado de inseguridad, la inconformidad absoluta.
Admirable. A su modo, son también aventureros solitarios. Si
hubieran vivido en la antigüedad, quizás se hubieran enrolado en
alguna tripulación y hubieran desaparecido en algún buque para
siempre.
—Eso te lo entiendo desde otro ángulo, quizás porque soy
mujer —y aquí ella se preparó para contrarrestar mi explicación—.
A mí me cuesta trabajo hacer pareja porque los hombres siempre
viven vigilándote, haciéndote preguntas sobre si eres fiel o no, si
te gusta otro, si te acuestas con alguien más. Y yo nunca he
podido desear a una sola persona y no quiero sentir culpa por
eso. Si la fidelidad fuera algo natural, no existiría una vigilancia
extrema sobre el cuerpo de los que amamos. No, lo natural es la
infidelidad. Deseamos lo que no tenemos. El deseo es subrepticio,
sinuoso, experimental, subversivo. En contraposición a la pareja
tradicional, al matrimonio, al concepto de familia, está siempre la
esperanza del deseo, que es irregular. Y vivir bajo estas premisas
no es fácil, y menos si eres mujer. Creo que ya tengo el tema de
mi ensayo…
A estas alturas de la conversación, como te podrás imaginar,
viejo, ya estaba profundamente enamorado. La inteligencia de esa
chica, sumada a su juventud y a un rostro angelical y bien
proporcionado, era un arma de seducción que me tenía
hechizado. Y recuerdo que estaba a punto de volver al ataque
para buscar asombrarla y cautivarla, cuando llegaron hasta
nosotros unos gemidos de placer que venían de la habitación
contigua. Parecía mentira, pero justo cuando ella acababa de
hablar del deseo y de la infidelidad, empezamos a escuchar esos
jadeos que atravesaban la delgada pared de ladrillo y cemento.
Nos reímos procurando no hacer mucho ruido. Y entonces
reconocí una voz masculina que murmuraba palabras ahogadas
en medio de la oscuridad, palabras que no alcanzábamos a
entender: era una voz de hombre adulto, de un hombre mayor: la
voz de Humberto, de mi tío. La sorpresa fue mayúscula.
—¡Es mi tío! —susurró girando el rostro y acercando la oreja a
la pared.
—Claro, ¿no sabías? —me preguntó la joven todavía
sonriéndose, como si la escena le viniera a la perfección para
ilustrar su teoría.
—Pero, espera… —dije intentado recordar quién vivía en esa
habitación—. No puede ser…
—Me sorprende que no lo sepas —aseguró ella sin dejar su
sonrisa sarcástica—. Es la mejor habitación y él nunca paga un
solo centavo.
Él. Claro. Al lado vivía un joven de unos veinte años que
estudiaba Comunicación Social en la Universidad Javeriana, un
chico simpático que siempre había sido amable y deferente
conmigo. Yo no le había puesto atención porque me parecía
demasiado fino y delicado. Pensé que era un niño adinerado y
consentido para el cual nuestra casa seguramente sería poca
cosa. No aguanté y, sin pensarlo, arrastrado por una fuerza
irracional, salí al corredor y agarré la puerta de la habitación
vecina a empilones y a patadas, hasta que la cerradura cedió y
pude abrirla del todo. Sé que no tenía derecho a atropellar la
intimidad de mi tío de una, manera semejante. Y créeme que me
arrepentiría más adelante de haber usurpado así su vida privada.
La Imagen quedaría congelada en mi cerebro para siempre: mi tío
y el muchacho, desnudos, sudorosos, con sus penes erectos y la
respiración entrecortada, me miraban estupefactos, sin saber qué
hacer. MI amiga llegó hasta mí y me arrastró hasta el corredor.
—Ven, ven, sal de aquí —me ordenó la chica sacándome a las
malas.
Yo empecé a correr de regreso a mi cuarto. No quería ver a
nadie ni hablar con nadie. Durante toda la noche repasé la vida
de mi tío y me pareció evidente su homosexualismo. Nunca le
habíamos visto una novia o una amiga y el trato hacia los
muchachos de la casa era mucho más gentil y tolerante que hacia
las mujeres. Yo se lo atribuía a la solidaridad masculina, a una
especie de complicidad entre varones. No, era parte de su opción
sexual, se sentía atraído por ellos y no por ellas. Como siempre,
el paisaje está ahí, frente a nuestros ojos, pero uno se empeña en
verse la suela de los zapatos.
En las semanas siguientes no me dirigí la palabra con
Humberto y cambié mis horarios para no tener que
encontrármelo en las comidas. La empleada me servía dos horas
después de lo establecido o yo mismo bajaba a la cocina, me
calentaba mis alimentos y comía allí mismo, sentado en una
butaca de madera.
Finalmente, mí tío no aguantó la vergüenza (me imagino que
era una doble vida que le venía haciendo daño desde siempre) y
una mañana desapareció de la casa con su joven amante. Se
fugaron juntos y en un sobre sellado me dejó con la empleada
una carta breve y unas escrituras de la casa firmadas por él. Me
decía que su vida había sido un infierno, que tanto mi madre
como mi abuela lo habían perseguido desde niño por esa razón, lo
habían sojuzgado hasta el punto de humillarlo y de reírse de él, y
que incluso la abuela, en un alarde de su ignorancia sin remedio,
había llegado a contratar a un sacerdote para exorcizarlo,
creyendo que se trataba de una posesión demoníaca. En realidad,
aseguraba Humberto, desde joven se había sentido un
delincuente, un tipo enfermo y pecaminoso, y ya no podía más.
Tenía derecho a luchar por su felicidad. Así que se había ido en
pos de esa dicha tanto tiempo anhelada. Tenía ahorros suficientes
y pensaban con su novio poner una empresa juntos en otra
ciudad. Me dejaba las escrituras de la casa firmadas, me daba
instrucciones de cómo tenía que legalizarlas en una notaría y me
deseaba toda la suerte del mundo. Estaba seguro de que la renta
de la casa me daría dinero suficiente para estudiar una carrera.
Terminaba diciendo:
“Siento mucho no darte un abrazo de despedida, pero después
de tu actitud de estas semanas no me atrevo a acercarme a ti. No
olvides que siempre te quise. No fui el mejor tío del mundo, pero
creo que tampoco el peor. Ahora intentemos ser felices cada uno
por caminos diferentes. Te abraza, tu tío Humberto”.
No sabes la tristeza tan grande que me causó esa fuga secreta,
viejo. Es cierto que andaba un poco indignado, pero mi
inteligencia me indicó enseguida la imbecilidad de mis prejuicios.
Imagínate, indignado yo, el enano jorobado que jugaba a ser
machista cuando ni siquiera le había dado un beso a una, mujer,
el monstruo asqueroso al que todo el mundo miraba con
repulsión y que, sin embargo, se daba él mismo el lujo de
segregar a otros… Qué actitud tan ridícula… ¿Es que la sociedad
no me había tratado con suficiente crueldad, con suficiente
injusticia como para sensibilizarme y enseñarme que debía
solidarizarme con aquellos que eran como yo, que estaban al
margen? Lo más normal es que yo hubiera no solo comprendido
a mi tío, sino que me hubiera indignado exactamente por tpdo lo
contrarío: por su soledad, por su aislamiento, por el hecho de
haber tenido que llevar una doble vida, por la desgracia que
implicaba vivir entre seres hipócritas y falaces que perdonaban a
los asesinos y genocidas, pero no a los maricones. Qué mierda,
me había convertido en un censor de esa sociedad que a mí me
escupía en mi propia cara desde niño. Imagínate el absurdo:
ahora era yo el que pisoteaba, el que miraba por encima del
hombro a otros, el que los señalaba con el dedo y los condenaba
a la hoguera o al exilio. ¿Para eso había leído tantos libros, para
comportarme como cualquier beata moralista? Me dio pena de mí
mismo. Pero ni modo, ya el mal estaba hecho y Humberto había
preferido largarse bien lejos que tener que aguantar mi pataleta
machista. Y se había portado como todo un padre, protegiéndome
con un capital y pensando en mis futuros estudios. Yo, en su
lugar, hubiera vendido la casa, me habría largado con mi amante
a vivir en una casa junto al mar y hubiera dejado en la calle al
juez contrahecho y barrigón que se creía muy hombrecito. La
había sacado barata, viejo.
Escrituré la casa a mi nombre, pagué los impuestos
correspondientes, registré los documentos y reuní a todos los
inquilinos para comunicarles que yo era el nuevo dueño y que
esperaba un cumplimiento estricto en los pagos. Y empecé a
hacerme cargo de mi vida a mis escasos dieciocho años de edad.
Acababa de estrenar la cédula de ciudadanía. No fue fácil, por
supuesto. El solo hecho de tener que ir a una corporación
bancaria a abrir una, cuenta, aprender a pagar impuestos,
encargarme de los arreglos ocasionales que demandaba la casa,
hacer mercado y cancelarle su sueldo a la empleada, en fin, todo
ese montaje insulso que implica la vida de adulto me obligó a
salir de la cueva y a relacionarme con un mundo que yo
aborrecía y temía. Y lo hice, aunque a regañadientes y
maldiciendo en las horas de la noche toda mi orfandad.
Los exámenes del Estado que presenté para graduarme, y que
eran obligatorios para aplicar a cualquier universidad, me
consagraron ese año como uno de los diez mejores bachilleres del
país. Mi puntaje fue extraordinario, sobre todo en materias como
filosofía, lenguaje y matemáticas. Ahí estaban los resultados de
mis años de estudio y dedicación. Una empresa nacional que
patrocinaba a estudiantes sobresalientes para después reclutarlos
con buenos sueldos y oportunidades de especializarse en el
extranjero, me ofreció una beca en carreras como arquitectura,
ingenierías, derecho o comercio exterior. Les contesté que les
agradecía mucho su ofrecimiento, pero que yo, en realidad, era
un lisiado autodidacta y que no me sentía capaz a esas alturas de
inscribirme en una universidad ni de asistir a clases
normalmente con otros estudiantes. Ni siquiera se tomaron el
trabajo de responderme. Me importó un cuerno y seguí leyendo y
atento a los pagos de mis inquilinos.
La verdad, viejo, te la voy a contar ahora. Estaba esperando el
momento oportuno para confesarte lo que por entonces me
obsesionaba, y creo que esa explicación debe ir aquí, justo en este
párrafo y en esta página. Como recordarás, yo estaba impedido
para los deportes. La única vez que monté en bicicleta, gracias a
tu buena disposición para enseñarme, terminé en el piso
magullado. E imaginarme a mí con un balón de fútbol o lanzando
la pelota en una cancha de baloncesto es absurdo. Era jorobado,
sí, pero no bruto: le tenía pánico a hacer el ridículo y esa
prudencia me salvó de convertirme en un payaso. Lo más normal
hubiera sido, entonces, que me convirtiera en un religioso, en un
hombre de fe que admirara los valores espirituales y que siguiera
como ídolos a San Francisco de Asís o a San Agustín. La iglesia
hubiera sido un buen refugio para un hombre como yo: sufrir
aquí abajo para ganar el paraíso eterno. Pues no, León, yo desde
muy niño empecé a admirar la épica, los héroes antiguos, la
fortaleza, Esparta, Aquiles, Mío Cid, Magallanes, los generales
aliados durante la Segunda Guerra. Quizás porque era justo lo que
no tenía y lo que la vida me había negado a las malas y sin
consultarme. ¿Te imaginas la escena? El jorobado a altas horas
de la noche, muy concentrado en sus libros de guerras y
aventuras, soñando con que galopa por las montañas europeas o
que navega en pos de continentes desconocidos. Una escena
penosa, pero cierta.
Por otro episodio que escribí en esta misma carta (la
conversación con mi vecina que estudiaba filosofía), te habrás
dado cuenta de que lo que más ha ejercido influencia sobre mí ha
sido el mar. Desde Ulises en adelante, mis héroes preferidos han
sido los navegantes de toda estirpe, pilotos, capitanes,
conquistadores, piratas. Quizás porque estar en el mar significa
estar lejos de los otros hombres y de sus leyes de tierra, he
creído ver en los viajes marítimos una liberación, una manera de
dejar atrás todo yugo y de despojarme al fin de esa vigilancia
permanente que los ojos de los otros ejercen sobre mi figura
desproporcionada y antinatural.
Entre la cantidad de relatos marineros que leí a lo largo de mi
niñez y mi juventud, hubo uno muy especial que me cambió la
vida y que llegó a mí justo en el momento en que lo necesitaba,
pues acababa de irse Humberto y yo debía hacerme cargo de mi
vida por primera vez, es decir, dejaba atrás la adolescencia y me
convertía en un adulto, en un hombre de verdad. Me llegó de una
forma casual: lo descubrí en una repisa de madera que tenía la
chica que estudiaba filosofía, lo hojeé unos segundos y se lo pedí
prestado con la promesa de regresárselo apenas terminara.
—A ti te va a gustar seguro —dijo ella sin ponerme mucha
atención—. A mí me aburrió y lo dejé como en la mitad.
Se llamaba Los Cuarenta Bramadores y estaba escrito por un
marino argentino que había navegado en su pequeño velero a
mediados del siglo XX: Vito Dumas. Lo sorprendente del caso es
que Dumas le había dado la vuelta al mundo solo, sin ayuda, en
1942, justo en plena Segunda Guerra Mundial, cuando todos los
océanos estaban infestados de barcos de guerra. Era la historia
de un hombre cualquiera, de un hombre común que, sin embargo,
se había propuesto algo impresionante: navegar alrededor del
globo en solitario. Desde las primeras páginas quedé atrapado y
no pude soltar el libro.
Dumas confiesa que desde niño se sintió atraído por el mar
porque en ese espacio inconmensurable se experimenta una de
las sensaciones más aleccionadoras para cualquier hombre: la
pequeñez, la fragilidad, la nimiedad de toda existencia. Recuerdo
haber leído ese párrafo mil veces. ¿No era esa, acaso, la
sensación que había definido mi vida desde un comienzo? ¿Qué
era yo sino eso, justamente: una conciencia lúcida de la
vulnerabilidad más absoluta? ¿No vivía yo en ese estado día a
día, semanas tras semana, mes tras mes, año tras año?
Dumas bautiza a su barco Lehg II. El nombre aparece en
antiguos relatos escandinavos, pero él decide que es una sigla
cuyo significado lo entusiasma: Lucha, Entereza, Hombría,
Grandeza ¿Por qué, por qué decide navegar bajo esas palabras,
bajo ese oráculo secreto? Porque desde niño Dumas tuvo que
cumplir con los oficios más degradantes: barrer y trapear pisos,
hacer mandados, limpiar las fachadas de los almacenes… Eso
generó en sus compañeros de escuela la burla, el sarcasmo,
ciertos insultos que buscaban humillarlo. Él explica que, sin
embargo, una fuerza extraña que había en su interior lo defendía
contra toda herida que viniera del mundo de afuera:
“Experimentaba algo íntimo muy complejo, algo así como la
vergüenza de saber que mi miseria trascendía al público. Solo que
en mí ya tenía una especie de exuberancia que, saliendo de su
cauce, rompía lo reducido de la comprensión general. Esa
condición, llamémosle optimismo si cabe, hizo que las heridas que
recibí en la vida nunca, dejaran huellas en mi interior”.
Imagínate, viejito, lo que esas palabras significaban para mi. Si
alguien sabía lo que era el escarnio público y la humillación, ese
era precisamente yo. No obstante, la regla interior de Dumas, la
actitud que gobierna el resto de sus actos, no es el resentimiento
ni la amargura, sino todo lo contrario: la lucha, la entereza, la
hombría y el anhelo profundo de buscar la grandeza, pase lo Que
pase y a cualquier precio. Recuerdo que al leer estas primeras
páginas tuve que parar, tomar aire y caminar unos pasos por mi
habitación para poder calmarme. Tanta era mi agitación.
Para poder partir, tiene que arreglar primero lo de los víveres,
el agua y algunos medicamentos. Un tendero vecino suyo decide
ayudarlo y le empaca en una caja grande algunos enlatados,
galletas marineras, garrafas de agua. Es una ayuda rara, una
especie de fe ciega por parte de un hombre que Dumas apenas
conoce, una solidaridad nacida de un espíritu generoso que no
espera nada a cambio. Dumas no olvidará nunca ese gesto.
El Lehg II parte de Montevideo y se lanza a cruzar el Atlántico
hacia África. Es una época de tormentas y monzones que atacan
la nave desde los primeros días. Cuando está a punto de navegar
por los 40º de latitud sur, aparecen Los Cuarenta Bramadores o
Los Cuarenta Rugientes, unos vientos despiadados que llegan
acompañados de nubes bajas, olas descomunales, granizo y un
sonido ensordecedor que recuerda el ruido de una sierra
cortando madera. Dumas está fuera de forma, no ha entrenado ni
se ha preparado para el viaje, y sospecha que no va a lograrlo y
que su pequeña embarcación naufragará. Para empeorar aún
más su situación, sufre un accidente y se lesiona en el brazo, que
con el paso de los días empieza a infectarse y termina convertido
en una masa que hiede y supura todo el tiempo. Dumas se
recuesta en un rincón de su barco y sabe que si la infección no se
detiene tendrá que amputárselo. Una noche duerme con un hacha
bajo la almohada. Ora, se encomienda, suplica desde el fondo de
su embarcación, que se bambolea al ritmo frenético de la
tormenta. Al día siguiente, milagrosamente, la infección cede y
Dumas deja el hacha a un lado. Así, enfermo y maltrecho, logra
llegar a Ciudad del Cabo y hacer la primera parada. El Atlántico
ha sido vencido.
Descansa unos días y continúa hacia el sur. Cruza el Cabo de
Buena Esperanza y se enrumba hacia Nueva Zelanda por el
Océano índico, lo que llaman los marinos “la ruta imposible”.
Navega a todo trapo, exigiendo su barco al máximo. Lleva días de
soledad, de silencio, de concentración monacal. Y de pronto, del
fondo de una lata de galletas, surge un papelito escrito con unas
líneas temblorosas: “Le deseo un feliz viaje. Su amigo: Inocencio.
22 de junio de 1942". Es el tendero, que decidió dejar allí una
misiva para que lo acompañe en medio del viaje. Dumas se
conmueve hasta las lágrimas. Para no dar rienda suelta a su
emoción, se pone a fregar el piso del Lehg II. Unos días más
tarde, descubrirá una mosca revoloteando en el interior del
barco. Una mosca en alta mar… Es su única compañía. Hace
amistad con ella, la deja comer, le permite que se pose a veces
sobre su mano.
No tengo que recordarte aquí mí carta anterior, viejo, y la
forma como, antes de hacer amistad contigo, hice amistad con
insectos, los únicos seres vivos que me salvaron de morir.
Cuando leí este aparte del viaje de Dumas, tuve la impresión de
que solo yo podía comprender de verdad y a fondo la soledad
gigantesca e inenarrable de este hombre en medio de los océanos
por los cuales navegaba en busca de un sueño. ¿Quién más se ha
sentido así de solo, así de exiliado, hasta el punto de tener que
relacionarse con moscas? Nadie, Dumas y yo: solo los hombres
que navegan solos y los monstruos que buscamos apartarnos de
las miradas ajenas que nos envilecen y nos degradan.
Cuando está atravesando los 120º de longitud este, en los
antípodas de su hogar, como lo dice él mismo, Dumas siente que
todo a su alrededor está muerto, el paisaje, el barco, él mismo, el
mundo en general. Es la locura de la soledad, que empieza a
hacer mella en él y que lo arrastra a los abismos más
insondables de una mente que desvaría. Hace esfuerzos por
controlar su cabeza y por encontrar de nuevo el equilibrio
psicológico que le permita seguir adelante. Al fin, y luego de
haber luchado contra olas de diez y doce metros de altura,
agotado de tanto silencio, con el cuerpo hecho pedazos, Dumas y
el Lehg II llegan a Nueva Zelanda y vencen el Océano índico. Te
voy a transcribir las propias palabras de Dumas para que
entiendas bien de qué te estoy hablando:
“Se había cumplido una parte importante de la ‘ruta
imposible’. Por primera vez en el mundo y en la historia, un
hombre solo había realizado el sobrehumano esfuerzo de recorrer
la astronómica distancia de siete mil cuatrocientas millas que
separan Sudáfrica de Nueva Zelanda. Y la primera vez también
que un hombre solo había podido resistir la soledad de ciento
cuatro días en alta mar, soledad plagada de contratiempos, de
peligros, de luchas, de ansiedades, de desesperanzas, que eran
suplantadas por renovadas esperanzas. Este pobre corazón mío,
¿cómo pudo haberse sobrepuesto a tanta amargura, a tanto
espanto, si es de la misma constitución que el de esa gente
tranquila, normal y común que ahora me rodea? ¿Cómo puede el
cerebro desviarse de la locura y mantener el equilibrio necesario
para poder razonar, para serle factible tomar distancias, efectuar
cálculos, concebir planes, en ese infierno que nunca más en mi
vida volveré a cruzar? Sí, ¡porque nunca más! Nadie podrá
pedirme eso otra vez. Nadie, nadie. No volveré jamás. Ni el
tiempo será capaz de hacerme olvidar lo sufrido. No lo olvidaré
nunca. Nadie podrá solicitarme otro esfuerzo semejante. Y al
mirar por última vez lo que quedaba allá en popa, al trasponer la
línea imaginaria entre el mar de Tasmania y ese Índico, una
especie de escalofrío invadió todo mi ser”.
Dumas toma aire en Nueva Zelanda, descansa y, apenas siente
que las fuerzas regresan a su cuerpo, se lanza en pos de
Valparaíso, su siguiente parada en América. Esa travesía está
llena también de peligros, de aguaceros torrenciales y de vientos
caóticos que mecen el oleaje en ritmos impredecibles, de ballenas
que navegan muy cerca de su embarcación y la rozan al punto de
hacerla naufragar. Dumas aguanta. En los ratos de descanso,
cuando hace sol y todo marcha con tranquilidad, se dedica a leer.
Es increíble esa imagen: un tipo solo sobre la cubierta de un
pequeño barco, lejos de todo contacto con lo humano, barbado,
despeinado, sin bañar, sentado en la proa con un libro en la
mano. Ese gesto es el único cordón umbilical que lo mantiene
unido a su especie. Hasta que al fin logra llegar a Chile. La foto de
Dumas entrando al puerto, que ocupaba una página entera del
libro, era extraordinaria: tenía su vestido de marinero hecho
pedazos, con jirones colgándole a ambos lados, la pipa en la boca,
los ojos mirando hacia el horizonte y la mano en la cintura.
Parecía un indigente callejero, un vagabundo miserable, y, sin
embargo, en la actitud de su cuerpo había una seguridad extraña,
una especie de certeza de su propia fortaleza tanto exterior como
interior.
La última parte del camino era la peor, la más dura por las
trampas de los oleajes submarinos y los vientos traicioneros: el
temido Cabo de Hornos, donde tantos barcos de tantas banderas
distintas a lo largo de los siglos han naufragado, el cementerio
marino de América. Dumas se lanza en pos de la muerte, pues
sabe que cualquier error lo pagará con su propio pellejo. Se
concentra al máximo, revisa sus velas una y otra vez, procura
comer un poco mejor para aguantar el cansancio y los calambres,
pasa noches enteras sin dormir, atento al timón, hasta que por
fin logra dar la vuelta y regresar a su patria.
Ha pasado más de un año y siente dentro de sí que el que
conduce la nave a puerto seguro, obviamente, ya no es el mismo
hombre del comienzo. El viaje ha operado dentro de él un cambio
sustancial: se siente ahora más cerca de los otros, más unido a
ellos, parte integral de la humanidad. Los periodistas y los
fotógrafos lo buscan en el muelle para entrevistarlo y retratarlo.
Hay una muchedumbre esperándolo y cuando lo ven gritan su
nombre y lo vitorean. Una banda del ayuntamiento toca
fanfarrias para homenajearlo. Dumas no habla con nadie cuando
desciende, rehúye a los reporteros y sus ojos buscan a un único
hombre. Al fin lo descubre entre la multitud. Se acerca a él y se
inclina hasta casi ponerse de rodillas. Es Inocencio, el tendero, el
único hombre que había creído en él desde un principio, el
hombre que le entregó los víveres y que le dejó una nota
amistosa en un tarro de galletas.
—Por favor levántese, usted es un héroe —murmura Inocencio
sintiéndose incómodo con la situación.
Y Dumas murmura en voz baja frente a él una plegaria final:
“Dios mío, prodiga esta paz y guía a los puertos del mundo a
todos los marinos que navegan como huérfanos en la inmensidad
de los mares”.
Viejo, no sabes el impacto que causó en mí esta historia. Sabes
bien que la Segunda Guerra es considerada el fin de un gran
sueño, el sueño de la modernidad política, de la igualdad, de la
democracia auténtica, de cómo la ciencia nos iba a otorgar, por
fin, un mundo mejor. Y todo ese proyecto se estrella contra los
bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, y contra los campos de
concentración nazis. Una derrota, un fracaso, un hundimiento. Y
sin embargo, al sur del continente americano, un hombre solo
decide rescatar lo mejor que hay en nosotros mismos, los valores
que nos hicieron superar otros momentos de la historia
igualmente críticos. Mientras unos individuos preparan la
hecatombe atómica y otros hacen planes para exterminar a seres
humanos a gran escala, este marino argentino le da la vuelta al
globo en su pequeña embarcación para demostrar que no todo
está perdido, que aún es posible creer en la humanidad y que en
nuestro fuero interno aún somos capaces de grandes hazañas.
Como los héroes de mis historietas infantiles o como Jesús, la
aventura de Vito Dumas cumple con un objetivo único: salvar el
mundo, salvarlo de la maldad y la crueldad y el horror y la
insensibilidad y la barbarie que habitan en nosotros. Nada más ni
nada menos.
No tengo que recordarte a ti, viejo, que creciste conmigo, que
Batman aparece justo en 1939, el año en que comienza la
Segunda Guerra Mundial. Es contemporáneo de Dumas, es la
misma generación. En 1942, mientras el argentino se enfrenta a
los mares del mundo, en la historieta surge Dos Caras, el villano
más trágico de todos, Inspirado en la novela de Stevenson, El
extraño caso del Doctor Jekyll y Mister Hyde. De hecho, Dos
Caras suele leer este libro y aparece en los dibujos con él en la
mano. ¿Era una alusión a ese Mister Hyde alemán que se había
apoderado del mundo a las malas? ¿No tenemos todos que elegir
en algún momento de nuestras vidas cuál será nuestro rostro
definitivo, el que triunfe, el que se imponga sobre el otro?
Durante semanas me la pasé con el libro de Dumas en la
mano, dando vueltas por el caserón de un lado para otro,
releyendo apartes, tomando notas, repasando una y otra vez los
episodios en los cuales había estado su protagonista a punto de
morir. Lo que me sorprendía era que a veces la humanidad
depende de una persona, de lo que esa persona haga consigo
misma, de cómo se comporte frente a la adversidad. No era
gratuito que, al llegar, otro marino le hubiera escrito a Dumas
unas pequeñas líneas en las que le decía frases como estas:
“La alegría que aquí experimentamos todos es inmensa. En la
imposibilidad de seguirte para sobrellevar contigo esa lucha que
hemos sentido con enorme intensidad aquí, comprende que tu
triunfo no es solo tuyo, pues nos pertenece en parte”.
Qué palabras tan precisas. Dumas debió sentirse muy contento
al leerlas, pues eran la confirmación de que su odisea había sido
comprendida en su verdadera dimensión.
Lo que me avergüenza ahora es lo que siguió. Yo, en lugar de
conducir mi vida hacia donde mis lecturas me indicaban, lo que
hice fue exactamente lo contrario: me arrastré por el fango de mi
propia miseria y chapoteé como un cerdo entre la inmundicia de
mis bajas pasiones. Me da pena contarte lo que sigue, viejo, pero,
si quiero ser honesto de verdad, debo hacerlo para que entiendas
el proceso completo.
Como Batman cuando ingresa al asilo Arkham para enfrentar
a sus propios demonios en medio de una atmósfera enrarecida y
agobiante, así tuve yo también que descender al infierno que se
escondía muy dentro de mí mismo.
No me convertí en ningún héroe, todo lo contrario, empecé el
camino de la sordidez y la degradación. Una cosa es lo que uno
desea para sí mismo y otra muy distinta lo que uno es. Y, entre
la realidad y el deseo, la brecha que los separa se llama infierno.
Como te confesé unos párrafos atrás, yo era virgen y me
consumía en alucinaciones eróticas y en sueños concupiscentes y
lujuriosos desde que me levantaba hasta la noche, cuando ya
metido en mi cama, cumplía mi última masturbación para poder
poner mi cabeza en la almohada y descansar. Un día me dije que
ya estaba harto de esa situación tan penosa. Si era posible pagar
para conseguir algo de placer, pues lo que debía hacer era
acercarme a la zona de tolerancia, buscar una profesional y
contratarla para que entrara en algún motel y me enseñara la
fórmula para salir de mí mismo. Sabía que mi figura sería motivo
de risas y de burlas para las cuales debía ir preparado. Pero
tarde o temprano alguna de ellas aceptaría mi dinero y me
rescataría de ese onanismo destructivo. Debo aclararte antes que
las rentas de la casa me dejaban un dinero mensual extra, una
buena suma que no sabía en qué gastar. Como nunca había
manejado dinero, me descontrolé y no supe qué hacer la primera
vez que tuve unos billetes libres. Mi atuendo seguía siendo
modesto y mi austeridad provenía, quizás, de una baja
autoestima: no creía que yo valiera gran cosa y entonces no
gastaba un peso en mí. Eso me permitió recorrer la zona de
tolerancia tranquilo, con un buen fajo de billetes entre el bolsillo,
listo para atacar apenas me dieran una oportunidad, como un
cazador al acecho buscando su presa en la mitad de una jungla
de mujeres con minifaldas, pantalones ajustados, tacones y blusas
escotadas.
Lo primero que hice fue deambular de una calle a otra,
caminar, mirar, arrastrar mi joroba de esquina en esquina hasta
detectar aquellas mujeres que me gustaban, que por un aspecto u
otro (los ojos, las caderas, los senos) me atraían sobremanera.
Pero no me atreví a hablarles. El miedo a ser rechazado me
intimidaba y prefería seguir derecho y fingir que estaba de paso,
que era un jorobado cualquiera en un día de trabajo normal. Las
mujeres se acostumbraron a verme, de vez en cuando me hacían
algún gesto para que me acercara, pero no me dirigieron la
palabra ni se atrevieron a interpelarme para invitarme a entrar
con ellas en las residencias donde se ubicaban. Eso me fue dando
confianza y decidí jugarme una segunda carta.
El siguiente paso fue entrar a los negocios donde las muyeres
rondaban de un lado para otro, hacían shows de striptease y
esperaban a que los clientes las llamaran para concretar con ellos
la negociación. Esa fue mi perdición. Para estar allí era necesario
consumir alcohol y yo no estaba acostumbrado. Nunca había
bebido, ni siquiera cerveza. Y desde el primer momento me
encantó. Fingí que sabía del asunto, que era un hombre de
mundo, y empecé a beber cócteles, después ron, whisky, vodka,
ginebra, lo que hubiera. Me volví alcohólico desde el primer trago.
Los efectos en mi mente eran maravillosos. Poco a poco dejaba
de ser el enano inmundo y repulsivo que los espejos me
mostraban, para convertirme en un joven apuesto y de buen
ánimo que estaba listo para coquetear con la primera chica que
se le acercara. El mundo no era tan desastroso como yo lo había
percibido y de repente la botella que tenía al frente me enseñaba
a tomarme menos en serio, a descubrir otros ángulos en la
realidad, a percibir a los otros y a mí mismo con una cierta dosis
de humor. Sí era posible que el sapo se convirtiera en príncipe.
Todo consistía en media botella de ron o de vodka, y ya está, el
cuento infantil daba la vuelta y me mostraba el reverso que yo
jamás había vislumbrado.
Mi primera mujer fue una rubia de Palmira, Claudia, de ojos
verdes y un cuerpo voluptuoso y firme que me condujo al centro
del paraíso. Me trató con deferencia, con cierta cortesía pasada
de moda, y me confesó que mi inteligencia la sorprendía mucho.
Yo dije que era diseñador de barcos para regatas, que me
encantaba navegar pese a mis incapacidades físicas, y que me
pagaban bien por mi trabajo. No sé si lo sabes por experiencia
propia o no, pero en un burdel no puedes decir la verdad: que
eres un hombre retraído y solitario, que la vida te importa muy
poco, que lo único que en realidad disfrutas es la lectura y que
sientes que estar en este mundo es un error, un desperfecto que
no has sido capaz de corregir metiéndote una bala en la cabeza o
cortándote las venas cualquier noche antes de dormir. Si dices
eso, estás perdido y las mujeres empezarán a eludirte y a mirarte
con cierto desdén. No, tienes que inventarte un personaje y jugar
un rol distinto donde condimentas tu vida con ciertas especias
que a las mujeres siempre les encantan: dinero, respetabilidad,
educación, buen gusto, humor, y, si puedes inventarte un poco de
éxito, la receta funcionará a la perfección. Así que afirmé desde
un principio que era diseñador de veleros y catamaranes para
regatas internacionales que se llevaban a cabo en Cartagena y en
otras ciudades del Caribe, que me pagaban muy bien por ello, que
vivía solo en una casa de Chapinero y que me encantaba la
rumba y la diversión. Obviamente ese hombre solo existía dentro
de las botellas que me bebía en minutos, como si fueran agua,
pero, de alguna manera secreta, ese también era yo, o mejor,
empezaba a ser yo.
La primera vez que me acosté con Claudia en una de las
habitaciones del burdel que frecuentaba por aquel entonces, una
inmensa alegría recorrió cada partícula de mi cuerpo, cada célula,
cada centímetro de mi piel que había tenido un contacto mágico
con ella. Fue muy dulce conmigo, casi maternal, y me acarició los
hombros y los brazos mientras yo me hundía en su cuerpo como
si fuera una piscina de agua caliente que lavara todos mis
pecados. Ella misma me puso el condón con una delicadeza que
me hizo imaginar que éramos novios o esposos y que llevábamos
años cumpliendo el mismo ritual. Después de eyacular en
espasmos intermitentes, no pude evitar una conmoción que me
obligó a refugiarme en el baño.
—¿Estás bien? —preguntó ella desde la cama.
—Sí, perfecto, es que quiero lavarme un poco —mentí apoyado
en el lavamanos.
Era una estratagema para estar solo unos pocos minutos. La
verdad es que estaba llorando. La imagen que el espejo me
regresaba era la misma que yo detestaba: un individuo inclinado,
barrigón, con un cabello ralo que ya permitía anticipar una
calvicie prematura, bajito, débil, monstruoso. Y sin embargo, por
dentro, una felicidad enorme me acababa de inundar ese cuerpo
que yo detestaba desde niño. No sabía cómo agradecerle a esa
mujer y a la vida en general tanta generosidad, tanta plenitud
que, seguramente, yo no merecía. Me enjuagué la cara en el
lavamanos para que no se me notaran las lágrimas, me acerqué a
Claudia y le di un beso en la mejilla.
—Gracias —dije con una sonrisa—. Gracias, de verdad. No tenías
por qué ser tan cariñosa conmigo.
—Me caes bien —dijo ella con desparpajo y todavía desnuda
sobre la cama.
Me vestí con rapidez para ocultar esas formas groseras que
tanto me avergonzaban, saqué el doble de lo que le había pagado
inicialmente a Claudia, y se lo entregué sin pensarlo dos veces:
—Sé que con esto no alcanzo a pagarte lo que hiciste por mí —
le dije invadido por una gratitud que no sabía cómo expresarle.
—Gracias —dijo ella enternecida—. Eres una persona muy
decente.
A partir de ese día, otro vicio se sumó al primero: el sexo. No
supe cómo detener esa máquina insaciable que siempre pedía
más y más. Durante unas semanas, mi única amante fue Claudia.
Solo con ella adquiría la confianza suficiente en mí mismo como
para irme a la cama. Pero después, en la medida en que
empezaron a reconocerme y a saludarme, las otras mujeres se
me convirtieron en una obsesión. Sabían que yo tenía algo de
dinero, que no era un hombre brusco ni vulgar, que tenía buen
humor y que las trataba con respeto e incluso afecto. Eso me creó
una buena reputación de cliente inofensivo, generoso y simpático,
que en el fondo es lo que más valoran las mujeres que trabajan
en estos negocios. Entré con una y con la otra, aquí aprendía la
ternura, allá la agresividad y la pasión desenfrenada. Cada una
de ellas me enseñaba algo y me mostraba la riqueza infinita de
mis sentidos. Y el alcohol, compañero sin igual, me iba
conduciendo por los caminos prohibidos en los cuales suelen
perderse aquellos que exploran las zonas más tenebrosas de la
condición humana.
Los arriendos iban bien. Amplié una parte del primer piso y la
convertí en un aparta-estudio, alquilé el apartamento de mi tío en
el segundo piso y el antiguo garaje donde Humberto solía armar y
desarmar su Renault 6 lo transformé en una habitación más con
puerta independiente a la calle. La casa marchaba bien, el que iba
mal era el dueño.
En un principio solía visitar la zona de tolerancia solo dos días
a la semana: el jueves y el viernes. El fin de semana descansaba
de las borracheras y de las noches de sexo ininterrumpido. Pero
el cuerpo me pedía más y mis finanzas me alcanzaban para
correr aún ciertos riesgos que me otorgaran esa dicha que
buscaba afanosamente. Sumé el sábado también. Eso significaba
que, desde el jueves en las horas de la tarde hasta el Domingo en
la mañana, yo estaba de juerga, bebiendo como un cosaco y
durmiendo apenas tres o cuatro horas por noche, acostándome
con cinco o seis mujeres durante los tres días, comiendo lo justo
para recuperar energías y bailando y divirtiéndome sin pensar
en nada más que en ese presente fascinante al que me habían
inducido mis leales compañeras: las botellas de alcohol, amigas
inseparables que llegaban y se desocupaban en medio de risas,
besos y caricias que iban y venían por debajo de la mesa. Yo era
el rey, el mejor, el más bello, el único. Ahora el mundo me
encantaba y no pensaba abandonarlo sin sacarle hasta la última
gota de sustancia.
Una noche estaba con Gladys, una morena de formas
torneadas y perfectas, rumbera y graciosa, con la que ya
habíamos terminado en la cama en más de una ocasión.
—Creo que tú todavía no has entrado en el paraíso, Alfonso —
me dijo ella con una sonrisa traviesa—. Ya es hora de que abras
esa puerta.
Pensé que se refería a ella, a su cuerpo, y que me estaba
ofreciendo una noche de pasión distinta, más íntima, más
apasionada.
—Estoy dispuesto a lo que quieras —le dije aceptando el reto.
—Espérame, no te vas a arrepentir —me advirtió ella y salió
unos minutos del burdel sin aclararme nada más.
Pensé que era una broma más producto de los tragos y la
fiesta. Gladys llegó diez minutos después, me hizo una seña de
que nos subiéramos a las habitaciones, yo agarré la botella y los
dos vasos y la seguí hasta el segundo piso. Pagué una suite
especial con jacuzzi para acentuar la sensación de placer que me
esperaba, le pagué a ella la tarifa establecida y entonces Gladys
me aclaró:
—Me debes todavía la boleta al paraíso.
Me quedé inmóvil, sin entender la alusión. Ella sacó un
cigarrillo delgado, un porro bien armado, y me lo mostró con cara
de niña juguetona.
—Son cinco mil más —me dijo ladeando la cabeza—. Es barato
para lo que te espera.
Le entregué un billete de cinco mil y caminamos por el
corredor hacia la habitación. Llenamos el jacuzzi, ella apagó las
luces, encendió unas velas y nos terminamos de beber la botella.
Luego nos fumamos el cigarrillo de marihuana y nos metimos
desnudos en el jacuzzi. La cabeza ubicó enseguida mi cuerpo en
otra dimensión: los colores se agudizaron, el agua se tiñó de un
tono violeta, Gladys adquirió la expresión de un hada madrina y
yo estaba en el lugar correcto y en el instante correcto.
—¿Qué sientes? —me preguntó ella masajeándome la espalda.
—Soy Pulgarcito entrando al país de las maravillas.
Estallamos en una risa conjunta y no paramos de reímos
durante varios minutos. Qué bien se sentía… El alcohol no era
más que el preámbulo, la antesala del verdadero palacio… El
sapo se transformaba en príncipe, pero no bastaba, no era
suficiente… Había que llegar a rey, tomar posesión del palacio y
asumir el mando de todos los dominios… Y después salir a correr
por los jardines, bañarse en las fuentes, acostarse con todas las
mucamas y con las demás princesas de los reinos vecinos,
cabalgar a pelo de una frontera a otra, comer y saciarse como un
salvaje, derrochar las riquezas y acostarse en la hierba a ver las
estrellas por la noche… Y fumarse esa misma hierba, fumársela
toda… Eso era lo más importante, la clave del cuento en el que
acababa de ingresar sin consentimiento del autor… Que no se me
fuera a olvidar…
Fue un viaje extraordinario. Esa noche el sexo con Gladys
adquirió connotaciones casi místicas. Por un momento, mientras
yo subía y bajaba sobre su cuerpo, creí que se trataba de un
ángel y le dije:
—Dios te envió para salvarme. Dile que te corté las alas y que
no quiero que regreses al cielo.
Me quedé dormido dando gracias en oraciones que solo yo
comprendía, rezos absurdos en los cuales daba gracias por haber
encontrado la puerta que permitía salir del infierno e ingresar en
el paraíso. No sospechaba entonces que se trataba de una ilusión
óptica y que, como en ciertos laberintos de espejos, la puerta que
acababa de abrir, en lugar de subir, descendía aún más
profundamente en un Hades oscuro y sofocante.
A partir de ese día, el alcohol fue solo el primer escalón, el
calentamiento, el abrebocas de un banquete cuyos manjares
venían después. Me volví adietó a la marihuana, después a la
cocaína, a los ácidos, a la metanfetamina y finalmente al éxtasis,
la droga del amor y la fraternidad universal. El enano jorobado
se transformó en un bailarín encantador y afectuoso que siempre
estaba en la pista entre dos mujeres que solían abrazarlo, besarlo
y consentirlo para que, cuando saliera del establecimiento,
escasamente tuviera lo del taxi para llegar a su casa y nada más.
Llegué incluso a salir en la mitad de la juerga acompañado por
algún mesero de confianza, caminar hasta el cajero automático
más cercano, sacar una buena suma de dinero que estaba
destinada para pagar servicios o hacer mercado, y continuar la
rumba entre risas y gritos de felicidad. Dios se había acordado de
mí y por fin me había otorgado el lugar que me correspondía en
la creación. Al menos eso era lo que yo creía de jueves a
domingo.
Poco a poco, la adicción me fue ganando terreno y tuve que
empezar a consumir todos los días. La depresión del domingo o
del lunes en la mañana tenía que pasarla con unos cuantos pases
de cocaína. Luego, en las horas de la noche, me fumaba un porro
para poder dormir. Y así una pastilla me conducía a unas
cuantas aspiradas de hierba y esa hierba me conducía a un trago
y ese trago a unos cuantos pases y la rueda no cesaba de girar.
Me volví poli-adicto y alcohólico. No compraba ropa ni zapatos,
escasamente comía y todo el dinero se me iba en sostener mis
vicios. Del muchacho estudioso y buen lector no quedó nada, ni
siquiera su sombra, pues ahora vivía en la oscuridad más
completa, en unas tinieblas espesas donde ninguna luz podía
penetrar. En lugar de buscar una salida de verdad y empezar un
ascenso, lo que hacía era bajar a unos agujeros cada vez más
sórdidos y sombríos.
Mi salud se fue deteriorando con el paso de los meses. A cada
rato estaba resfriado, con los pulmones afectados por una tos
persistente y con unos dolores en los riñones que, en la mañana,
me impedían muchas veces levantarme de la cama y dar los
primeros pasos. Vivía bajo de defensas y cualquier gripe me
obligaba a guardar cama dos y tres días seguidos. Y lo peor de
todo era la depresión, esa sensación de no tener ganas de nada,
de querer desaparecer, esfumarse o morir. Le pedía a la
empleada que me llevara el almuerzo y la comida a la cama, y
después dejaba los platos en el corredor. No hablaba con los
inquilinos ni me ocupaba de ningún asunto relacionado con la
casa durante esos días. No podía. No me sentía capaz de sostener
una conversación, razonar, explicar, relacionarme con el otro. La
depresión es un hueco que se abre entre los demás y uno, un
hueco que uno desea saltar, pero que sabe que las piernas no le
alcanzan para ello.
Hasta que empezaba de huevo a meter cocaína, a fumarme
mis porros a escondidas, y entonces me bañaba, me cambiaba de
ropa, llamaba un taxi y salía disparado para Atunes, para
Tamaguchi, para Doll’s House, para El Castillo, para Troya, para
El Rincón de las Paisas o para La Piscina. Lugares donde, apenas
cruzaba el umbral y las requisas de los encargados de seguridad,
los meseros y las chicas me saludaban con apretones de manos y
con besos de bienvenida.
—Alfonsín, qué milagro —me decía una estampándome un beso
en la mejilla.
—¿Dónde estabas, mi amor? —me decía la otra acariciándome
la nuca.
—¿Por qué nos dejaste tan sólitas? —preguntaba desde la barra
una tercera.
Entonces tenía la sensación de haber llegado a casa, me iba al
baño, me pegaba un pase y regresaba a tomar posesión de mi
reino una vez más. Mi reino, que en realidad era una ratonera
maloliente que no tenía puerta de salida.
Una tarde, recostado en mi habitación, en uno de los viajes de
pastillas de LSD que solía consumir de vez en cuando, me entró
una gigantesca tristeza por la muerte de mi madre. Jamás la
había sentido cercana ni entrañable, lo sabes bien. Nuestra
relación había sido más bien la de dos desconocidos que ni
siquiera se saludaban. Pero recordé que ella había muerto en el
hospital de La Samaritana, sola, en un cuarto cualquiera, sin
reconocer a nadie y apagándose poco a poco después de la
muerte de la abuela. Y una pregunta me empezó a rondar aquella
tarde y a taladrarme la cabeza: ¿Se había acordado de mí en los
últimos minutos? ¿Al menos en los segundos finales había
tomado conciencia de que tenía un hijo, no importa que fuera
deforme, y le habría gustado estrecharlo entre sus brazos antes
de morir? ¿Había murmurado mí nombre en los estertores
finales? ¿Me había perdonado por ser el engendro, el producto de
una agresión, el símbolo de un oprobio que le había destrozado su
vida?
Esas suposiciones me atormentaron hasta el punto de que me
vestí rápidamente, llamé un taxi y me fui para La Samaritana en
medio de mis delirios y mis alucinaciones de adicto irredento.
Recorrí el hospital solo, de corredor en corredor, murmurando el
nombre de mi madre en voz baja, llamándola, invocándola,
apelando a su presencia como una forma, quizás la única que
tenía, de salvarme. Dos horas más tarde salí del hospital, giré el
rostro hacia el sur, hacia la Cárcel Distrital, y me quedé unos
minutos así, absorto en la contemplación de sus muros
infranqueables. Luego miré el barrio Calvo Sur desplegándose
hacia la montaña y bajé a la Carrera Décima a tomar un taxi.
Caían los últimos rayos del atardecer y empezaban a encenderse
las farolas de los postes de la luz. Dos hombres que me venían
siguiendo desde el hospital me abordaron en una esquina y me
encañonaron de frente.
—Bajándose ahí de lo que tenga, papá —me ordenó uno de ellos
con agresividad.
Me metieron las manos entre los bolsillos y encontraron mi
billetera vacía. Como mi complejo de inferioridad física me
generaba mucho temor cuando caminaba por la calle, yo solía
esconder mis documentos y mi dinero en un bolsillo interno del
pantalón que no era fácil de detectar.
—¿Dónde está la plata, jorobado de mierda? —me preguntó el
mismo hombre empezando a perder la paciencia y hurgando en
mi camisa y mi chaqueta.
Yo estaba como en trance, afectado todavía por el recuerdo de
mi madre y de su agonía solitaria. Una culpa de la que no había
sido consciente hasta ese día se despertaba dentro de mí por no
haberla visitado en el hospital ni una sola vez, por no haberme
despedido de ella, por no haberle dado un beso en su mejilla
moribunda. Y ahora este par de atracadores me intimidaban
poniéndome su arma en el pecho. ¿Morir? ¿Qué se creía este tipo,
viejo, que me iba a asustar con algo que yo había deseado desde
niño? ¿Con quién creía que estaba hablando este fulano? Estos
pobres diablos no sabían que la vida, un bien preciado para la
mayoría de las personas, era un fardo cuyo peso yo soportaba
cada vez peor. Así que me incliné hacía el revólver, lo agarré con
fuerza y me metí el cañón en la boca. Busqué afanosamente el
gatillo e intenté dispararme ahí mismo, en la calle, mordiendo el
cañón para que el hampón no pudiera sacarlo de mi boca. No
pude sostener la presión y el hombre logró zafarse de esa garra
que lo atenazaba con desesperación, se echó para atrás unos
pasos, pálido, respirando por la boca, y me gritó enfurecido:
—¡Loco hijueputa!
Luego, él y su compinche echaron a correr hacia arriba, hacia
la montaña. Los carros de la Carrera Décima rodaban hacia el
norte sin darse cuenta de lo que acababa de pasar. La noche
abrazó la ciudad y yo me quedó quieto, agachado, con las manos
sobre las rodillas.
—Mamá… —susurré.
Esa misma noche saqué una fuerte suma de dinero del cajero
automático, me fui de juerga y me metí todo lo que pude: varios
pases de cocaína, tres porros bien tacados y dos botellas de
vodka. El cuerpo no aguantó y se reventó. Terminé en el baño de
Doll’s House con una hemorragia incontrolable que me escurría
por las fosas nasales, vomitando un líquido verde y espeso, y
perdí el conocimiento arrodillado frente al inodoro. Me
encontraron los meseros del establecimiento y llamaron una
ambulancia. Las chicas bajaban mantas de sus habitaciones y me
arropaban con ellas. Yo temblaba como si estuviera a varios
grados bajo cero expuesto a los rigores de una tormenta de nieve.
Recuerdo vagamente que me subieron a una camilla y que me
metieron en la ambulancia entre frases cariñosas que me decían
las chicas:
—Pilas, Alfonsín, no te vayas a morir.
—No nos vayas a dejar viudas, mi amor.
—Aquí te esperamos cuando te recuperes.
Yo me transportó a mis años infantiles y evoqué una tarde
contigo, a la salida de la panadería San Marcos, cuando otro
muchacho, vecino nuestro, me dijo con desprecio:
—¿Los enanos también comen pan?
Yo tenía a Fobos agarrado por el collar. Tú venías detrás, a
pocos pasos, y agarraste por las solapas al chico.
—¿Qué le pasa? ¿Quién es usted? —te preguntó él indignado y
sacudiéndose para soltarse.
—Soy su hermano —dijiste señalándome.
Y lo lanzaste contra la pared y lo obligaste a que se disculpara
conmigo si no quería regresar a su casa con la cara rota.
—Perdón, no quise ofenderte —dijo el joven sintiéndose muy
humillado.
—Está bien —acepté yo satisfecho con la excusa.
Luego lo dejaste ir y nos sentamos a comer pan los tres, con
Fobos metiendo el hocico entre la bolsa para robamos.
No sé por qué esa imagen me llegó a la cabeza mientras
escuchaba la sirena de la ambulancia anunciándoles a los demás
vehículos que estaba transportando un caso de emergencia. Y
creo que alcancé a decir en voz baja:
—Mi hermano…
Estuve hospitalizado varios días en la sección de cuidados
intensivos bajo estricta observación médica. La recuperación fue
lenta y mi seguro médico cubrió todos los gastos, menos mal.
Regresé a la casa, puse en orden mis asuntos económicos, le pedí
a Hermelinda, mi empleada de confianza (que era de una lealtad
a toda prueba), que se encargara por favor de pagar los servicios,
de tener la casa limpia y bien arreglada, que me consignara todas
las semanas los arriendos de los inquilinos, hablé con cada uno
de ellos por separado, les rogué puntualidad en sus pagos
mientras yo estaba por fuera, y me interne en una clínica de
desintoxicación por tres meses a ver si lograba vencer mi
adicción. Una carta de uno de los médicos me ayudó a que el
seguro asumiera el setenta y cinco por ciento del tratamiento. Así
que empaqué dos mudas de ropa, mis utensilios de aseo, unos
cuantos libros y decidí enfrentarme a ese nuevo monstruo que se
había apoderado de mí con mi consentimiento y complicidad.
Las primeras semanas fueron un auténtico infierno. Yo no
sabía hasta qué punto era un adicto y descubrí con horror que lo
era en varios niveles: al alcohol, a la marihuana, a la cocaína y al
sexo. Así que el síndrome de abstinencia se manifestó en
distintos registros y me condujo a un estado penoso de ansiedad,
de nerviosismo permanente, de angustia, de sudoración, de
paranoia, de insomnio. Pasaba las noches durmiendo a pedazos,
en lapsos de una hora o dos, y después me quedaba tres y cuatro
horas despierto, con fiebre, moviéndome en la cama de un lado
para el otro, sudando a chorros hasta el punto de dejar las
sábanas y las fundas de las almohadas empapadas, como si las
hubiera metido en la ducha.
Las enfermeras me ayudaron mucho inyectándome sedantes,
recetándome opiáceos por vía oral y acompañándome a veces en
la habitación durante los ataques de pánico: veía un grupo de
hombres por un corredor en penumbra que me perseguía con
cuchillos en la mano y me decía que me iba a descuartizar para
que aprendiera la lección completa. Yo huía, corría, eludía las
cuchilladas, pero ya estaban a punto de darme cacería y
alcanzaba a sentir las cortadas de sus armas en los antebrazos.
También solía ver a un rey antiguo, persa o indio, que daba la
orden de que me bajaran a un foso mugriento y pestilente donde
solo habitaban ratas y alimañas que se me pegaban a la piel para
succionarme. Yo rogaba, gritaba, imploraba clemencia, pero el rey
permanecía impávido ante mis súplicas y yo continuaba
descendiendo en una canasta a esas vastas profundidades donde
seguramente moriría entre cucarachas, piojos y roedores que me
devorarían poco a poco disfrutando del sabor de mi piel, de mi
sangre y de mis músculos. Luego abría los ojos, hacía un esfuerzo
por levantarme de la cama y llegar hasta el baño para orinar o
para echarme manotadas de agua en la cara y ahuyentar las
pesadillas, y era entonces cuando me daba cuenta de que no
estaba solo y que la enfermera de turno, desde un sofá-cama, me
decía:
—Tranquilo, su cuerpo se está desintoxicando. Esta es la peor
parte. Después se va a sentir como nuevo.
Lo más grave era que mi estómago se negaba a procesar los
alimentos y me costaba mucho trabajo ingerir arroz, fritos y
harinas de cualquier tipo. Los vomitaba o me quedaba con un
malestar estomacal durante horas en mi habitación. También
empecé a eyacular en las horas de la noche después de delirar
con escenas eróticas en las cuales yo era un protagonista audaz
que solía acostarse con mujeres exuberantes que se abrían para
mí mientras me decían frases insinuantes y cariñosas. Esas
poluciones nocturnas, cuando alguna enfermera estaba de turno
cuidándome, me avergonzaban mucho porque me tocaba
levantarme hasta el baño para lavarme y cambiarme de pijama.
Era el cuerpo trabajando a toda máquina y exigiendo sus dosis de
droga, sexo y alcohol, reclamándome, presionándome y
acorralándome para que cediera ante sus apetitos desaforados.
Pero seguí luchando, negándome a ser derrotado, resistiendo aun
a costa de mi propia vida, porque en más de una ocasión se me
ocurrió que no iba a aguantar y que estaba a punto de un infarto
o de un derrame cerebral.
Pero pasé el umbral y, en efecto, a la tercera semana empecé
a sentir que estaba al otro lado, que dormía mejor, que las
pesadillas hablan desaparecido y que mi estómago digería mejor
los alimentos del día a día. Los sueños eróticos desaparecieron y
mi cuerpo empezó a fortalecerse, a recuperarse del ritmo
vertiginoso y destructivo que yo le había impuesto de mala
manera. Por primera vez en veinte días pude sonreír y sentir con
seguridad que la vida me iba a brindar una segunda oportunidad.
Por los jardines de la clínica y en la sala de lectura solía
encontrarme con una chica de unos veintitrés o veinticinco años,
cuyo caso psiquiátrico, apenas me enteré por las enfermeras, me
pareció curioso y salido de las enfermedades tradicionales que
padecíamos los demás. Ella se llamaba Ana Valencia y en
principio los psiquiatras que la trataron creyeron que era una
paciente bipolar. Después, un médico muy joven, leyendo unos
cuadernos en los que ella escribía todos los días, descubrió que
no, que sufría de un trastorno de personalidad múltiple y que solo
una de esas personalidades era la que sufría de bipolaridad. Algo
insólito, realmente. Ana era en verdad cuatro mujeres: una de
ellas era lesbiana, otra era un niña, que vivía en un mundo
mítico de hadas y trasgos, otra era maníaco-depresiva y la última
padecía de vampirismo clínico. Los diarios mostraban esa
fluctuación de una a otra, de un universo a otro.
A la cuarta semana, cuando yo ya estaba bien de salud y
durmiendo ocho horas todas las noches, me crucé con Ana en la
sala de lectura. Ella tenía entre las manos Crónicas Marcianas
de Ray Bradbury y yo estaba a punto de terminar un libro
magnífico de Álvaro Bisama, un chileno que me tenía capturado y
sorprendido con su novela Música marciana. La similitud en los
títulos de los libros fue como un guiño entre nosotros. Ana me
saludó con una sonrisa y a los pocos minutos ya estábamos
conversando muy animadamente. Era de una belleza clásica,
como los perfiles que aparecen en los medallones antiguos o como
las esculturas griegas, con la nariz recta y los labios bien
delineados. Yo conocía a Bradbury desde mis años adolescentes y
le hablé de Fahrenheit 451 y de otros de sus libros. Nos hicimos
buenos amigos al darnos cuenta de que pertenecíamos a esa
comunidad de lectores que leían desde adentro, desde esa parte
de nosotros que no soporta la mediocridad de una vida chata y
sin altibajos. Le confesé que estaba recluido por múltiples
adicciones y que me había salvado de milagro de morir de una
sobredosis.
—La vieja historia del monstruo que busca una pócima que lo
salve del embrujo —dije con cierta tristeza.
Ella asintió con una camaradería cómplice y me contó que
estaba internada porque en su último ataque de vampirismo casi
había asesinado a un extranjero. A lo largo de varias semanas se
había chateado con un joven canadiense muy simpático, y él,
creyendo que su inteligencia era inversamente proporcional a su
belleza, le pidió que le enviara una foto para conocerla mejor. La
sorpresa fue mayúscula cuando vio los rasgos finos de Ana, su
cabellera negra cayéndole sobre los hombros en unos mechones
gruesos y rizados, y su cuerpo voluptuoso bien preparado para el
placer. Decidió viajar a Bogotá para conocer a esa chica con la
quería entablar una relación aún más íntima y estrecha. En el
aeropuerto El Dorado, cuando salió del muelle internacional y ella
lo abrazó con fuerza, sintió que estaba enamorado y que no
pensaba separarse de su nueva amiga jamás. Esa misma noche
salieron a divertirse a una discoteca y después de la medianoche
Ana lo llevó al parque El Virrey, lo condujo hasta un árbol
retirado, lo besó con pasión, se dejó acariciar y tocar, y cuando lo
sintió bien excitado restregándose contra ella, le saltó a la
yugular y le hundió los dientes a fondo, hasta sentir que la piel
cedía y que la boca, se le llenaba de sangre. El joven intentó
soltarse, pero Ana, que era alta y fuerte, no se lo permitió y
continuó mordiéndolo como si fuera un lobo salvaje
alimentándose de su presa. Después de dar alaridos y de pedir
auxilio (en inglés, porque no hablaba español), dos porteros de
los edificios colindantes con el parque acudieron a ver qué
pasaba. Lograron retirar a Ana, a golpes y a patadas, y el
muchacho canadiense entró en un shock nervioso, empezó a
temblar y no podía controlar un ahogo que se tomaba sus
pulmones y le impedía respirar. Acudió la policía, a él se lo
llevaron a un centro médico y a ella la recluyeron en una
comisaría momentáneamente. Esa misma noche, al joven le
cosieron dieciocho puntos en el cuello. No entabló ninguna
demanda porque no entendía nada y lo único que quería era
regresar a su país y encontrarse con su familia cuanto antes.
Recogió su maleta en el hotel, se dirigió al aeropuerto y tomó el
primer vuelo que le asignaron. A Ana la recogió su madre en la
comisaría y la recluyó enseguida en la clínica, donde intentaban
curarla de una enfermedad que no comprendían y para la cual
no estaban preparados.
—La vieja historia de animales sedientos de sangre que salen
de cacería en las horas de la noche —remató ella con una sonrisa
nostálgica.
—Sí, el mundo de las bestias versus el mundo de los hombres
—dije yo ensimismado—. Hay entre nosotros individuos que no son
como los demás, que pertenecen a otras categorías y otros
mundos. Siguen pasando los siglos y no es posible hacer entender
una realidad tan simple, en la que abundan los ejemplos.
Esa conversación selló una amistad entre Ana y yo. El
hombre-murciélago y el vampiro. Solíamos caminar juntos por los
jardines, intercambiar libros, almorzar en la misma mesa e
incluso buscar en el televisor de la sala de estar la misma
película.
—¿No te da miedo que un día me dé el ataque y me lance sobre
ti para morderte? —me preguntó ella mientras caminábamos un
día hasta la entrada de la clínica.
—Me honrarías —afirmé con seguridad—. Alimentarte lo
consideraría el más alto grado de amistad.
Le recordé entonces el accidente de los deportistas en medio
de las montañas nevadas de Los Andes y la forma como habían
terminado alimentándose con los cadáveres de sus amigos. Jesús
en la última cena despidiéndose de sus discípulos: “Este es mi
cuerpo… Esta es mi sangre…”. El canibalismo y el vampirismo
como formas de fraternidad, como liturgias en las cuales
incorporamos al otro dentro de nosotros para siempre. Ana me
dijo:
—El mundo sería mucho mejor si el resto de la gente fuera
como tú.
Era una frase muy bella, muy generosa. No la olvidé. La
prueba es que aquí estoy, viejo, escribiéndotela en esta carta que
ya casi llega a su fin.
Ana salió de la clínica cuando yo estaba por cumplir el
segundo mes de terapia. Nos despedimos con un abrazo fuerte y
prolongado, y fui al parqueadero de la clínica a decirle adiós con
la mano. Iba en el carro de su madre, en el puesto del copiloto. Vi
que lloraba y se me hizo un nudo en la garganta.
Una semana después, la mataron en el centro de Bogotá. La
policía hizo una redada en un bar subterráneo donde se reunían
varios vampiros como Ana a beber sangre humana. La
conseguían por donaciones de amigos o la suministraban ellos
mismos, los clientes, para alimentarse los unos a los otros, chico
sacó una navaja y la policía empezó a disparar
indiscriminadamente. Uno de los agentes confesó más tarde que
cuando escucharon música heavy metal y vieron a los jóvenes
con gabardinas negras bebiendo sangre en copas de cristal, el
pánico les impidió adueñarse de la situación y acudieron a sus
armas. Ana recibió un disparo en la cabeza, en el parietal
derecho. Cayó fulminada y murió a los pocos minutos. Me enteré
por el periódico que llegaba a la clínica y por las noticias de la
televisión en las horas de la noche. Estuve varios días deprimido
y nunca como entonces extrañé mis dosis de cocaína para
contrarrestar esos estados de ánimo que me hacían fantasear con
el suicidio y la desaparición.
En la mitad del tercer mes, cuando solo me hacían falta dos
semanas para terminar el tratamiento, una de las enfermeras me
dijo que afuera había una señorita preguntando por mí. Pensé
que era la hermana de Ana o alguna de sus amigas más
cercanas. Salí preguntándome de quién se trataría. Cuál no sería
mi sorpresa cuando, sentada en la sala de espera, vi a Claudia, la
prostituta con la que yo me había acostado por primera vez y con
quien seguí guardando después una buena amistad. La abracé
con fuerza. La verdad es que su visita me venía muy bien. La
noticia de la muerte de Ana me tenía en muy mal estado.
—¿Cómo llegaste hasta aquí? —le dije sosteniéndola aún por los
hombros.
—Pregunté en tu casa, le dije a tu empleada que yo era tu
mejor amiga, hasta que por fin accedió a darme el nombre de la
institución donde estabas —me explicó ella mirándome con afecto.
—¿Yo te di el número de mi casa?
—Una noche, muy borracho. Yo lo guardé siempre.
—No sabes cuánto te agradezco que te hayas tomado el trabajo
de venir a visitarme —le confesé muy conmovido por su lealtad—.
Ya estoy aburrido de este encierro.
La invité a la cafetería y nos sentamos a conversar frente a
dos vasos de jugo de fruta. Se le veían unas ojeras muy
marcadas y la fatiga le ensombrecía las mejillas y la barbilla.
—No pensé que me estimaras tanto —le confesé a bocajarro.
—¿Crees que porque trabajaba en ese sitio no tengo
sentimientos? —dijo ella, ofendida por mi comentario.
—No me malinterpretes. Me refiero a que en esos lugares se
crean vínculos efímeros, de rumba, mientras dura la fiesta.
Después cada quien debe regresar a la vida real y se olvida de
los demás.
—Pero contigo fue diferente desde el primer momento. Nos
hicimos amigos de verdad. Luego cada quien se acostó con quien
quiso, pero no dejamos de hablarnos ni de ser amigos.
—Si, es cierto. Pero creo que no valoré con justicia tus
sentimientos.
—Siempre me caíste bien. Fuiste decente, generoso y buen
consejero. ¿Te acuerdas que te conté que tenía una hija, que no la
veía y que saber que estaba lejos me atormentaba?
—Sí, claro —mentí de forma automática, pues la verdad era que
no recordaba de qué me estaba hablando Claudia.
—La busqué así como me dijiste, hablé con ella y ahora está
viviendo conmigo. Nunca he sido tan feliz. Me retiré de ese
trabado y estoy en una fábrica de ropa. No gano mucho, pero
haciendo esfuerzos me alcanza para la niña y para mí… Y todo
eso te lo debo a ti. Por eso vine a saber cómo estabas.
Era un relato enternecedor. Lo absurdo de la situación era que
el consejo seguramente se lo había dado en medio de algún viaje
de marihuana o de metanfetamina, pues no sabía en qué
momento se me había ocurrido hablarle de buscar a su hija y
vivir con ella. Conversamos unas dos horas, nos reímos de
algunas bromas que nos hicimos de lado y lado, y al final me
entregó una bolsa de frutas que me traía de regalo, se despidió de
mí y se fue dejando detrás de ella una estela de bienestar y
armonía que hacía mucho tiempo no sentía. Es increíble que a
veces los mejores gestos nos llegan de las personas que menos
esperamos.
En la última semana nos visitó un grupo de psiquiatras que
venían a informarse de los tratamientos que brindaba la clínica y
a comprobar sus resultados. Pasearon por los pasillos, hablaron
con algunos de los enfermos y luego se concentraron en un salón
de conferencias. Entre ellos, se destacaba un médico joven,
apuesto, dueño de sí, que sin embargo guardó la distancia con un
aire de tedio que le daba cierta superioridad. Lo reconocí
enseguida, en el primer vistazo, y el corazón me empezó a latir a
toda velocidad. La vergüenza me obligó a esconderme en mi
habitación, y después, temiendo que en ella no estuviera a salvo,
salí a los jardines y busqué el rincón más escondido mientras
pasaba el peligro.
Sí, eras tú, viejo, en una visita de rutina, y por fortuna no me
viste aquella tarde. Pero yo a ti sí, y no quise que nuestro
reencuentro fuera en esos términos, yo como paciente y tú
observándome desde tu altivez de médico prestante a quien lo
espera un futuro prometedor, yo como el perdedor y fracasado
que se había refugiado en las drogas y en el alcohol para
soportar toda su cobardía y su bajeza, y tú como el estudiante
brillante que había sabido conducir sus fuerzas en la dirección
correcta. No me pareció justo. Así que me quedé recostado detrás
de un árbol y esperé a que la visita de médicos regresara por
donde había venido.
En la noche me dije que haberte visto había sido una señal,
como la primera vez que te conocí. Era un mensaje: la caída en el
abismo estaba concluida y ese día empezaba el ascenso hacia mi
verdadero destino. No recaería en las drogas ni en el alcohol, no
me volvería a arrastrar como un gusano por el fango de mis más
sórdidas pasiones, y ya era hora de conquistarme a mí mismo y
de cumplir con un deber que desde niño había intuido en mis
historietas infantiles, y que luego confirmaría de joven al leer las
páginas extraordinarias de Vito Dumas alrededor del globo:
intentar salvar el mundo, aún a costa y riesgo de mi propia vida.
Era el momento de quitarse la máscara y de enfrentar la
noche cara a cara.
Bueno, viejito, ya pronto estará todo listo y recibirás, espero,
mi última carta, la carta definitiva antes de emprender la gran
misión. Te la haré llegar cuando todo esté listo.
Gracias una vez más por aparecer en el instante exacto en el
que más te necesitaba. En efecto, como lo dijiste una vez, más
que mi amigo has sido mi hermano. Y muy pronto estarás
orgulloso de mí. Eso te lo puedo asegurar.
Quien tanto te recuerda y te extraña,
El Cruzado Enmascarado 3.
Cerré el sobre y me quedé unos minutos así, escuchando la noche con
los pies sobre el escritorio. No podía creer que Alfonso y yo
hubiéramos estado tan cerca el uno del otro y que él se hubiera
escondido para impedir el encuentro. Aunque, claro, era
comprensible. Como yo solía visitar varias clínicas donde se llevaban
a cabo tratamientos de desintoxicación, no estaba seguro de a cuál se
refería mi amigo. Sin embargo, ya averiguaría en dónde se había
recluido y quién había sido su médico de cabecera.
La alusión al cuadro de Goya era preocupante, pues no sabía si
hacía referencia a que ya no controlaba del todo su mente. Lo más
crítico es que venía acercándose a un plan que había preconcebido, lo
que él llamaba “la misión” y que tenía un aire fatídico, de decisión
radical, como si sintiera el llamado de un destino que no podía ya
evitar. Y ese tono me daba miedo. No sé por qué me imaginaba
situaciones atroces: ¿Se estaba preparando Alfonso para poner una
bomba o para entrar a un supermercado o a un centro comercial a
sangre y fuego? ¿Estaría metido en una causa revanchista y deseaba
convertirse en mártir de una sociedad que lo había despreciado y
atacado con crueldad y con sevicia desde su infancia? ¿No sería yo
cómplice de una matanza si no era capaz de actuar, de buscarlo y de
impedir una locura? ¿O a qué diablos se refería con esas frases
enigmáticas de “antes de emprender la gran misión”, “cuando todo
esté listo” o “muy pronto estarás orgulloso de mí”? Era preciso dar
con él, buscarlo, rastrearlo de alguna manera. No podía quedarme
sentado esperando que él cometiera alguna locura.
Esa misma semana empecé a investigar casos de sicopatología
criminal que tuvieran un perfil semejante al de Alfonso: un individuo
solitario y sensible que es rechazado de manera violenta por el
entorno y que en consecuencia decide cobrar venganza, una venganza
que él considera legítima y justa. ¿No había en la carta de Alfonso un
tono similar, como de un suceso que se avecina y que nadie podrá
evitar? ¿No había escrito acaso: “salvar el mundo aún a costa y riesgo
de mi propia vida”?
Leí varios tratados sobre el tema y me di cuenta de que muchos
psiquiatras contemporáneos estaban empezando a hablar de Amok,
una palabra que se refiere a un ataque súbito de rabia salvaje en contra
de un entorno agresivo que ha humillado o provocado con
anterioridad al sujeto que lo padece. Inicialmente se detectó en los
relatos épicos malayos del siglo XV, y más tarde, durante el siglo XIX,
los viajeros ingleses dejaron testimonios de este extraño trastorno. El
individuo afectado agarraba un cuchillo y empezaba a caminar en
línea recta, hiriendo y asesinando a cuanto ser viviente hallara a su
paso, tanto hombres como animales. También el escritor y biógrafo
Stefan Zweig escribió un relato basado en este trastorno mental:
Amok. ¿No definía esta palabra el cansancio espiritual al que se estaba
aproximando Alfonso y las posibles, consecuencias nefastas que este
desencadenaría?
Extraje de mi biblioteca una vieja edición de Don Quijote que
siempre estaba allí. Me gustaba releer episodios de ese libro y
analizarlos a la luz de ciertas conductas que presentaban mis
pacientes. Don Quijote afirma al comienzo de la novela, cuando uno
de sus vecinos lo encuentra todo apaleado y le dice que él es el
granjero Alonso Quijano:
—No me diga quién soy, que yo sé muy bien quién soy y quién
puedo llegar a ser.
La frase demuestra que ser un caballero andante no es un delirio,
ni una demencia incontrolable, sino un ejercicio de la fuerza de
voluntad. Don Quijote decide convertirse en otro, cambiar de vida y
lanzarse a la aventura. Primero solo y después con Sancho.
No estamos obligados ni sometidos a ser una identidad cerrada y
estricta. Podemos girar, torcer, reinventamos, modificamos. El mismo
Alfonso proporcionaba la clave en sus cartas: por ejemplo, la Liga de
Súper Héroes de la Vida Real en Estados Unidos. Son tipos del común
que un día deciden ser otros, y se ponen una capa, unas botas, una
máscara y salen a ayudar a los demás, a defenderlos de ladronzuelos,
violadores y asesinos. Viven en apartamentos destartalados, andan en
patineta, en bicicleta o en carros viejos, y trabajan en tiendas o son
electricistas.
El movimiento de súper héroes de la vida real ya llegó a Inglaterra
y a otros países como México y Argentina. Y no son súper héroes de
las tiras cómicas (como Aquamán o el Hombre Araña), sino héroes
inventados por ellos mismos, bautizados por esos individuos que en el
día pueden atendernos en una ferretería o en una oficina de finca raíz.
Lo que sucede es que hasta ahora habíamos visto estas
transformaciones solo en un bando, el de los buenos, el de los
salvadores, el de los valientes defensores de la moral y las buenas
costumbres. Muchos de mis colegas han dicho que son seres
frustrados o machacados por un sistema que nos les permite alcanzar
sus sueños e ideales. No estoy tan seguro. A mí me parecen, como
Don Quijote, encantadores, poéticos y muy lúcidos. Son divertidos y
me gusta que desplacen el concepto de lo real varios metros más allá.
El problema es que ahora apareció el primer Súper Villano, el
primer individuo que encarnó en la vida real a un malo de verdad: el
joven James Holmes, un destacado estudiante que estaba cursando un
doctorado en neurociencias y que llevaba ya un buen tiempo
investigando el comportamiento del cerebro en estados de irrealidad.
En Internet circula un video en el que se le ve a los dieciocho años
haciendo una exposición sobre las ilusiones temporales en la mente.
Esto es, Holmes no es un tipo cualquiera ni un acomplejado que
decide un buen día vengarse de una sociedad que lo ha despreciado y
humillado. No. Es un investigador de cómo el cerebro puede ampliar
el concepto de lo real hasta el punto de crear conductos que van y
vienen de la inmediatez palpable por los sentidos a la virtualidad
intangible. Y pertenece a una clase social adinerada y a una familia
estable que siempre lo ha querido y admirado por su sobresaliente
inteligencia.
La dificultad que tenemos con él es que decidió experimentar no
con una imagen bondadosa e ingenua, sino con un asesino despiadado
que ataca de manera indiscriminada. Si hubiera decidido, como
muchos otros, ser Supermán o Meteoro, nos hubiera parecido un
muchacho lúdico y divertido. Pero no, decidió encarnar al primer
super villano que cruza la línea de lo virtual y que llega hasta nosotros
convertido en un spree killer (asesino relámpago) que en el estreno de
la nueva película de Batman dejó doce muertos y decenas de heridos
en Colorado.
Holmes utilizó la noche de la masacre un rifle AR-15, una
escopeta Remington, una pistola Glock calibre punto 40, chalecos
antibalas, protectores para el cuello y la ingle, granadas de gases
lacrimógenos y de humo, y armó bombas en su apartamento por si la
policía llegaba a arrestarlo. Se tinturó el cabello de un rojo anaranjado
y llevaba una máscara antigases. Cuando la policía le preguntó
durante el arresto quién era, él contestó sin titubear:
—El Guasón.
En la corte no podía mantener los ojos abiertos, no entendía qué
estaba pasando, como si le costara mucho trabajo regresarse de su
mundo virtual al mundo real donde empezaba a ser juzgado por los
crímenes cometidos. Al final, no aguantó más y se quedó dormido.
Es un precursor, no hay duda. Y sospecho que vendrán otros detrás
de él. Y lo peor es que ni la policía, ni los expertos en criminología, ni
nosotros los psiquiatras estamos preparados para analizarlos y
comprenderlos a cabalidad.
¿Qué es la realidad? ¿Es real solo lo que percibimos por los
sentidos? ¿Los geómetras egipcios y los matemáticos griegos estaban
equivocados cuando sospechaban que esta realidad en la que vivimos
cotidianamente no es más que una sola realidad entre muchas? ¿Es
posible que el cerebro salga de las coordenadas establecidas y pueda
atravesar los límites que nos separan de esas otras realidades
paralelas? ¿Están los locos de verdad tan locos como creemos? ¿Por
qué una percepción es superior a otra o más correcta que otra? ¿Por
qué la democracia no se aplica en los terrenos de la locura? ¿Por qué
no respetamos a aquellos que son diferentes, que ven de otra manera,
que oyen voces que los otros no oyen?
Qué curioso que justamente esta sea la pregunta que obsesionaba a
James Holmes, el asesino de la masacre en el estreno de Batman, y
que estuviera investigando al respecto. ¿Qué fue real y qué no para
Holmes aquella noche?
¿En qué plano existen los personajes de un escritor, de un pintor,
de un cineasta? ¿Es el arte menos real que la realidad? ¿Es la realidad
virtual menos real que la realidad real? Seguro que aquella noche
Holmes halló una respuesta terrible.
Si la línea de investigación del Síndrome de Amok era cierta,
significaba que este tipo de conductas agresivas y violentas eran un
fenómeno antropológico-social más que un problema de salud mental.
¿Qué significaba esta nueva interpretación? Que la razón más íntima
del trastorno no está en una sicopatología individual, en el asesino y
suicida, sino en su entorno, en la sociedad misma a la que pertenece,
en la comunidad que antes lo segrega, lo maltrata, lo pisotea, lo
humilla, lo ridiculiza. Y entonces toda esa rabia represada explota y se
manifiesta en una matanza generalizada.
¿Era esto lo que estaba pasando con Alfonso y se avecinaba
entonces un desquite sangriento y despiadado, lo que él llamaba “la
misión”? ¿Iba a entrar a sangre y fuego a un teatro, a un centro
comercial, a una escuela? ¿O estaba yo exagerando y
malinterpretando sus palabras?
Por esas mismas fechas me llamaron de la Universidad de Buenos
Aires y me invitaron a dictar una conferencia sobre nuevas adicciones.
La sociedad ha dado un giro inquietante y hoy en día millones de
personas pasan horas enteras frente al televisor o frente a las pantallas
de sus computadores, y no se dan cuenta de que son adictos y que sus
cuerpos y sus mentes están siendo sometidos a presiones que lesionan
su salud y su estabilidad psicológica. Preparé mi charla, llamé a mi
amiga Emma Joyce y le pedí el favor de que me averiguara mientras
tanto en los registros disponibles dónde se había tratado Alfonso
Rivas y quién había sido su médico.
—Pero che, si yo voy contigo —me dijo Emma en el teléfono—.
Estoy invitada al mismo congreso.
—Ah, no te preocupes, entonces busco por otro lado a quien me
haga la averiguación.
Cuadramos con Emma para encontramos en el aeropuerto y
hacernos compañía durante el viaje. Me gustaba de ella su elegancia,
la forma como había envejecido llena de gracia y vivacidad, sin perder
el humor, sin lamentos inútiles, apasionada todavía por el buen cine,
los buenos libros y la buena comida. Era una compañera ideal para un
viaje así. Su conversación siempre estaba impregnada de un tono culto
y audaz, alejada de poses superfluas o de máscaras intelectuales
inocuas. Era un placer tomarse un café con ella y escuchar sus
opiniones suspicaces y a veces malvadas.
Me prometí buscar a Alfonso cuando regresara. En Buenos Aires
dicté la conferencia y dejé una copia para una posible publicación. Un
domingo que teníamos libre, muy temprano en la mañana, escuché el
timbre del teléfono de la habitación del hotel donde me estaba
hospedando, en el centro, cerca de la Plaza de Mayo y de la Casa
Rosada. Era Emma:
—Bañate, che, que te tengo un buen plan para hoy —me dijo en
un tono burlón.
—¿Qué hora es? —pregunté con los ojos pegados por el sueño.
—Vos estás joven, deja de dar la lata. En veinte minutos estoy en
tu habitación para que bajemos a desayunar y salgamos temprano.
Yo le había contado a Emma durante el vuelo que un viejo amigo
de infancia me había escrito una carta citándome el famoso viaje de
Vito Dumas alrededor del mundo. No entré en detalles, pero le dije
que ese amigo mío estaba quizás un poco obsesionado con el tema del
heroísmo y que me preocupaba su salud mental. No le dije nada más y
ella recordó de pronto que de niña, en efecto, Dumas era un personaje
muy popular en la Argentina y que su viaje se comentaba en las
escuelas y en las reuniones sociales. No volvimos a tocar el tema
hasta que aquella mañana dominguera un amigo de Emma, Augusto
Echeverría (que estaría bordeando los ochenta años), nos recogió en el
hotel en su carro y nos llevó al Club de Veleros de Barlovento, en San
Isidro.
Durante el camino me di cuenta de que Augusto era un hombre
callado, extremadamente reservado, como si le costara mucho trabajo
estar entre otras personas. Respeté ese silencio y nos fuimos
conversando con Emma acerca del encuentro y de las otras
conferencias que habíamos escuchado. De vez en cuando él intervenía
y poco a poco se fue sintiendo cada vez más cómodo entre nosotros,
que no lo presionábamos para que socializara. Me enteré entonces de
que era un marino avezado y que se había dedicado durante años a
navegar en un pequeño catamarán con el que había atravesado mares
y océanos intercontinentales. Entendí su tendencia a la introspección y
su personalidad silenciosa que prefería quedarse al margen y no
intimar con los demás. Le venía de las semanas y los meses
navegando en soledad, leyendo en la proa de su embarcación o
llevando el timón mientras observaba durante horas la caída de la
tarde en la invariable línea del horizonte.
San Isidro es una zona llena de parques y árboles que colinda con
el río. Como era domingo, varias personas estaban corriendo,
montando en bicicleta o preparando sus asadores para compartir un
picnic familiar a la orilla del río, que corría majestuoso e imponente
frente a nosotros. Augusto nos llevó hasta el Club de Veleros de
Barlovento y nos señaló una placa que habían puesto en una callecita
vecina, una placa en homenaje a Vito Dumas. Increíble. Me dije que
Alfonso hubiera dado lo que fuera por estar parado justo ahí, en el
lugar al que había llegado aquel héroe que le había trastornado su
juventud. Y, en esa mañana soleada, parados frente a la placa que
homenajeaba al ya desaparecido aventurero argentino, daba la
impresión de que estábamos ingresando en otra realidad, en un pasado
que de repente se actualizaba y nos transportaba a ese día en el que un
navegante solitario, después de darle la vuelta al globo, regresaba a
casa agotado y herido para dar testimonio de su hazaña. Las palabras
de Augusto confirmaron esa impresión que nos empezaba a invadir:
—El mar es un llamado, un destino que no podemos eludir cuando
ya hemos sido convocados. La gente habla del mar como el origen y
de navegar como una sensación primaria, ancestral, pero he
comprobado que no entienden bien de qué están hablando. Repiten
ideas que han escuchado. La verdad es que el hecho de vivir los
primeros nueve meses entre una bolsa líquida marca nuestro
inconsciente después en tierra. Estoy pensando que la madre es el
primer vehículo, la primera prótesis que utilizamos para desplazamos.
De hecho, la posición del feto es extraña, se parece a un tripulante, a
un buzo que viaja inmerso en su nave submarina. Si eso es correcto,
después, cuando vamos en un tren, en un auto o en un avión, de
manera inconsciente recordaríamos el útero, el primer receptáculo en
el que nos desplazamos por el espacio. Y en ese sentido, los marinos
seríamos seres privilegiados, pues desarrollamos prótesis marítimas,
acuáticas, y nos desplazamos por el mismo elemento original. Del
útero al barco, del líquido amniótico al gigantesco océano donde
buscamos cumplir aventuras que nos lancen más allá de nosotros
mismos, como cuando decidimos salir por la vagina y enfrentar un
elemento desconocido. Todo aventurero rememora la máxima prueba:
nacer, ir más allá, cruzar, extralimitarse. Navegamos en realidad para
conquistar estados mentales desconocidos dentro de nosotros mismos.
Emma y yo estábamos mudos. Las palabras de Augusto nos tenían
en un estado de trance hipnótico, como si nuestros cerebros se
acabaran de sintonizar en la misma frecuencia y no quisiéramos
perder la señal. El continuó pensando en voz alta:
—Recuerdo que una noche mi esposa, aburrida por mis correrías
marítimas, me dijo frente a mis dos hijos: “Tenés que elegir, tu familia
o tu barco…”. ¿Te acordás, Emma? —Emma asintió—. Los niños
estaban pequeños y yo, por supuesto, los adoraba. Y la adoraba a ella
también. Sin embargo, no dudé en responderle: “Mi barco”. No pensé
en las consecuencias de esa decisión, que fueron tremendas y
dolorosas. No calculé nada, no sopesé ni medí. Solo dije lo que el
corazón me dictaba. Subí las escaleras, empaqué mis cosas y me fui
esa misma noche. Llegué al embarcadero y solté amarras. Me ubiqué
en el centro de la corriente del Río de la Plata y navegué en la
madrugada frente a la ciudad. Una libertad animal, salvaje, me iba
devorando por dentro y estallé en un ataque de alegría súbita. Era
verano y me desnudé totalmente. Buenos Aires estaba ahí, frente a mí,
y yo sentía que ese monstruo se devoraba a los demás, pero que no
había podido conmigo. Y, parado en la proa de mi pequeño barco,
desnudo, grité y aullé como un primitivo en los albores de la
humanidad. Desde ese día vivo en el barco y nunca más volví a tener
casa ni apartamento. Renuncié a mi trabajo y le entregué todo el
dinero a mi familia. Solo dejé una pequeña renta para sobrevivir…
Todo esto se los cuento para explicarles que Dumas era de los
nuestros, de los que no pueden hacer vida en tierra, un animal
acuático. Y logró algo difícil de igualar. Yo intenté en tres ocasiones
repetir ese mismo periplo por la “ruta imposible” y en las tres fracasé.
Ya estoy muy viejo y sé que el cuerpo no me lo permitirá. Así que
estamos parados en un sitio sagrado, en tierra santa…
Emma y yo no dijimos una sola palabra. No había en realidad nada
qué decir. Cualquier enunciado hubiera sonado estúpido después de
esas palabras.
Almorzamos un bife de chorizo en un restaurante desde el cual se
divisaba la corriente imponente del río a pocos metros. Pedimos un
litro de cerveza Stella Artois y lo repartimos en tres jarros. Luego,
Augusto se despidió de nosotros y me quedé con Emma en San Isidro
recorriendo calles y lugares que habían sido claves para ella durante
su infancia y su juventud. En las horas de la tarde, entré a la librería El
Ateneo y en la sección de aventureros logré conseguir un ejemplar de
Los Cuarenta Bramadores de Vito Dumas. Un libro publicado por
Ediciones Continente con dibujos a lápiz hechos por el mismo autor.
Me pregunté si sería la misma edición que había leído Alfonso en sus
años de juventud.
Resulta que la imagen de Augusto me recordaba la de Maqroll El
Gaviero, el personaje de Álvaro Mutis. En el fondo creo que la clave
de esa relación estaba en las propias palabras de Augusto en el Club
de Veleros de Barlovento: “El mar es un llamado, un destino que no
podemos eludir cuando ya hemos sido convocados… Dumas era de
los nuestros, de los que no pueden hacer vida en tierra, un animal
acuático…”.
Sí, así era, tanto Augusto como Maqroll daban la impresión de
estar incómodos en tierra, separados de su ambiente natural, como
cuando visitamos los zoológicos y vemos en los animales esa mirada
de nostalgia por su antiguo hábitat, esa certeza de estar en un sitio que
no les corresponde. El misterio de Maqroll radicaba en que se había
negado a volver a navegar, quién sabe por qué razón que él ocultaba
con celo y quizás con vergüenza.
¿Se sentía también Alfonso como los héroes marítimos que
admiraba? ¿Creía él que era de la misma estirpe, aunque no conociera
aún el mar? ¿Era esa la conexión que había sentido con Dumas? ¿Y
había sentido el llamado? ¿Era posible sentir el llamado del mar en los
libros, en las historias que otros marinos cuentan? ¿Qué era Alfonso al
fin, un terrorista que se preparaba para un ataque suicida o un
aventurero que estaba planeando lanzarse al mar para emular a los
seguidores de Ulises? Para poder responder estas preguntas tenía
primero que encontrarlo, dar con él e interrogarlo frente a frente.
En el vuelo de regreso a Bogotá, leí el libro de Dumas, un periplo
extraordinario, sin duda. Y Alfonso tenía razón en algo: la Segunda
Guerra es considerada como el fin de algo, como un instante de la
historia en el cual tomamos conciencia de que la razón y la ciencia no
nos iban a dar el progreso tanto tiempo anhelado. No avanzamos, es
una ilusión. Las masacres con la bomba atómica y los campos de
concentración nazis nos dejaron en claro que la razón moderna había
fracasado en sus ideales de igualdad, justicia, equidad. Detrás del
hombre racional, en las bases más primitivas del cerebro, se esconde
una bestia con los colmillos bien afilados, una bestia ansiosa de poder
y de control. La inteligencia no es inocente: busca cómo dominar al
otro, cómo someterlo y explotarlo. Las dos guerras mundiales echaron
a pique la ilusión de un mundo mejor que veníamos soñando desde el
despertar renacentista, desde Leonardo Da Vinci y compañía. Y lo que
es increíble, como muy bien lo señalaba Alfonso en su carta, es que
justo en ese instante de terrible y dolorosa lucidez, cuando nos damos
cuenta de que están aflorando nuestros peores vicios y defectos, en un
país sudamericano, en los confines del planeta, cerca del Polo Sur, un
hombre decide demostrar lo contrario: que aún somos capaces de
grandes cosas, que aún hay en nosotros una parte del fuego sagrado,
de un fuego divino que nos enaltece y nos salva. La vuelta al mundo
no es una demostración del mohoso heroísmo machista, sino unos
deseos profundos de rescatar ciertos valores que nos permitan
resucitar para seguir soñando con un mundo mejor.
La verdad es que mientras los demás pasajeros dormían o se
concentraban en la película que estaban pasando por los monitores, yo
estaba emocionado leyendo las palabras del aventurero argentino.
Pensaba en la masacre judía y en cómo las víctimas civiles de
Hiroshima y Nagasaki habían muerto carbonizadas, chamuscadas,
suplicando al final por un vaso de agua. Y sin embargo, atravesando el
Cabo de Hornos o el Cabo de Buena Esperanza, y luchando contra
olas de diez y doce metros de altura, un hombre en absoluta soledad y
silencio combatía para dejarnos un legado magnífico: sí somos
capaces de llevar a cabo grandes empresas.
Llegué a Bogotá exhausto, dormí unas cuantas horas y, apenas me
levanté, lo primero que hice fue llamar a Fanny y contarle que había
recibido una segunda carta de Alfonso. Le pregunté si podía pasar a
visitarla y me dijo que me esperaba esa misma tarde a las cinco en
punto, en su casa.
Nos saludamos con la misma cortesía nerviosa de siempre y me
senté frente a ella en la sala comedor a tomar una taza de café que me
acababa de servir. Le pregunté por el perro, por Deimos, y me dijo que
estaba en el parque con Genaro, que estaba creciendo mucho y que su
hijo estaba feliz con él. Luego le hice un resumen a grandes rasgos de
la nueva misiva y le pregunté en un tono cordial y amistoso que no
buscaba intrigar, sino esclarecer puntos de la vida de Alfonso para
comprenderlo mejor:
—¿Tú sabías que había sido adicto?
—Sí, él mismo me lo contó —dijo ella con tristeza—. Yo lo
conocí después de su periodo de rehabilitación. Me aseguro que nunca
más volvería a recaer.
Una idea me cruzó veloz cuando Fanny terminó de hablar: ¿dónde
había conocido Alfonso a Fanny? No hacía alusión a ella en la carta,
quizás porque en la cronología que llevaba en sus dos mensajes, ella
todavía no había aparecido. Pero se me ocurrió que él solo se
relacionaba con mujeres en los burdeles y que sus amigas provenían
todas de ese mundo, como muy bien lo ilustraba su historia con
Claudia. Si eso era así, ¿de dónde había salido Fanny? ¿Había sido
ella también prostituta? ¿O lo era todavía y yo no sabía?
—¿Y cómo lo conociste? —pregunté fingiendo la mayor
ingenuidad que pude—. ¿En la pensión?
Hasta ese día, yo no había querido ahondar en un pasado gris que
a ella no le gustaba evocar. Incluso un día me había pedido
explícitamente (casi exigido) que si íbamos a ser amigos, lo fuéramos
ella y yo, sin meter a Alfonso en la mitad, sin convivir con un
fantasma que se alimentaba de nuestros recuerdos, tanto de los
mejores como de los peores. Yo acepté en aquel entonces, pero ahora,
después de la segunda carta, temía por él y me veía en la obligación
de alterar ese pacto que había sellado con Fanny.
—¿En qué quedamos, León? Dijimos que íbamos a dejar atrás a
Alfonso… Más bien, cuéntame cómo te fue en Argentina… Qué
bonito poder viajar así como tú…
—Mira, Fanny, yo no quiero meterme en lo que no me importa ni
tengo la menor intención de hurgar en tu vida privada —comencé
diciendo en un tono que pretendía ser trascendental—. Lo que pasa es
que al final de esta carta Alfonso habla de una misión, de un plan que
piensa ejecutar para que yo me sienta orgulloso de él, y ya sabes, soy
psiquiatra, y me queda imposible no imaginarme lo peor: que puede
llegar a poner una bomba o hacer un atentado. De hecho, leí en estos
días varios artículos en esa dirección y el perfil psicológico de
Alfonso, creo, me coincide para imaginarme algo así.
Fanny bajó la cabeza y permaneció callada. En ese silencio creí
intuir una cierta lealtad hacia Alfonso.
—Yo lo conocí de niño, hace muchos años —continué diciendo en
el mismo tono—. Y no me puedo hacer una imagen total de él solo
por estas dos cartas. Por eso te necesito. Tú lo conoces mejor que
nadie, estuviste cerca de él, sabes de qué es capaz y de qué no.
—El no mataría a nadie —afirmó ella con la cabeza gacha y las
manos cruzadas en el estómago.
—Yo no estoy diciendo eso, Fanny. Lo que intento explicarte es
que después de muchos años de agresiones y desprecios colectivos,
una persona pueda llegar al límite, a un estado en el que ya no puede
más, y entonces cree que le ha llegado el momento de vengarse de
todos esos años de atropellos. No son personas a las que les guste
matar, no. Son víctimas que buscan un desquite, una revancha que les
haga justicia y les regrese de alguna manera su dignidad perdida. ¿Sí
me entiendes?
Fanny asintió y suspiró. Luego levantó los ojos y miró por la
ventana. Dijo en una voz apagada:
—No creo que haya que ser psiquiatra para saber que todos
estamos cansados de que nos humillen y nos desprecien, y que
cualquier día somos capaces de decir no más y entonces pueden pasar
cosas lamentables… Yo tengo claro que ese límite es mi hijo… Al que
se llegue a meter con él, lo mato…
—Claro, Fanny, por supuesto —admití con paciencia y sin querer
alterarla más de lo que ya estaba—. Tienes toda la razón. El problema
es que si eres un discapacitado al que miran mal todos los días, un
hombre inteligente y sensible sobre el cual hacen chistes perversos y
al que la gente evita casi con asco, un tipo que tiene un alto sentido de
la dignidad y que, sin embargo, no puede evitar que lo pisoteen a
diario, entonces estamos más cerca de ese estallido que puede
terminar dañando e incluso matando a inocentes… Tú eres joven,
bonita, gentil, y no estás en ese mismo nivel, aunque como tú dices,
todos de una manera o de otra tenemos que soportar violencias y
agresiones del resto.
Fanny guardó silencio y bebió de su taza de café sin mirarme a los
ojos. Yo la imité y estaba a punto de excusarme y despedirme, cuando
ella elevó un poco el timbre de la voz y me miró por primera vez a los
ojos: —¿Estás muy preocupado por él, verdad?
—Mucho —confesé con sinceridad.
Ella recogió las dos tazas, las dejó en la cocina y volvió a sentarse
en el mismo sillón. Yo sabía que estaba tomando aire, que se estaba
preparando para hablarme de una vida que extrañaba y cuya
desaparición le dolía en la memoria.
—Es la primera y la última vez que te voy a hablar de esto —dijo
manteniendo la voz firme—. Yo conocí a Alfonso en un salón de
belleza que quedaba en la Carrera 13 con la Calle 42, dos cuadras
abajo de la pensión donde él había vivido desde niño. Se cortó el pelo
conmigo, se lo lavé con champú y con bálsamo para que le quedara
más sedoso y lo afeité con navaja, así como a él tanto le gustaba.
Conversamos durante un buen rato y me pareció dulce, encantador,
desprotegido, como si fuera un niño huérfano, y le dije que si quería
hacerse un tratamiento capilar para evitar la caída del cabello, yo se lo
podía hacer por un precio módico… La verdad es que quería volver a
verlo, quería seguir conversando con él, quería que fuéramos
amigos… El se rio y me dijo con ese humor negro que lo caracteriza:
“¿Me estás diciendo que encima de enano y feo me estoy convirtiendo
en una bola de billar?”… La compañera que trabajaba conmigo y yo
no pudimos dejar de reímos con él… “Más o menos”, le contesté…
Quedamos entonces de empezar al día siguiente a probar un producto
que nos acababa de llegar de Estados Unidos… Así fue como nos
hicimos íntimos, casi inseparables… Después, yo empecé a ir a
almorzar a su casa en la hora libre que tenía al mediodía, a ir a cine al
Radio City, que nos quedaba a una cuadra, a ir a comer y a caminar
por las noches antes de tomar el bus para mi casa… Me contó lo de la
rehabilitación y me confesó su problema con las mujeres, me dijo que
hasta el momento solo se había acostado con mujeres de la calle… Yo
no juzgué eso, no soy nadie para juzgar a los demás… Y no vayas a
creer que así me conoció a mí, porque sé que se te acaba de ocurrir, lo
vi en tu cara… No soy puta, si era lo que querías saber y de alguna
manera te tranquiliza…
En ese momento de la conversación bajé la cabeza y no me
defendí. Ella continuó:
—Me gustó que fuera sincero conmigo y me abriera su alma…
Por primera vez, un hombre se mostraba tal y como era, con sus
defectos y sus errores a la vista… Eso era lo que tanto me enternecía
de él: su franqueza, su transparencia… Como mujer, después de
muchos engaños y mentiras, tú no tienes cómo pagar la absoluta
confianza que un hombre te genera… Era una época muy difícil para
mí porque yo venía de sufrir una pérdida reciente… Había sido novia
de un joven que llevaba años luchando para que le regresaran el
cadáver de su hermana desaparecida durante una masacre en el
Magdalena Medio… Imagínate, desde 1985 su vida se había
convertido en eso: en luchar por los derechos de su hermana ya
muerta, en descubrir quiénes la habían sacado de la finca a las malas,
a rastras, con los ojos vendados, adonde la habían llevado, quién había
dado la orden de torturarla y quién había ejecutado esa orden, cómo
había muerto y dónde la habían enterrado… Uno de los implicados,
acosado por cargos de conciencia, decía que los perpetradores del
crimen habían sido unos guerrilleros que estaban haciendo limpieza
en la zona, liquidando a campesinos a los que creían informantes de
las Fuerzas Militares… La verdad es que la hermana de mi novio y las
otras personas detenidas no tenían ni idea de lo que les preguntaban…
Mi novio ingresó a la Penitenciaría La Picota para entrevistarse con el
testigo y pedirle más información que implicara legalmente a los
guerrilleros que estaban involucrados en el hecho… Imagínate, saber
que necesitas ver a ese hombre, que él es la única clave para hacer
justicia, que él es tu única arma para encontrar a los demás y
procesarlos, pero que es posible que él también hubiera sido el
encargado de interrogar y golpear a tu hermana… Terrible, mi novio
sufrió mucho antes de ese encuentro… No dormía, se preguntaba qué
le iba a suceder cuando lo viera, si le darían ganas de matarlo, si iba a
ser capaz de sentarse con él en el patio de la prisión a conversar…
Imagínate, tú charlando con él tipo que tal vez torturó y de pronto
asesinó a tu hermana… Cuando acompañé a mi novio hasta la
estación de Molinos de Transmilenió estaba con fiebre, con bufanda,
atacado por una virosis, destrozado… Me contó después que se
tropezó con un anciano de cabello blanco, encorvado, con bastón, un
abuelito que parecía indefenso y que le pidió excusas en la primera
frase, le suplicó que lo perdonara, le dijo que llevaba quince años
atormentándose por haber sido cómplice de semejante horror… Eso
calmó un poco a mi novio y pudieron conversar… El hombre le dio
toda la información, nombres, fechas, rangos de los guerrilleros que
habían dado las órdenes, dónde estaban las fosas comunes con los
cadáveres, cómo había muerto cada uno de los detenidos, todo… Mi
novio salió de la cárcel con ese testimonio grabado y entabló más
demandas y siguió insistiendo en llevar a la cárcel a los culpables…
Entonces se desató la persecución, lo amenazaron, le mandaron
sufragios a la casa, le dijeron que me iban a coger a mí y que me
regresarían picada entre un costal, que retirara los cargos y que dejara
las cosas así si quería seguir viviendo… Mi novio, en lugar de
acobardarse, se enfureció aún más y multiplicó sus esfuerzos… Tú no
te imaginas cómo era él… Para no cansarte con esta historia, te diré
que un día íbamos caminando por la calle, a la salida de su
apartamento, y dos tipos se bajaron de un taxi y le dispararon a
quemarropa… A mí también me pegaron un tiro, aquí, en la clavícula,
y después se subieron al taxi de nuevo y se fueron… Mi novio se
murió entre mis brazos, ahogado en su propia sangre…
Fanny se levantó y se fue hasta la cocina a secarse las lágrimas. Yo
no dije una sola palabra, estaba inmovilizado por la magnitud del
relato, conmovido. Ella regresó y continuó hablando en el mismo
tono:—
Uno cree que solo los militares y los paramilitares se comportan
de ese modo. Qué va. Los del otro bando son iguales. No hay mucha
diferencia entre ellos. Por algo son soldados todos, les gustan las
armas, los ataques, las estrategias, la muerte. Lo único que cambia es
el uniforme.
Ella hace un alto en el relato, se suena, toma aire y continúa:
—Pasé meses enteros en una clínica de reposo intentando superar
una depresión… No pude ir ni siquiera al entierro de mi novio…
Habíamos hecho planes para casamos, para comprar un apartamento y
tener un bebé… Yo estaba segura de que era el amor de mi vida… Y
la imagen de él ahogado en sangre, mirándome con esa ternura
mientras se moría, esa imagen no me dejaba dormir y me hacía llorar
horas enteras… Cuando salí de la clínica, la familia de él siguió
ayudándome y me pagaba una terapia con una psicóloga… Ahí
conseguí el trabajo en el salón de belleza y me dediqué a ir de la casa
a la peluquería y de la peluquería a la casa… Nada me entusiasmaba,
nada me gustaba, no quería saber de nadie… Llevaba un año así
cuando entró Alfonso al salón y enseguida me di cuenta de que él
había sufrido tanto como yo, o aún más… Y no me preguntes por qué,
porque yo no soy psicóloga ni psiquiatra, pero eso fue lo que me
atrajo de él: que era el único que podía entenderme de verdad, que era
un hombre que venía también del mismo sitio de donde yo venía: el
infierno… Y por eso empecé a salir con él, por eso nos hicimos
amigos, por eso lo quise tanto… Y te juro por lo más sagrado que su
deformidad física no me importaba, es más, ni siquiera la notaba ya,
no la veía… Pero no sé qué fue lo que le pasó a él conmigo, no sé por
qué quiso hacerse a un lado y abandonarme… En ese punto nunca fue
claro conmigo… Yo se lo pregunté miles de veces, le dije que tenía
derecho a saber, y no, las explicaciones que me daba eran todas
confusas, extrañas… Que quería estar solo, que se iba de viaje, que él
no podía casarse ni tener hijos, que yo iba a sufrir mucho a su lado…
Lo único que te puedo asegurar, y sé que no tengo ni tu inteligencia ni
tu cultura, es que él es incapaz de hacerle daño a otra persona, él no
está lleno de odio, como tú supones, ni quiere vengarse de nadie… Yo
lo que creo es que él está junto al mar, en la playa, que es su gran
obsesión, y debe estar preparando un gran viaje en barco, pues
muchas veces se levantaba en las horas de la noche agitado y sudando,
y decía, como si siguiera soñando con los ojos abiertos, que las olas
no lo dejaban dormir, que estábamos en medio de una gran tormenta
pero que no me preocupara, que no íbamos a naufragar… El no será
feliz hasta que no viva en el mar, viajando… Y ya, eso es todo lo que
tengo para decirte… Espero que no vuelvas nunca más a preguntarme
porque no tengo más que decirte…
Asentí, me acerqué a ella y le tomé las manos con suavidad. Le
dije en voz baja:
—Gracias, no sabes cómo valoro lo que acabas de hacer. No te
volveré a molestar, te lo aseguro. Y me excuso por lo que pensé, fue
una idea fugaz, que se me ocurrió no sé por qué, supongo que
influenciado por la carta de Alfonso, pero esto no va a suceder otra
vez… Le di un beso en la mejilla, me despedí y salí a caminar hasta la
bahía donde solía parquear el carro. Las recientes frases de Augusto
en el Club de Veleros de Barlovento me llegaron en toda su
intensidad:
Del útero al barco, del líquido amniótico al gigantesco océano donde
buscamos cumplir aventuras que nos lancen más allá de nosotros mismos,
como cuando decidimos salir por la vagina y enfrentar un elemento
desconocido. Todo aventurero rememora la máxima prueba: nacer, ir más
allá, cruzar, extralimitarse. Navegamos en realidad para conquistar estados
mentales desconocidos dentro de nosotros mismos.
¿Era Alfonso el ejemplo perfecto de la teoría de Augusto? ¿Estaba
Alfonso preparando su gran viaje de retorno al útero, el único lugar en
el que había sido auténticamente feliz, el lugar del que no debió salir
jamás? Aunque la verdadera pregunta era: ¿desde dónde estaba
preparando ese viaje? ¿En qué puerto del mundo se encontraba mi
amigo alistándose para convertirse por fin en uno de los aventureros
de sus historias de adolescencia? ¿Y cómo hacía para hacerme llegar
sus cartas sin matasellos de correo? ¿A quién se las entregaba para que
después esa persona las dejara en el hospital donde yo trabajaba?
¿Quién era ese intermediario o esa intermediaria fantasma que no
dejaba ninguna huella detrás de sí? ¿Quién era el tercer vértice del
triángulo?
En una rápida investigación di con el psiquiatra que había tratado
a Alfonso durante su tratamiento de desintoxicación: mi colega
Bernardo Rojas. Le mandé por fax las cartas de Alfonso y nos
entrevistamos en dos oportunidades para conversar sobre mi viejo
amigo de infancia. Bernardo lo recordaba como un tipo muy
inteligente, sagaz, con la capacidad suficiente como para observarse a
sí mismo y sacar conclusiones sobre sus propios procesos. Me aseguró
que tratarlo había sido un placer y que el resultado saltaba a la vista:
no había vuelto a consumir alcohol ni drogas. No sabía nada sobre su
vida sexual, pero estaba seguro de que el paciente estaba al otro lado
de la línea, a salvo de sus adicciones. El problema ya no era ese, sino
un tema más profundo que preocupaba a Bernardo y que era quizás el
origen de esas dos cartas: unas obsesiones, unos estados delirante que
acercaban a Alfonso a brotes sicóticos en los cuales perdía su
identidad. Durante los tres meses de reclusión, mi colega le había
pedido que escribiera acerca de esas visiones, de esos trances en los
que era otro. Y me mandó, también por fax, copia de esos escritos.
Según parece, los primeros días sin consumir alcohol ni sustancias
psicotrópicas fueron los peores, como lo confiesa abiertamente
Alfonso en la carta. Sin embargo, lo que agravó la situación no fue el
síndrome de abstinencia, sino que el cerebro de Alfonso se desplazó
hacia otro estado, hacia una zona que su propio inconsciente había
alimentado durante años y de la que no pudo salir. En un principio,
sintió que Vito Dumas, el navegante solitario, lo llamaba, lo
interpelaba, le decía que lo necesitaba, que había llegado la hora de
acudir a la cita. Eran apariciones casi siempre nocturnas, durante los
períodos de fiebre y bajo el efecto de algunos ansiolíticos que le
estaban suministrando. Después, el fantasma de Dumas, por llamarlo
de alguna manera, se trasladó a la clínica y se convirtió en una
presencia permanente que lo perseguía en las duchas, en el comedor,
en los jardines exteriores de la institución. Una especie de
esquizofrenia muy precisa con una obsesión invariable. Alfonso luchó
en contra de ese personaje, procuró alejarlo de su mente, combatirlo,
pero después se rindió y empezó a sospechar que tal vez no era un
producto de su cerebro maltrecho, sino una entidad real, un fantasma
de verdad que estaba vagando por el mundo en busca de discípulos
que estuvieran dispuestos a continuar la misión emprendida por él,
como un nuevo Mesías que no desea que su legado entre en el olvido.
Algunas de las anotaciones de esa especie de diario de reclusión
muestran la forma como la mente de Alfonso es invadida poco a poco
por esa obsesión:
Anoche, después de que la enfermera jefe saliera a dar su ronda por los
distintos pabellones, Dumas apareció en el umbral de la habitación, con su
vestido de marino deshilachado, con su sombrero para protegerse de los
chubascos y con su pipa en la mano derecha, y me dijo como si fuéramos
viejos amigos:
—Ya no puedes seguir escondiéndote de esta manera tan vulgar. Tuno
eres como los demás. No finjas más, no seas cobarde. Te necesito, y lo sabes
bien. Arregla tus cosas y prepárate para partir. El mar nos está esperando.
Yo te enseñaré lo que sea necesario. El resto lo aprenderás por tu propia
cuenta.
A las cuatro de la mañana, me desperté, como se me está volviendo
costumbre, y un agitado oleaje mecía la cama de un lado al otro de la
habitación. Miré por la ventana y una tormenta de gran envergadura
agitaba el mar e iluminaba el firmamento con sus rayos que tronaban en
medio de la noche. Pensé que iba a naufragar, pero no, hacia las cinco de la
mañana el aguacero cesó, los vientos amainaron y el mar se estabilizó hasta
alcanzar una relativa calma. Cuando la enfermera entró al amanecer, le dije
mirando por la ventana:
—Anoche estuvimos a punto de hundimos.
Ella creyó que se trataba de una metáfora acerca de mi abstinencia. No,
la frase la dije en sentido literal.
Dumas dice que esta reclusión es solo un paso hacia la recuperación que
tanto estoy necesitando para enfrentar mi verdadero destino. Creo que tiene
razón. Para ingresar al paraíso es preciso antes haber atravesado el
infierno. No hay otro camino.
Le pregunté a Bernardo si Alfonso podía ser considerado como un
esquizofrénico en regla. Me dijo que no estaba seguro, que parecía
más bien un hombre que había construido un mundo interno muy rico,
muy propio, y que ese inconsciente de repente afloraba al consciente
con una fuerza que resultaba peligrosa, amenazante. Su forma de
escribir, me explicó, tan pulcra, tan cuidadosa, sin errores de
ortografía ni de sintaxis, con esa caligrafía antigua impecable, era la
demostración de un equilibrio físico e intelectual del que carecía por
completo un paciente esquizofrénico.
—No sé si estemos más bien frente a un caso de visiones estéticas
—me dijo Bernardo durante nuestra segunda entrevista—. Recuerda
que los pintores o los escritores suelen ver a sus personajes, los oyen
hablar, conviven con ellos durante la creación de la obra, y eso no
significa que tengamos que recluirlos en clínicas psiquiátricas. Lo
mismo pasa con los niños. Ven duendes o tienen amigos imaginarios,
y no por eso los vamos a catalogar como locos. Yo creo que Alfonso
es un artista, un artista de verdad que está habitado por imágenes que
lo desbordan. Por eso le recomendé escribir. Pensé que esa podía ser
una manera de expurgar, de sacar fuera de sí esas presencias.
Me contó Bernardo también que Alfonso había tapizado su
habitación de la clínica con fotos de barcos, marineros, costas,
muelles, embarcaderos, tormentas y corrientes oceánicas. Entre esas
figuras, había toda una pared para Turner, el pintor inglés que se
amarraba a los mástiles de las naves para sentir las tormentas en su
propio cuerpo y después llevarlas a la tela. Uno de los pasajes del
diario hacía alusión a este artista:
En el cuadro “Tormenta de Nieve”, Turner no pintó una tormenta de
nieve, sino un estado del espíritu. Sus palabras me parecen la confesión de
un gran descubrimiento. Dice Turner: “No lo pinté para que fuera
entendido, sino porque quería mostrar cómo luce semejante espectáculo.
Hice que los marineros me ataran al mástil para poder observarlo. Cuatro
horas seguidas me mantuvieron atado. Creí que iba a morir. Pero yo quería
fijar su imagen en caso de sobrevivir”. Al final, creo que lo que Turner pintó
no fue ese espectáculo exterior, sino el espectáculo interior, lo que le pasó a
su cerebro después de estar cuatro horas enteras soportando los embates de
una tormenta en alta mar. Lo que hay en la pintura no son objetos, cosas,
materia, sino la psique durante un estado alterado de conciencia.
Así me siento yo. No soy más que fuerzas desplegadas en un caos cuyo
centro escasamente se sostiene.
Por otro lado, mi amiga Emma Joyce, después de contarle acerca
del libro de Vito Dumas y de su influencia en este misterioso amigo
mío de infancia, me lo pidió prestado y se lo leyó completo. Luego me
envió un correo electrónico en el que me decía:
León:
Dumas nació en 1900 y vivió en Palermo. Fue enterrado en el Panteón
Naval y tenía su barco en el Yatch Club Argentino, que ha sido más bien un
club aristocrático. Mi papá nació en 1908 y mi mamá en 1912, es decir, era
de la generación de ellos. En esa época, todavía las colonias europeas y
otras no estaban muy adaptadas y se diferenciaban entre ellas y tenían sus
prejuicios mutuos. Yo lo veo relacionado con la inmigración, con la llegada
en los barcos, que tardaban muchísimo. Tal vez la familia provenía de algún
lugar de Francia sobre el Mediterráneo. Si tengo que inventar, pensaría que
la mamá era de origen italiano o italiana, y que Vito viene de Vittorio. La
nostalgia por la tierra de origen es un sentimiento muy fuerte en Buenos
Aires, que pasa de generación en generación.
Hay otra cosa que se me ocurre, la necesidad de salvar de la guerra a
los familiares. En esa época, se sentía mucho la Segunda Guerra en la
Argentina, y más en Buenos Aires, porque, quien más, quien menos, tenía
familiares en alguna parte de Europa. En Buenos Aires la población
extranjera superaba a la argentina en ese entonces. Eso fue considerado
posteriormente como un tema muy importante en muchos aspectos que iban
desde la seguridad nacional hasta el problema de la integración cultural.
Desde que terminé el libro, cada tanto pienso en la posibilidad de que la
razón por la cual se iba era para que lo recibieran al regreso. En el
imaginario de todo argentino de Buenos Aires de mi generación y de las
anteriores hay un barco que llega o que se va, y la gente que despide o
recibe al viajero. Fíjate que él le da importancia especial a los amigos que lo
esperan y a la llegada a Uruguay y a Buenos Aires, donde lo aguarda una
cantidad enorme de gente.
Era una bella hipótesis imaginar que Alfonso soñaba con los viajes
porque en realidad soñaba con alguien que lo despidiera en el puerto
de salida o alguien que lo abrazara en el puerto de llegada. Nos
alejamos o nos acercamos, pero siempre en relación a los otros,
siempre con los otros como referencia. Lo cierto es que parecía que
Fanny había dado en la clave cuando me contó acerca de sus
obsesiones con el mar y con la posibilidad de que él estuviera en ese
momento en algún puerto preparando el gran viaje de su vida.
Entre los datos que encontré en la clínica donde Bernardo lo había
recluido para su tratamiento, hubo uno que me llamó la atención: que
la única visita que había recibido, la de su amiga Claudia Estupiñán,
había quedado registrada en el libro de entradas y salidas con la
cédula de ella y un número de teléfono dónde contactarla en caso de
emergencia, pues nadie más había visitado al paciente y no tenía
familiares conocidos. Copié el número y me lancé en esa dirección,
pues en realidad no tenía ninguna otra pista que me condujera al
posible paradero de mi amigo.
En ese número telefónico ya no vivía Claudia, pero sí una amiga
suya que me preguntó quién era yo y para qué la necesitaba. Le
expliqué el caso y le dije que la vida de una persona estaba en juego.
—¿Usted es amigo de Alfonso? —dijo ella con incredulidad.
—Lo fui de niño y, como le cuento, he recibido dos cartas suyas
recientemente y necesito dar con su paradero.
—Alfonso, qué personaje… —susurró la mujer en el teléfono
como si se estuviera tomando su tiempo para recordarlo.
—¿Me puede decir algo de él que me sea útil?
—Todas lo queríamos mucho. Un gran tipo. Pero desapareció de
un momento a otro y nunca más volvió. Estuvo en una clínica de
reposo y Claudia lo visitó allá.
Sí, por eso encontré este número. Estaba en el libro de visitas.
—Déjeme un número y yo se lo doy a ella para ver si quiere
hablar con usted o no. ¿Le parece?
—Sí, de acuerdo. Lo único que le pido es que le insista en que es
un caso de emergencia, que de verdad cualquier cosa que me pueda
decir de él, yo lo apreciaría mucho.
Le dicté a la mujer el número de mi celular y el número de mi
oficina en el hospital, y le insistí en que le transmitiera a Claudia mi
preocupación con respecto a nuestro amigo común. Esa misma noche,
a eso de las diez o las diez y media, sonó mi celular y vi en la pantalla
un número desconocido. Contesté. Era Claudia, que hablaba desde un
lugar donde se podía escuchar música de fondo y varias personas
cruzando muy cerca de ella.
—¿Usted es el amigo de Alfonso? —preguntó con una voz
delicada, dulce, con buena dicción.
—Sí, necesito hablar con usted, Claudia, es urgente. No le quitaré
mucho tiempo. Por favor.
—¿Sabe dónde queda Doll’s House?
—No tengo ni idea.
—En la Caracas con Calle 23. Mi nombre aquí es Vanesa. Estoy
vestida con un pantalón rojo.
—Ya voy para allá.
—Listo, chao.
Llegué en pocos minutos en un taxi que había llamado por
teléfono. Entré a uno de los burdeles donde Alfonso había pasado
muchas noches de rumba, feliz por el efecto de la cocaína y del
alcohol, convertido en un hombre apuesto y simpático que coqueteaba
con las mujeres del lugar. El sapo embrujado quedaba afuera, en el
andén, y solo entraba el príncipe heredero que todas las noches se
lucía frente a las mujeres del reino. Eché un vistazo entre las mesas,
en la pista de baile, y al fin, en la barra, vi a una mujer rubia de edad
indescifrable con unos jeans rojos bien ajustados al cuerpo. Me
acerqué a ella, le pregunté si era Vanesa, se sonrió y me invitó a que
nos sentáramos a una de las mesas. Pedí media botella de ron para no
llamar la atención, y nos hicimos en un rincón donde pudiéramos
conversar lejos de la música y de los shows de striptease que ofrecía
el lugar cada quince minutos.
Claudia era una mujer de buenos modales, tranquila, con un
carácter muy dulce, entendí enseguida por qué Alfonso se había
sentido atraído por ella. Su primera mujer, me dije mentalmente, la
que lo había hecho hombre. Me contó primero lo que yo ya sabía: la
época de las drogas y el alcohol, la amistad con ella, la reclusión en la
clínica, la visita que a él tanto le había impactado.
—Eso fue cuando vivía con mi hija —me dijo con la mano en la
mandíbula y mirando el piso ensimismada—. Después perdí el trabajo
que tenía, tuve que mandarle la niña a mi mamá y regresar aquí
porque no encontré nada más.
Me contó entonces que había hablado con Alfonso algunas veces
por teléfono y que él no tenía la menor intención de regresar a la zona
de tolerancia. Estaba concentrado en otra cosa: planeaba un viaje muy
largo en el que, según él, invertiría mucho tiempo. No quería perder
sus objetivos gastando energía en cuestiones que ya no le interesaban.
Claudia intentó citarlo varias veces a almorzar o a comer en un sitio
público, pero Alfonso se resistió y dijo que no.
—Me imagino que yo le recordaba todo ese pasado que tanto le
desagradaba —dijo ella con cierta tristeza—. Entendí que quisiera
alejarse de mí, pero era una época en la que yo me sentía muy sola y
no tenía amigos. Solo a él. Necesitaba conversar con alguien. Por eso
lo busqué tanto.
Claudia encontró la dirección de la vieja casa de la Calle 42 y una
tarde se decidió a timbrar y a preguntar por él. Hermelinda, la
empleada de confianza de Alfonso, le abrió la puerta y le pidió que
esperara, por favor, que ya le avisaba al señor. Alfonso no la recibió
muy bien. La hizo seguir a su apartamento en el tercer piso, en la
buhardilla de la casa y Claudia se sintió intimidada por la extrañeza
del lugar: por todas partes había recortes de cuadros y fotografías y
dibujos de barcos y tormentas marítimas. Las paredes y el techo
estaban tapizados de escenas de navegación, incluso las puertas.
Alfonso la invitó a sentarse a una mesita y le habló sin mediación
alguna, como si ella no estuviera allí y él continuara con un monólogo
en voz alta que había interrumpido. Se refirió a un monje llamado San
Brendan, un místico que había navegado desde Irlanda y que era el
verdadero descubridor de América, el primer marino sobre el cual
había un viaje documentado a través del Atlántico hasta nuestro
continente. Claudia no entendió nada y pensó que Alfonso estaba
completamente loco. Recordó el nombre del monje porque Alfonso se
lo repitió varias veces y porque le mostró unas fotografías del diseño
del barco que el místico había utilizado para su hazaña. Desplegados
en el piso, sobre la mesita y sobre la cama sin tender, había una
cantidad de mapas y cartas marítimas con ciertos puntos resaltados
con marcadores de colores: islas, meridianos, arrecifes peligrosos,
costas caribeñas subrayadas. Ella sintió miedo y lo único que quería
era salir de allí cuanto antes y no volver. Buscó un pretexto, le dijo
que era grato volver a saber de él y huyó despavorida por las escaleras
hasta encontrar la puerta de salida y pisar el andén. Solo cuando
estuvo afuera, en la calle, se sintió segura.
—Fue la última vez que lo vi. No tengo ni idea de qué fue de él.
Supongo que debe estar en alguna institución mental. No creo que se
haya recuperado. Lo contrario: parecía estar mucho peor que cuando
lo vi hospitalizado.
Y no sé por qué en ese justo instante, cuando Claudia terminó la
frase y agitó su cabello hacia un lado de manera coqueta, se me
ocurrió una idea demoníaca, perversa, que surgió de mi inconsciente
sin que yo tuviera tiempo de eludirla o procesarla: se me ocurrió
acostarme con Claudia. ¿Por qué? ¿Con qué objetivo? No lo sé
realmente. Llevaba semanas sin tener relaciones sexuales con ninguna
mujer y ya sentía que el cuerpo me lo demandaba, casi me lo exigía. Y
los jeans ajustados, la piel tersa y suave de sus hombros, su voz
melodiosa, las formas torneadas y perfectas de sus anchas caderas me
hicieron desearla en un frenesí súbito que me asustó por su intensidad.
Ella debió notar el cambio en mi mirada porque me dijo con una
sonrisa de picardía:
—¿Por qué me miras así?
—No sabía que eras tan bonita.
—Los hombres, típico…
—No entiendo la frase…
—Me deseas porque sabes que estuve con tu amigo. No te
avergüences por eso. Les pasa a todos. Incluso, a veces, regresan a
escondidas a acostarse con las chicas con las que estuvieron sus
amigos. Solo desean lo que desean los demás. Basta con que tú te
sientes en alguna mesa, y de inmediato los otros empiezan a hacerte
caras y a mandarte mensajes con los meseros. En cambio, estás sola y
disponible, y ninguno te mira.
Me sentí un traidor, poca cosa, rastrero, pero no pude impedirlo y
seguí deseándola con locura. No quise empezar a teorizar ni aplicarme
a mí mismo mis esquemas psiquiátricos. A veces es mejor dejarse a un
lado y olvidar lo que se sabe para poder experimentar la vida sin
mediaciones que la entorpecen. Compartir una mujer con Alfonso,
¿por qué no? Y no cualquier mujer, sino su primera mujer… ¿No era
una forma de acercarme a él, de estar a su lado, de convertirme en su
gemelo real? Claudia pareció darse cuenta de que yo seguía
confundido, atraído de manera irracional y maligna por ella.
—¿Entramos? —me dijo con una sonrisa sensual—. Prometo
portarme bien y hacer todo lo que quieras. Tú también me encantas…
Dije que sí y ella me indicó el precio. Le entregué unos billetes y
me condujo al segundo piso, a una habitación con espejos y colores
intensos donde nos esperaba una cama con dibujos eróticos sacados
del Kamasutra. Claudia comenzó a desvestirse y se quedó en una ropa
interior roja insinuante que contrastaba con su cabellera rubia y sus
ojos pardos. Nos tocamos, nos acariciamos y ella me ayudó a
desnudarme entre risas y coqueteos que iban y venían de lado y lado.
Tuve una erección completa, me puse el condón y, cuando estaba a
punto de penetrarla, como si estuviera bajo el influjo de algún
maleficio, sentí la presencia de Fanny dentro de la habitación, su
cabellera negra, sus ojos negros vigilándome, censurándome cada
contacto físico que tenía con ese cuerpo que también había sido de mi
amigo de infancia. En lugar de alejarse, Fanny se fue acercando cada
vez más hasta meterse dentro del cuerpo de Claudia y apoderarse de
él. Ahora estaba ahí dentro y sus ojos negros me miraban desde los
ojos pardos de la otra. Perdí la erección, suspiré y caí derrotado sobre
el colchón.
—Lo siento, creo que bebí demasiado —susurré con la cara
hundida entre la almohada.
—Pero si estabas perfecto, ¿qué te pasó? —me preguntó Claudia
abrazándome y apretando su cuerpo desnudo contra el mío.
—No estoy acostumbrado a beber.
—¿Estás enamorado?
—No lo sé.
—Fresco, puedes venir otro día o me llamas. Ahora te dejo mi
celular.
En efecto, unos minutos después, en la barra del primer piso, en
una tarjeta donde se le hacía propaganda al negocio anunciando que
allí trabajaban “las chicas más bellas de América”, Claudia garrapateó
su nombre y su teléfono celular.
Entonces, de un modo misterioso, como una revelación súbita que
me iluminaba la situación, tuve la certera intuición de que ella me
había dejado en el hospital los sobres con las cartas de Alfonso.
Estaba seguro, y la muy hipócrita se estaba haciendo la estúpida.
Decidí dejar en claro que podía jugar los juegos que le diera la gana,
pero qué yo no era un cretino despistado al que iba a engañar a su
antojo.
—¿Por qué me mentiste? —le dije a bocajarro.
—¿A qué te refieres?
—Me dijiste que no habías vuelto a saber nada de Alfonso.
—Es cierto, no sé dónde está.
—Tú eres la persona que me dejó sus cartas en el hospital. ¿De
qué se trata todo esto?
Claudia bajó la cabeza y me contestó sin mirarme a la cara:
—No sé dónde está, te lo juro. Me llamó, me dijo que me iba a
enviar unos documentos y que por favor los entregara en el hospital a
nombre tuyo. Eso fue todo. No sé de dónde llama ni tampoco sé qué
hay dentro de los sobres. Nunca los abrí. Por favor, créeme…
—Esos sobres iban dentro de otros sobres que deben tener
estampillas o matasellos de correo. Y también debe estar el remitente.
—No, no hay remitente. Yo me fijé bien. Y las estampillas son
ecuatorianas, eso sí.
—¿Los guardaste?
—No, los arrojé a la caneca. No les di mayor importancia.
—¿Y qué recibiste a cambio por hacerle ese favor?
—Entre cada paquete venía bien camuflado un billete de cien
dólares. Era para mí. No le vi problema a eso. No pensé que fuera
nada ilegal, solo un favor a un viejo amigo y ya está. Te juro que te
estoy diciendo la verdad.
No, no es nada ilegal. Pero me mentiste y ya no puedo confiar en
ti.
Nunca la llamé ni la volví a ver. Salí a la calle agotado, como si
acabara de correr una maratón completa y tiré la tarjeta con su número
de celular en un bote público de basura. Estaba harto de los laberintos
y misterios trazados por un psicópata para que yo me perdiera en ellos
y al final el Minotauro me alcanzara y me cortara la cabeza. Luego
tomé un taxi y regresé a mi casa con una depresión súbita que me
hundía entre arrepentimientos y culpas mezcladas: Alfonso, Fanny,
Claudia, yo. ¿Qué carajo era lo que me estaba pasando? ¿Era esto un
juego de espejos contrapuestos? ¿Estaba enamorado de Fanny hasta el
punto de bloquearme sexualmente con otras mujeres y solo desearla a
ella y a nadie más? ¿Cómo había terminado yo enredado con las
mujeres que habían tenido vínculos amorosos con Alfonso? ¿Era
cierto que solo deseamos a través del deseo de los otros? ¿Era toda
esta historia un plan preconcebido en la mente enferma de un
jorobado cuya insania saltaba a la vasta? Esa noche soñé con un
corredor largo y estrecho por el que yo deambulaba a ciegas. Alfonso,
abrazado a Fanny y a Claudia, se reía de mi torpeza y gritaba entre
carcajadas: “Está perdido, mírenlo, no va a encontrar la salida”.
Unos días después, consulté en la Biblioteca Luis Ángel Arango el
tema de San Brendan. Claudia recordaba o creía recordar que ese era
el nombre con el cual estaba obsesionado Alfonso la última vez que lo
había visto. En efecto, la historia existía y era apasionante. Encontré
dos libros al respecto: la crónica medieval que hacía referencia al
viaje de un monje irlandés hasta una Tierra Prometida, y la crónica de
un marino llamado Tim Severin, quien, siguiendo paso a paso cada
una de las indicaciones del texto original, había construido un barco,
lo había forrado con cuero, le había untado grasa animal y se había
lanzado al mar hasta llegar a Terranova y comprobar que el antiguo
monje era el primer hombre que había llegado a América desde
Europa atravesando el Atlántico Norte.
Si el viaje medieval era cierto, como lo aseguraba Severin y varios
expertos de la National Geographic, San Brendan había llegado a
América casi mil años antes que Colón y cuatrocientos antes que los
vikingos. La ruta elegida había sido la siguiente: salir de Irlanda hacia
el norte y atravesar las Islas Hébridas; hacer una primera parada en las
Islas Feroe; navegar hacia Islandia y hacer una segunda parada muy
cerca de Reykiavik; cruzar el estrecho de Dinamarca y bordear la
costa de Groenlandia; finalmente arribar a Terranova o a la península
de Labrador en la costa canadiense. Esa era la ruta que había
cumplido Severin en 1976 siguiendo las descripciones medievales y el
éxito de su hazaña le había dado la vuelta al mundo. Había viajado
desde Irlanda hasta América en una pequeña embarcación forrada con
cuarenta y nueve cueros de buey, y cuyas correas, pellejos y madera
habían sido protegidas con grasa de lana derretida. Un barco hecho a
la medida exacta de la crónica medieval.
No era fácil descubrir si Alfonso estaba preparando un viaje por el
Atlántico (Claudia había dicho que tenía mapas caribeños extendidos
sobre el piso y la cama), es decir, un viaje influenciado por la historia
del santo irlandés, o si por el contrario estaba planeando un viaje en la
línea de Vito Dumas, esto es, hacia el sur. Lo cierto es que tanto el
monje como el argentino navegaban con una misma imagen en la
cabeza: salvar el mundo, llegar a la Tierra Prometida o impedir que las
atrocidades de la Segunda Guerra se convirtieran en un modelo a
seguir para las futuras generaciones. Viajar era sinónimo de una
expurgación, de una purificación que la humanidad necesitaba para
seguir adelante. No obstante, el dato de que los dos sobres traían
estampillas ecuatorianas me indicaba que Alfonso se había inclinado
más por la opción Dumas, por un viaje hacia el sur partiendo del
Océano Pacífico. Eso era lo que tenía que confirmar. Sin embargo,
antes tenía pendiente una última averiguación: quería saber si era
posible encontrar a la familia de Ana Valencia, la amiga de Alfonso en
la clínica, y preguntarles por ese vínculo que había surgido de manera
espontánea entre los dos pacientes. Tal vez ella había comentado algo
que Alfonso escondía en su carta, no sé, algún dato que me permitiera
ir dándole forma a ese rompecabezas que aún no terminaba de
entender.
Ana pertenecía a una familia de clase media y su madre había
sufrido con una hija a quien ella consideraba díscola, por fuera de la
ley, como si la enfermedad no fuera involuntaria sino un arma más
que Ana utilizaba para rebelarse en contra de las costumbres de un
entorno conservador y tramposo. Le admiraba a su hija su
inteligencia, su cultura, su agudeza, pero le temía cuando se
transformaba en un animal salvaje que solo podían controlar los
enfermeros de las ambulancias y los sedantes. Me presenté como un
psiquiatra que estaba investigando sobre el vampirismo clínico y así,
poco a poco, fui llegando a lo que realmente me interesaba: la amistad
de la joven con Alfonso. La madre de Ana me atendió con amabilidad
y no le disgustó entrevistarse conmigo. Quizás, en lo más profundo de
sí, extrañaba hablar sobre su hija, recordarla, hacerla presente
mediante un diálogo amistoso con alguien que la comprendiera.
—¿Recuerda algo en particular de la amistad con ese paciente
Alfonso? —pregunté fingiendo que anotaba en mi libreta toda la
conversación.
—Ana lo quería mucho, lo quería de verdad —dijo la señora
mordiéndose el labio inferior—. Decía que era como ella, que ambos
venían de mundos similares. Era un tipo jorobado, enano, con una
mirada agresiva, que estaba recluido por drogadicto y alcohólico, Lo
peor de lo peor. Sin embargo, a mi esposo y a mí nos tocó tolerar esa
relación porque no teníamos salida. La proximidad con ese señor le
hizo bien mientras estuvo interna en la clínica. Leían juntos,
caminaban, veían películas en la sala de estar. Temíamos que después
ella se enamorara de él, lo cual ya hubiera sido el colmo. Como es tan
rara… Perdón, era…
La mujer bajó la cabeza como si la frase le acabara de recordar su
muerte.
—¿No siguieron viéndose a la salida de la clínica? —dije con el
esfero en la mano y la libreta abierta frente a mí.
—Se prometieron mutuamente que iban a mantener la amistad
cuando salieran, sí, pero no tuvieron tiempo. La policía mató a mi hija
a los pocos días y ese señor todavía seguía recluido. Después, un
sábado en las horas de la tarde, encontramos en la tumba de Ana unas
flores y un barco en miniatura construido dentro de una botella. Los
empleados nos dijeron que lo había dejado un señor enano y jorobado
que había visitado la tumba al mediodía. Nunca más volvimos a saber
nada de él.
—Bueno, muchas gracias, no quiero seguir importunándola —dije
a manera de despedida, y me puse de pie.
—Espere, no sé si le interese unas hojas del diario de mi hija en
donde habla de él. Son anotaciones en las que escribió sobre
marineros y viajes, algo así. Temas que ese señor le metió en la
cabeza.
—Sí, me interesa mucho. Puedo sacar una copia y le regreso los
originales, si le parece bien.
—Espéreme, ya se los bajo.
En efecto, la madre de Ana me entregó unos párrafos del diario de
su hija que correspondían a los días en que había conocido a Alfonso.
Las fotocopié en una papelería cercana, le regresé los originales, le di
las gracias por su tiempo y su gentileza, y regresé al hospital con las
copias entre una carpeta.
En las horas de la noche llamé a Fanny y le conté en qué iban mis
pesquisas sobre Alfonso, suprimiendo, por supuesto, el aparatoso
episodio con Claudia. Solo le dije que la había buscado en un burdel
del barrio Santa Fe y que había descubierto que ella era la persona que
escribía mi nombre en los sobres que luego dejaba en mi oficina del
hospital. Fanny me preguntó en voz baja, como si estuviéramos
hablando en secreto:
—¿Y es bonita esa tal Claudia?
—Sí, más o menos…
—¿Te coqueteó mucho?
—No, nos limitamos a hablar de Alfonso…
—¿Y quedaron de llamarse y de verse después?
—Tiré su teléfono a la basura.
—¿Por qué?
Decidí jugarme una carta a fondo. Me puse nervioso, el corazón se
me aceleró de nuevo, como solía pasarme cuando estaba cerca de
Fanny, pero me dije que no podía quedarme toda la vida así, en
suspenso, sin mover las fichas en el tablero. Por eso le dije bajando
también la voz:
—Porque mientras estaba allá metido, me sentí mal. No hice sino
pensar en ti.
—Mentiroso…
—Te lo juro. Tenía ganas de irme para tu casa, pero ya era muy
tarde.—
Los milagros que hace el alcohol —me dijo ella tomándome el
pelo en el teléfono—. Va a tocar que tomes más a menudo.
—Me dieron ganas de verte, de abrazarte, de besarte.
Fanny guardó silencio unos segundos y me dijo en ese mismo tono
susurrante que ya empezaba a excitarme:
—Si no me has besado es porque no has querido…
—Yo sí quiero, lo que pasa es que me dan nervios, no sé por qué
—le confesé—. Cuando estoy a tu lado me intimido, me da miedo que
me rechaces.
—Si yo te quisiera rechazar, lo habría hecho desde el comienzo…
¿No te has preguntado por qué seguí viéndote?
—Me gustas tanto…
—Tienes que dejar de pensar en que fui la novia de Alfonso. Por
eso es que no te puedes acercar a mí. Te sientes traicionando a tu
amigo, haciendo algo indebido. Eso es. A ver, señor psiquiatra, esta
vez tiene que diagnosticarse a usted mismo…
—Desde que te conozco no he salido con otra mujer ni quiero ver
a nadie más, sino a ti.
—Sería el colmo que lo hicieras, porque yo tampoco me veo con
nadie más…
—Este fin de semana planeemos algo solo para nosotros. ¿Por qué
no vienes aquí y cocinamos juntos?
—Confírmame y listo. Yo le digo a una amiga que me cuide al
niño y me voy para tu casa. Eso sí, no me vayas a dejar metida.
—El sábado salgo del hospital a las cinco. Compro las cosas y a
las siete ya estoy aquí.
—No, recógeme después del hospital y compramos las cosas
juntos.
—Hecho, a las cinco y media estoy en tu casa.
—Me voy a poner bien linda para ti…
Cuando colgué el aparato, me di cuenta de que tenía una erección
y que, como un adolescente, estaba fantaseando con el cuerpo perfecto
de Fanny. Estuve a punto de masturbarme pensando en esas imágenes
y en la noche que me esperaba entre sus brazos, pero preferí
aguantarme y esperar a mi cita del sábado con ella. Para despejar la
cabeza, saqué las fotocopias del diario de Ana Valencia y empecé a
echar un vistazo. Me sorprendí desde las primeras líneas. Eran frases
directas, contundentes, agresivas:
Le he dicho a Alfonso que no se tome las drogas que le recetan, que
aprenda a esconderlas debajo de la lengua y que luego las escupa en el
inodoro. Lo que están buscando es embrutecerlo, convertirlo en un robot
más que trabaje y produzca y se comporte como los demás, cuando él tiene
facultades para ir más allá de la insignificancia general. Los psiquiatras
detestan saberse por debajo de sus pacientes: por eso los atacan hasta
muchas veces matarlos.
Me impresionó el tono del diario de Ana. Había que reconocerle
que quizás tenía razón, pero esa violencia reflejaba que para ella el
tratamiento no era una ayuda, sino un combate del cual debía salir
airosa y triunfante. Seguí leyendo sin detenerme:
¿Qué sería de la sociedad si una persona como Alfonso decidiera
regresar todos los ataques, los insultos y las humillaciones que esa misma
sociedad le ha infligido desde niño? Y tendría derecho, ¿por qué no? En los
códigos más antiguos ya se habla de ojo por ojo y de diente por diente. Si lo
han pisoteado, él tiene derecho también a pisotear. Y no, en lugar de
entrenarse en una venganza que lo igualaría a sus atacantes, es decir, que lo
ubicaría a él en el mismo nivel que los agresores, lo que hace es ponerse por
encima, elevarse, y entrenarse más bien en actos sublimes que dejen en claro
su altura inalcanzable.
¿No es un comportamiento semejante el máximo grado de nobleza
posible? Yo en su lugar me hubiera convertido en una asesina en serie, en
una terrorista despiadada y no hubiera descansado hasta ver a esa misma
sociedad que me humilló arrodillada a mis pies suplicándome perdón. Pero
esa soy yo, que soy una bestia feroz. Alfonso no, él está llamado a alcanzar
niveles muy superiores que los psiquiatras jamás entenderán.
Cuando salgamos de aquí, seré su refuerzo, su cómplice perfecta, y lo
ayudaré a llevar a cabo su plan para tomarse en ese superhombre que nos
redimirá a los demás de nuestra bajeza y nuestra ramplona condición
humana.
Me sorprendió leer en esos párrafos de Ana las mismas ideas que
yo había pensado al recibir las dos cartas de mi amigo. Quiero decir,
la misma línea de pensamiento, aunque en realidad yo había dudado
de Alfonso y ella no. Y era evidente que para ella no se trataba de
enfermedades mentales ni de desequilibrios emocionales, sino de una
diferencia sustancial que existía entre la gente común y corriente y
ellos dos. ¿La vieja idea que expone Raskolnikov entre hombres
ordinarios y hombres extraordinarios? ¿Y no había terminado el
protagonista de Crimen y Castigo justamente en Siberia, pagando muy
caro su teoría de una cierta supremacía innata? ¿Y la idea del
superhombre, mal interpretada, no había dado origen a los campos de
exterminio? ¿No era ese sentimiento de superioridad el origen de
tantas fechorías fascistas? Terminé de leer a esa joven cuya
inteligencia me parecía cada vez más malvada, pero que no dejaba de
atraerme:
Hay gente que vino aquí a trabajar, a reproducirse y a morir, como
cualquier cucaracha. Ni Alfonso ni yo pertenecemos a ese grupo. No
podríamos, aunque lo intentáramos.
Era evidente que se notaba en estas líneas la influencia de las
conversaciones con Alfonso. Lo que me causó gracia fue ver la
vehemencia de la defensa de Ana, la forma como se había sentido
identificada con el monstruo que soñaba con ser un héroe, con
alcanzar la dignidad que su cuerpo deforme le había negado desde
niño. El diario terminaba con un párrafo escrito con gran pasión:
Seré el apoyo físico y moral de Alfonso en su cruzada por la decencia. Ya
le dije que apenas salga él, empezaremos a trabajar duro para alcanzar los
objetivos. No pienso abandonarlo aunque tenga que enfrentarme de nuevo
con mi familia. Quiero estar a su lado y acompañarlo en cada uno de los
pasos. Hemos hecho un plan y saldrá a la perfección. Lo único que le he
pedido es que me lleve en su nave, que no me deje en un mundo que no me
corresponde. Soy una bestia salvaje, como él, y tengo derecho a partir en el
mismo viaje. Me ha dicho que sí y estoy dichosa. Por primera vez en mi vida
tengo un plan y sé lo que tengo que hacer. Prefiero morir que seguir
pudriéndome en la rutina mediocre de los seres domésticos. Pronto dejaré de
ver este estercolero.
Me pareció curioso que Alfonso hubiera intimado hasta este punto
con la chica-vampiro. En su carta no confiesa el nivel de empatía al
que había llegado con ella. “Seré el apoyo físico y moral” significa
que Ana estaba dispuesta a convertirse en su pareja y acompañarlo
hasta el final. Drácula y Cuasimodo disfrazado de Batman viajando en
busca de nuevos horizontes. La imagen era inolvidable, eso sí. Y con
ella en mi cabeza me dormí exhausto más allá de la medianoche.
CAPÍTULO III
–
ADIÓS A CIUDAD GÓTICA
1.
A la mañana siguiente, me di cuenta de que estaban pendientes aún
algunos puntos por resolver: tenía que investigar el allanamiento
hecho por la policía en el bar de vampiros en el centro de Bogotá;
tenía que avisar a la policía y dar por desaparecido a Alfonso; y
finalmente tenía que revisar mis ahorros y conseguir un investigador
privado que buscara a mi amigo. Decidí empezar por el segundo punto
y me dirigí a una comisaría, le conté toda la historia a un teniente que
estaba a cargo (evité los nombres de Fanny y de Claudia), y le dije
que temía por la vida de este viejo compañero de niñez. Llené los
formularios y firmé una hoja con mis datos por si la policía daba con
él y necesitaba llamar a alguien para informarle de su paradero.
En los ratos libres que me dejaba el hospital, revisé por Internet
los artículos sobre la matanza de vampiros y, en efecto, aparecía el
nombre de Ana como una de las víctimas. No había nada distinto de lo
que había escrito Alfonso en su carta, salvo que en una nota al día
siguiente, en un recuadro pequeño que hacía referencia al entierro de
Ana, la periodista había entrevistado a su novio, un tal James López,
latino norteamericano que llevaba con Ana una relación estable desde
hacía un año. Me pareció curioso que ella no nombrara a ese
individuo en el diario, aunque, para ser exactos, yo solo había leído
unos párrafos y eso no era suficiente para hacerse una idea completa
de lo que ella opinaba sobre otros asuntos u otras personas. Volví a
llamar a su casa y le pedí el favor a su madre de que me diera el
teléfono de James y su dirección para entrevistarlo. Me contestó con
cierta sorna:
—Le doy el celular, doctor Soler, porque él no tiene residencia
fija.
—¿No vive aquí en el país? —pregunté con una ingenuidad
imbécil de la cual me arrepentí enseguida.
—No, no es eso. Lo que pasa es que James es nómada.
—No le entiendo.
—Es mejor que hable usted mismo con él y que James le explique.
A mi hija no le gustaban los jóvenes normales, como a las demás.
Todos tenían que estar un poco locos. ¿Tiene cómo anotar el número?
Copié los dígitos en mi propio celular y le agradecí a la señora,
una vez más, su ayuda. Le marqué enseguida y al tercer timbrazo me
contestó él mismo. Le dije que me urgía hablar con él, que era
psiquiatra, que estaba haciendo una investigación sobre vampirismo
clínico y que su versión de los hechos en los cuales había muerto Ana
me sería muy útil.
—¿Dónde está ahora? —me preguntó el joven con tranquilidad,
sin mostrar signos de agresividad.
—En el hospital, en el sur de la ciudad.
—¿Dónde le queda bien la cita y a qué hora?
—A las seis y media, por los lados de Chapinero, si está de
acuerdo.
—Listo, yo estoy en el occidente, pero tengo tiempo suficiente
para llegar a pie. ¿En la iglesia de Lourdes a las seis y media?
—Sí, me viene bien. Perfecto.
—Yo tengo veintiocho años, estoy rapado, con una barba de una
semana y ando con un morral rojo al hombro.
—Listo, nos vemos en la puerta. Muchas gracias por aceptar.
Llegué puntual y reconocí a James en los últimos tenderetes de
hippies y artesanías que estaban todavía abiertos frente a la iglesia.
Nos saludamos con un apretón de manos.
—¿Nos tomamos una cerveza? —pregunté a manera de invitación.
—Sí, está bien —dijo James con despreocupación.
Entramos en La Normanda y pedimos dos cervezas bien frías. Los
últimos rayos de luz desaparecían entre una atmósfera contaminada y
espesa. La gente buscaba transporte para regresar a sus casas, se
agolpaba en las esquinas para cruzar, caminaba conformando grupos
que ocupaban las aceras completas. Nosotros mirábamos hacia la calle
desde una mesa que rozaba el ventanal principal del restaurante. Le
expliqué a James que era psiquiatra, que estaba haciendo una
investigación sobre vampirismo clínico y que cualquier cosa que me
contara sobre Ana, sobre todo de la última época, me sería muy útil.
Me dijo lo que ya sabía y recordó la amistad de ella con Alfonso con
tranquilidad, sin asomo de celos y asumiendo que la relación estaba
abierta, pues ellos dos no eran pareja en términos comunes y
corrientes, sino más bien dos amigos que se querían mucho.
—En mi condición nómada se podrá usted imaginar que no estoy
para relaciones estables —dijo James disfrutando del primer sorbo de
un jarro de cerveza que la mesera acababa de servirnos.
—No entiendo lo de tu nomadismo —comenté con naturalidad.
—Estuve en el 2005 en New Orleans, en agosto. ¿Se acuerda
usted?
—No sé a qué te refieres.
—Katrina, el huracán.
—Ah, sí, claro, la noticia le dio la vuelta al mundo.
—No, las agencias no dijeron toda la verdad. La ciudad no estaba
preparada para una emergencia de ese calibre. El huracán devastó las
viviendas, inundó toda la ciudad, arrasó con edificios e instituciones y
dejó a los sobrevivientes a la intemperie, sin agua, sin medicamentos
y sin comida. No había cómo escapar porque varios kilómetros a la
redonda estaban convertidos en lagos y charcos de varios metros de
profundidad. Yo perdí a toda mi familia, incluidos mis abuelos.
Murieron mis amigos, mis vecinos, el barrio era un cementerio con
cadáveres flotando por todas partes. Esos días comprendí la palabra
Apocalipsis, entendí lo que significaba el fin del mundo. Y ese fin no
es cosa del futuro, está aquí, ya llegó.
En cualquier otra circunstancia, la historia de James me hubiera
aburrido y no lo hubiera escuchado más allá de los primeros cinco
minutos. Pero entendí bien que hacía parte de la tribu de Alfonso y
que, de pronto, si lograba entenderlo a él, podría también comprender
los intrincados hilos que movían a mi amigo. Por eso continué con la
conversación y le pregunté:
—¿Y esa experiencia qué tiene que ver con tu nomadismo?
—Los primeros días de septiembre fueron terribles. No había
dónde albergar a los sobrevivientes, no había agua potable ni médicos
ni alimentos, nada. La gente seguía muriendo. Aparecieron los
primeros brotes de cólera, de fiebres virales y de hepatitis. De noche
se escuchaban los gemidos de los enfermos, los lamentos de los que
sabían que no iban a alcanzar a llegar vivos a la mañana siguiente. La
ciudad se convirtió en un espacio de terror, en una pesadilla que
apestaba a cadáveres putrefactos y en cuyas calles uno se tropezaba a
veces con uno que otro moribundo deambulando con los ojos
alucinados. No sabe usted lo que fue eso. No es posible imaginárselo
si uno no lo vivió. Ningún periodista habló del pánico que sentimos
durante días y noches los sobrevivientes… Y entonces llegó el
vandalismo, los grupos de tres o cuatro personas que andaban juntas
con bates de béisbol en las manos o con gruesas varillas para
defenderse. Cualquier enlatado o mendrugo de pan era disputado a
golpes. Muchos murieron en esos enfrentamientos por un frasco de
mermelada o por un paquete de manzanas. ¿Sí está entendiendo? La
prensa nunca dijo que los sobrevivientes morían en manos de otros
sobrevivientes. ¿Se imagina el escándalo? En el país más
desarrollado, en el país del futuro prometedor y de la democracia, de
pronto hubo una regresión a los primeros tiempos y tribus de
sobrevivientes errantes que dormían una noche en una fábrica y otra
en una estación de tren, se enfrentaban con otras tribus a muerte
porque el hambre y el dolor y el miedo a morir los había convertido en
lo que habían sido sus ancestros: salvajes. ¿Cómo contar eso en un
titular de prensa?
Asentí en silencio. De entrada, James me había parecido más un
loquito hippie con su morral al hombro, jugando tal vez al joven
rebelde que quiere llevar la contraria. Ahora empezaba a percibir su
profundidad.
—Mi familia era una familia de latinos educados, universitarios,
todos profesionales. Yo estaba terminando mi maestría cuando llegó el
huracán. El dos de septiembre, en las horas de la noche, cerca de unas
bodegas, vi a un hombre asaltando a una anciana negra que llevaba
entre sus cosas un pan y unos bananos. La trató mal, la amedrentó y
huyó después con la comida: era mi director de tesis en la universidad,
un doctor en antropología. ¿Sí entiende? No era cuestión de latinos
pobres y pandilleros negros, no, era que el hambre y la necesidad y el
shock que genera una catástrofe transforma a los sobrevivientes en
animales y se activa dentro de nosotros una información primitiva,
prehistórica, y cualquier doctor universitario puede entonces robar o
matar si es necesario.
James siguió bebiendo de su jarro de cerveza. Sus manos eran
enormes, fuertes, y me pregunté si él mismo no había tenido que
matar durante esos días para sobrevivir.
Afuera, en la calle, el flujo de oficinistas y trabajadores
disminuyó. Una ligera llovizna acarició el ventanal del restaurante. El
continuó:
—Somos muchos en los cinco continentes que nos estamos
preparando para esos días negros que están por llegar. Conformamos
una comunidad virtual: Los Nómadas del Caos, y nos comunicamos
por Internet. Somos una legión apocalíptica. Trabajamos solo en
empleos diarios y dormimos en hoteles baratos o en albergues. Somos
solteros, sin hijos, y no tenemos dinero ahorrado ni soñamos con
estabilidad de ninguna clase. Para nosotros cualquier día puede ser el
fin del mundo.
Supe por qué Ana se había enamorado de este joven y por qué él
no estaba dispuesto tampoco a apegarse a ella ni a prometerle ninguna
relación conyugal. Era una máquina soltera en perpetuo nomadismo,
dispuesta siempre para el advenimiento del Juicio Final. Señalé el
morral rojo y le pregunté:
—¿Qué llevas ahí, James?
El abrió una de las cremalleras y me mostró por encima:
—Un plato y un tenedor metálicos, algo de ropa, vitaminas,
medicamentos de toda clase, una cantimplora con agua, mi bolsa de
dormir, una brújula, mi cuchillo de cacería, una radio para captar
señales de onda corta, fósforos, en fin, lo necesario para sobrevivir
mientras consiga un refugio seguro y algo de comida y de bebida.
Vi un papel doblado junto al plato metálico.
—¿Y eso?
—Un mapa de Bogotá —me explicó él desplegándolo frente a mis
ojos—. Tengo subrayados los supermercados y las tiendas de
alimentos, barrio por barrio y calle por calle. Son datos claves para
cuando toque salir de expedición por comida.
Esa ciudad que estaba ahí anotada, por supuesto, no tenía nada que
ver con la mía. James vivía en un futuro inmediato y sin duda era el
mejor amigo que uno podía tener en caso de un terremoto o de una
inundación. Le pregunté si sabía algo más de Alfonso, el amigo de
Ana en la clínica psiquiátrica.
—Sé que estaba preparando un viaje. Creo que iba a construir un
barco y que se iba a lanzar a navegar. Ana quería acompañarlo. Me
pareció una idea estupenda. Le dije que lo convirtieran en algo así
como una nueva arca de Noé, la nave para sobrevivir al diluvio
universal. Le dije a Ana que estuviéramos en contacto y que, en caso
de catástrofe, un barco podía ser de gran utilidad. Pero no alcanzó a
cumplir su sueño. La mataron en el bar.
Le di mi tarjeta a James y le agradecí por su tiempo. Le dije que
cualquier cosa que necesitara, no dudara en llamarme. De todos
modos, teníamos los números de nuestros celulares, por si acaso.
De regreso a casa pensé en la lucidez aterradora de ciertas
minorías marginales. Para ser un vidente había que estar por fuera de
la visión de grupo, de eso no había duda. Ahora un tipo como James
era motivo de risa. En cualquier momento, la realidad se daba la
vuelta y él único que iba a quedar en pie iba a ser él.
El amigo de Ana me acababa de dar un dato clave: Alfonso quería
construir él mismo su embarcación. Por eso estudió la construcción
del barco de San Brendan por parte de Tim Severin. No porque
estuviera pensando en navegar por aguas del Atlántico, sino porque
estaba tomando nota de cómo habían construido el barco para que
soportara las corrientes heladas del norte. Si eso era cierto, Alfonso
tenía que estar en un puerto ecuatoriano terminando de construir su
barco, y, mientras tanto, mientras ultimaba detalles, me estaba
escribiendo las cartas a manera de despedida. Así que había llegado el
momento de buscarlo y de contratar a un especialista para ello.
Entré a Internet y busqué oficinas de detectives privados. Las
páginas no eran seguras y el buscador advertía de riesgos de virus. A
través de los clasificados del periódico di con un detective en el barrio
7 de Agosto llamado Frank Molina que prometía seriedad y
profesionalismo. Esa misma noche lo llamé desde mi casa y le
expliqué a grandes rasgos de qué se trataba. Frank me dijo que buscar
desaparecidos era mejor que seguir maridos o esposas infieles, pero
más difícil. Me pidió, aparte de los gastos del viaje, dos millones de
pesos de entrada y dos millones más si llegaba a encontrar una pista
segura, aunque Alfonso apareciera muerto al final. No tenía ninguna
opción. Mis ahorros no eran muchos, pero podía pagar esa suma. Le
pedí el nombre de su banco, su número de cuenta y le transferí
enseguida la cifra por Internet, más un dinero extra para tiquetes y
hotel. Por otro teléfono, Frank revisó su saldo y se sorprendió de que
la plata ya estuviera ahí.
—Eso sí es eficiencia, mi querido amigo —me dijo con una voz
gutural que daba la sensación de estar trasnochado o borracho—. La
plata ya llegó.
—Espero que usted sea un tipo serio, Molina. Es un caso de vida o
muerte.
—La seriedad no garantiza que yo sea eficiente, señor Soler. No se
afane. Mañana mismo viajo y empiezo a investigar en los hoteles y en
los registros de inmigración. Si don Alfonso está en ese país
legalmente, no se podrá escapar.
—Estaré muy pendiente. Me puede llamar al celular, al hospital o
a mi casa.
—Contrató al que era, señor Soler. Ya se dará cuenta. Duerma
tranquilo.
Bueno, la máquina empezaba a andar. Tenía que dar con Alfonso
antes de que su enajenación lo llevara a cometer un disparate. Hacerse
el héroe era una forma de narcisismo que le podía costar la vida, una
vida que, en otras circunstancias, podía ser no solo amable, sino
incluso feliz. Todo se trataba de humildad, de evitar que el ego tomara
el control de la situación.
La lista que me llegó a la cabeza no era fácil de procesar: Ana
asesinada en un bar de vampiros urbanos; Alfonso construyendo un
barco según indicaciones de una crónica medieval para lanzarse a una
aventura lejos de sus congéneres; James con su morral al hombro
tomando notas de cualquier supermercado, tienda o panadería que le
fuera útil más tarde, cuando llegara el fin del mundo. ¿Qué es la
realidad?
No obstante, en algún momento tuve que decirme la verdad, lo que
no había querido enfrentar, lo que venía eludiendo desde el principio
de esta historia: Alfonso sí había sido capaz de ver su vida cara a cara.
Yo no. No solo se había investigado a fondo, sino que había sido fiel a
sus sueños, a sus lecturas y a sus héroes de infancia. Yo nunca había
tenido ese coraje, me había quedado agazapado en mi profesión,
haciéndome el intelectual, el psiquiatra sensible, cuando la realidad
era otra: me habían faltado agallas para salir a la calle y empezar a
rastrear quiénes eran mis padres, cuál era mi verdadero origen, mi
identidad, mi rostro. ¿Por qué me había escondido de esa manera tan
cobarde?
Una mañana me fui para el hospital a cumplir con mi ronda diaria.
Entré a mi oficina a buscar una taza de café y de pronto vi el sobre en
una esquina de mi escritorio. La letra, cada vez más intrincada y
retorcida, indicaba mi nombre y de nuevo las letras ESM. Un dibujo,
seguramente copiado de alguna de las tantas tiras cómicas que
Alfonso conocía bien, mostraba las alas de un murciélago
contrastando con una luna llena que estaba al fondo. Si uno miraba la
imagen de lado, las alas parecían haberse convertido en las velas de
una embarcación. Abajo, en un sticker pegado sobre el sobre, había
una nota aclaratoria escrita en una letra diferente:
“Alfonso dice que este es el último mensaje. Espero que no te
moleste. Yo me voy fuera de Bogotá. No quiero problemas con nadie.
Un beso, C”.
Rasgué el sobre y empecé a leer con la misma ansiedad con la que
había leído las dos primeras cartas.
2.
Querido León:
Ya me enteré por Claudia de que has estado buscándome,
preguntando por mí, preocupado por mi situación. No me lo
esperaba, la verdad. Me sorprende saber que mis dos cartas
anteriores te han despertado la memoria y que ahora eres tú el
que está detrás de sus huellas para comprenderse mejor, para
saber cuáles fueron esos sucesos que estaban ocultos y que
marcaron más adelante el sentido de su vida. He descubierto que
muchas de nuestras opciones y lo que creemos que son
elecciones, en verdad no son más que dictámenes del
inconsciente, fuerzas secretas que recorren nuestro ser y que
dirigen la ruta sin que nosotros podamos impedirlo. Me imagino
que a lo largo de tu profesión, eso lo tendrás mucho más claro tú
que yo.
Me pregunto también si Claudia te habrá gustado, si es una
mujer que coincida con tus gustos. Me dijo ella que habías ido
hasta Doll’s House a buscarla. No me lo hubiera esperado de ti,
viejo. Supongo que no es la clase de sitios que sueles frecuentar.
¿Me imaginaste en la pista borracho, drogado, abrazado a dos
jóvenes preciosas y venciendo por primera vez mi fealdad y mis
complejos de inferioridad? ¿Te sentiste identificado, o por el
contrario, te dio asco y rechazaste esa imagen sórdida y
decadente? ¿Terminaste tú también ebrio, bailando en la mitad de
la pista? ¿Te atrajo Claudia, sentiste su cuerpo terso y voluptuoso
dispuesto a darte placer? ¿Te excitaste mientras la tenías a tu
lado? ¿Le hiciste proposiciones sexuales, le hablaste al oído para
invitarla a la cama? ¿Pensaste que ella había sido mi amante, mi
primera mujer, y la situación te sedujo hasta el punto de subirte
a las habitaciones con ella? ¿Te dijiste: Si esta mujer tan hermosa
estuvo con un enano jorobado, con un deforme, con mayor razón
se sentirá feliz conmigo, un hombre joven todavía, atlético y
exitoso en su trabajo?
No te dé vergüenza aceptar pensamientos semejantes. Es
apenas normal, viejo. Conozco muy bien las complejidades que
nos habitan y tú, aunque seas psiquiatra y creas que has
estudiado el intrincado funcionamiento de la psique, te equivocas,
siempre hay elementos impredecibles, deseos multiformes que
llegan de repente y se toman por asalto tu voluntad. ¿Te
acostaste con ella, gozaste de su cuerpo y al final, cuando estabas
a punto de eyacular dentro de su sexo, te acordaste de mi y te
dijiste: también Alfonso ha sentido esto, también él ha estado
aquí, justo en este centro donde yo estoy ahora? No te preocupes,
solo estoy fantaseando, jugando con mi imaginación. Claudia no
quiso contarme nada sobre ti, aunque le insistí en que se
sincerara conmigo. Solo me dijo que eras un tipo decente, gentil,
que te habías comportado como un caballero y que, al final,
cuando ella te había dado su número celular (¿para una cita
futura?), te habías disgustado hasta el punto de largarte de allí
maldiciendo y de mal genio, como si hubieras caído en una
trampa.
Así es como me enteré de que me estás buscando y que crees
que estoy a punto de cometer una locura. ¿Es así como
desconfías de tu viejo amigo de infancia? ¿Sospechas que estoy
loco y ahora, con tu arrogancia psiquiátrica, te crees con el
derecho de juzgarnos a los demás y de señalarnos por todo
aquello que no quepa en tus esquemas de normalidad? No puede
ser que yo me haya equivocado tanto contigo, viejo. No puede ser
que ahora estés convertido en un imbécil pedante y engreído que
anda diagnosticando a todo el mundo solo porque no le concuerda
con sus esquemas universitarios. Me niego a creer que del niño
valiente y audaz no quede sino la caricatura de un psiquiatra
tonto y aburrido que solo acepta lo que le enseñaron en sus
clases cuando era un joven prometedor. ¿Serás solo eso y yo me
equivoqué al escribirte con tanta sinceridad, buscando quizás en
mi antiguo hermano una sonrisa de complicidad y de empatía
profundas?
No, no puede ser que la vida te haya rebajado tanto. Prefiero
pensar más bien que estás angustiado porque no sabes nada de
mí. Tal vez fuiste a la vieja casa de la Calle 42 a buscarme y
resulta que no hay rastros del enano Alfonso por ninguna parte,
y estás desesperado por hallarme, por verme, por saber en qué
estoy metido y qué es lo que voy a hacer.
Sí, le atribuiré tu rabia a la salida de Doll’s House a tu
curiosidad detectivesca, a tu afecto por mí, a que tú también, en
tus ratos de ocio y de tedio infinitos has soñado con romper las
barreras y emprender una aventura que te rescate de la
frivolidad contemporánea, del consumismo, de las horas muertas
frente al aparato de televisión. Sí, creo más bien que se trata de
un ataque de rabia porque tú también te quieres ir, porque tú
también estás listo para partir y no sabes cómo ubicarme para
proponerme que te vienes conmigo. Claro, mi viejo amigo de
infancia, por conductos diferentes a los míos, llegó a la misma
conclusión: esto no vale la pena y no es posible quedarse inmóvil
mientras el mundo se desintegra en comportamientos que por
primera vez no solo amenazan nuestra especie, sino también a
las otras especies y al planeta mismo. Así que a partir de este
momento te consideraré el segundo a bordo, mi mano derecha en
este proyecto que ya está a punto de despegar hacia su recta
final. Solo nos falta Fobos para completar el viejo trío invencible.
El Club de los Cortapalos.
Por la conversación con Claudia, deduzco entonces que ya
sabes que estoy en Ecuador. Lo que no sabes es la ciudad ni qué
es lo que estoy planeando. Me pareció importante que recibieras
mis cartas sin saber dónde estaba ni a qué me dedicaba. Por una
razón: porque necesito tiempo, porque aún no estoy listo. Por eso
le ofrecí a Claudia un dinero con tal de que metiera mi cartas en
un sobre y fuera al hospital a dejártelas en unos horarios donde
lo más seguro es que estuvieras haciendo tus rondas con tus
pacientes o almorzando al mediodía. Y, debo confesártelo
también, de alguna manera el hecho de que recibieras una carta
mía en tu propio escritorio sin dejar una, sola huella te
demostraría un cierto grado de inteligencia que no he perdido, un
toque… cómo decirlo, de sofisticación misteriosa. Y fíjate que dio
resultado, viejíto, porque logré impresionarte.
En cuanto a Claudia, no tiene importancia si te acostaste con
ella o no. Nunca estuve enamorado de ella ni mucho menos.
Nuestra amistad surgió porque éramos dos seres solos y
desprotegidos que se refugiaron momentáneamente el uno en el
otro buscando un poco de afecto que los fortaleciera y les
permitiera seguir aguantando. Nada más. El día que ella me
visitó, después de mi salida de la clínica, intenté hablarle del
famoso viaje de un monje irlandés, San Brendan, y de su
tripulación de discípulos místicos que decidieron cruzar el
Atlántico en busca de la Tierra Prometida: América. No entendió
nada y huyó despavorida creyendo que yo estaba loco y que
estaba mejor en la clínica que afuera. Ese día me di cuenta de su
imbecilidad, de su estrechez mental. Qué diferencia con Ana, a
quien extrañé día y noche desde entonces, y quien todavía me
hace falta. Así que olvidemos el tema de Claudia y posibles
escenas sexuales con ella. No vale la pena. Es carne para los
lobos.
Bueno, creo que mi carta anterior iba inconclusa: quedó algo
pendiente, algo que no te he dicho y que no me dejará tranquilo
hasta que no te lo cuente. Un episodio extraño de mi vida del cual
no te he dicho nada aún. Si estamos haciendo ajustes de cuentas
es mejor ser honesto por completo.
Cuando llegó Internet y empezamos a navegar en la red yo
celebré como pocos esa oportunidad. Si eres alguien deforme y
monstruoso, nada te viene mejor que un cambio de una realidad
a otra. Bienvenido es ese giro, ese salto. En la red puedes ser
cualquiera, cambias de nombre, de identidad, hasta de género. No
sé cuántos ni cuántas fui en la red, no conté la infinidad de veces
que me desdoblé y me subdividí. Me engendré a mí mismo con
otros rasgos, otra sonrisa, otro cuerpo, otra edad. Aquí era
Alejandro Benavides, Ton Lee o Harún Al Rashid; allá Gertrudis
Flores, Madame Laurant, Claudinha Frango o Magaly
Etchepareborda; y más allá un colectivo de teatro llamado
Dionisos. No recuerdo con exactitud cuántas máscaras tuve en
los infinitos laberintos de la red, cuántos antifaces me puse. Con
seguridad, en ninguna de esas páginas me llamaba Alfonso ni era
jorobado ni deforme.
En un segundo momento, descubrí que en las zonas más
profundas de la red, en lo que algunos llaman Deep Web, se
esconden miles de vidas que proliferan en el mundo virtual.
Desde la consabida Second Life, quizás la más ingenua de todas,
hasta páginas más duras y complejas en las que es posible volver
a nacer, llamarnos de otro modo y llevar por fin la vida qué
siempre hemos deseado. Es un mundo allá abajo, en lo profundo,
donde la gente se encuentra para volver a empezar, para darse
la segunda oportunidad que la vida real, arriba, les ha negado.
Hacen dinero, se enamoran, viajan, tienen hijos, sueñan. Es un
segundo parto en medio de las pantallas y las autopistas de la
red.
Durante meses vigilé ese mundo subterráneo y me di cuenta
de que la gente hacía más o menos las mismas imbecilidades que
en la vida real: querían triunfar, ser blancos y tener los ojos
azules, hacer dinero, acostarse con muchas personas y derrochar
felicidad. No dejaba de ser una enorme estupidez. Así que decidí
convertirme en su pesadilla, en una abominación, en la venganza
de los monstruos. Todos esos idiotas iban a pagar cano sus
anhelos, sus ambiciones, sus ganas de convertirse en seres
bronceados, adinerados y poderosos. No elegí ser diseñador, ni
actor de cine ni gerente de una firma comercial. Decidí ser
violador, pederasta, un torturador que entraba en las horas de la
noche, cuando nadie lo notaba, y los agarraba desprevenidos, los
torturaba, les dejaba la cara tajada de par en par, los sodomizába
hasta la brutalidad extrema y luego los dejaba amarrados en sus
mansiones o en sus oficinas para que los encontraran
convertidos en guiñapos, en sombras cuyas vidas quedaban
destruidas, imposibles de recuperar.
Me llamé a mí mismo Atila, el salvaje, el que arrasa todo a su
paso hasta el punto de impedir que vuelva a crecer la hierba. Me
volví el más temido por todos, su pesadilla siniestra, el horror
que los perseguía y no los dejaba dormir. Ingresabas en la red,
querías darte una segunda oportunidad, abrías una identidad en
cualquiera de las páginas de la Deep Web, y todo iba de maravilla
hasta que cualquier madrugada te tropezabas conmigo y yo te
mandaba a la sala de cirugía para que intentaran recomponerte
la cara que te habías diseñado con tanto esfuerzo. Violé y
desfiguré amas de casa, niños de ambos sexos, corredores de
bolsa, reinas de belleza, políticos, ministros de distintos cultos.
Nadie estaba a salvo. Me convertí en un terrorista virtual, en una
amenaza pública, en el rey de la abyección, en él comandante de
las profundidades. Atila, la plaga, la ira de Dios.
No entraba siempre desde el mismo servidor para evitar ser
detectado. Compré distintos computadores, muchos de ellos en el
mercado negro, robados, y usaba conexiones de Internet públicas
o fraudulentas. Así les quedaba muy difícil a los hackers
descubrir dónde estaba, en qué país, y quién era. La clave estaba
en ser no solo despiadado, sino, ante todo, invisible.
Cuando leía las confesiones de mis víctimas, me reía
sobremanera, celebraba, bailaba por toda la casa. ¡Qué tarados,
qué sensibleros tan insoportables! Llegaban hasta el punto de que
en esa segunda vida también hacían terapia y pedían consulta
donde unos psicólogos de pacotilla para sobrellevar los daños
físicos y mentales que yo les había causado. Pero no te creas que
me había convertido en cualquier violador vulgar, no señor. Tenía
mi grado de sofisticación: los iba masacrando poco a poco
mientras les leía páginas de Stevenson, de Conrad, de Wells. No
solo los deformaba, los sodomizaba, sino que procuraba violar
también sus mentes, ingresan en esa zona inexplorada y al
menos sembrarles una semilla de curiosidad intelectual.
Sin embargo, poco a poco me empecé a dar cuenta de que mi
misión escondía algo mucho más trascendente que era imposible
detectarlo desde un principio. No se trataba solo de agredirlos, ni
de aleccionarlos, sino de transformarlos a nivel espiritual. Me
explico: yo, el Señor del Caos, podía también liberarlos de sí
mismos. El individuo hermoso tiende por naturaleza a ser
narcisista, está atrapado en el espejo, su belleza es una cárcel, su
perfección es un calabozo de sentina. Y teme, por encima de todo,
perderla. Dejar de ser bello es un proceso trágico. El feo está libre
de ese enamoramiento, rehúye el espejo, no le gusta verse ni
admirarse en cada vitrina que tiene al frente. El feo tiene más
libertad de movimiento, no tiene mucho que perder. Su pobreza
estética es toda una bendición. Todo bello es un reo, un ser
patético, alguien condenado inevitablemente a un drama ridículo:
el paso del tiempo, la vejez, la enfermedad, la pérdida de su
hermosura. Los bellos siempre parecen rodeados de una
banalidad insufrible, de una imbecilidad que los convierte en
seres inferiores que no pueden ver más allá del reflejo que les
regresa el espejo, el estanque o la selfie que disparan una y otra
vez desde sus teléfonos celulares. La vejez y la muerte, las dos
grandes pruebas de la vida, son mucho más llevaderas para un
feo que para un bello. Lo mismo sucede con la pobreza y la
enfermedad: el feo está mejor preparado para enfrentarlas.
Si te fijas bien, viejo, hay algo maravilloso en la fealdad de la
bruja de los relatos populares. Ella está enchufada a otra
dimensión, piensa de otro modo, percibe multiplicidades, crea
mundos paralelos. La princesa solo se contempla en el espejo.
Aunque en apariencia los bellos tienen acceso al poder y
gobiernan el mundo, en secreto, de un modo invisible, son
realmente los feos los que conducen el minado hacia delante, los
que lo impulsan. Los bellos lo que desean es que nada cambie,
que su belleza permanezca intacta. Aman quedarse en su zona de
confort. Los feos, en cambio, aman ir más allá, abandonarse,
dejarse atrás. No hay nada a qué apegarse. El mundo está
gobernado por los bellos (la moda, las pancartas, los actores de
cine y televisión, las propagandas, los gimnasios, los cantantes,
los bailarines, la publicidad), pero se mueve gracias a los feos, a
los que estamos detrás empinando, modificando, inventando.
Así que con el paso del tiempo dejé de ser un torturador, un
violador, un psicópata, y me fui convirtiendo en un predicador,
en un mensajero, en un monje que traía una buena nueva: tengo
el poder de extirparte un tumor que tarde o temprano te acabará:
tú mismo. Mis ataques en la red se podían resumir en un solo
mensaje: no te aferres a ti mismo, no eres nada, no eres nadie.
De algún modo curioso, los ponía a prueba, los convertía en un
Job desprovisto de su fortuna y su buena suerte. Un buen día se
levantaban y estaban en cuidados intensivos con una venda en la
cara, recién violados y con varios huesos rotos. La deformidad
como iluminación, como una salida del ego, del yo, que tanto daño
nos hace. ¿Querías convertirte en un ser armonioso y bronceado
que iba a pasearse por las calles para que todo el mundo te
admirara? ¿Pasabas largas jornadas en el gimnasio para
endurecer tus abdominales y fortalecer cada músculo de tu
cuerpo? ¿Querías dar la impresión de alguien saludable, bien
proporcionado, a quien la ropa de moda le quedaba a la
perfección? Pues no, a refregarle tu dinero y tu buena pinta a tu
puta madre. Un buen día te tropezabas conmigo y empezabas a
descender por los círculos del infierno: te quedabas sin ojos, sin
dedos, con el ano y el sexo destrozado, y dabas aullidos en
sótanos malolientes sin que nadie te escuchara ni pudiera
auxiliarte. Y ya no podías desfilar, cabrón, ya no podías
pavonearte ni humillar a nadie. Yo te enseñaba a ser como todo
el mundo, yo te convertía en Nadie. La princesa se despertaba en
una habitación de hospital, donde no había espejos, y quedaba
libre, suelta, y ahora sí podía salir de su puto palacio a echar un
vistazo allá afuera, donde los siervos de la gleba, sucios y
enfermos, luchan cada día para no morirse de hambre.
Ese era el mensaje que dejaba sobre los cuerpos de mis
víctimas: te libero de tu peor enemigo: tú mismo. Te destruyo
para hacerte un enorme favor, para dejarte libre, para que ahora
sí, por fin, dejes de pensar en ti mismo y empieces a pensar en
los demás. El mundo existe más allá de tu figura perfecta,
entérate, haz algo, deja de mirarte el ombligo.
¿No te has dado cuenta, viejo, de que la gran mayoría de la
gente solo piensa en sí misma? Voy a hacer esto, voy a viajar,
voy a estudiar o a trabajar en tal parte, quiero esto o aquello, me
merezco ser feliz. Yo, yo, yo. Casi nunca alguien responde: espero
ayudar, colaborar, ser útil a los demás.
Después de torturarlos y masacrarlos, les dejaba una nota
reveladora: ahora ya no tiene sentido que pienses en ti mismo.
Eres una piltrafa. Llegó el tiempo de pensar en los otros. En el
fondo se trataba del viejo mensaje que cruza casi todas las
religiones, solo que mi método era menos ingenuo y más eficaz.
Fájate que la vida es, en el fondo, un proceso de aprendizaje
de la vulnerabilidad. Primero tenemos una gran expectativa con
respecto a nuestro destino, creemos en nuestro talento, en
nuestras capacidades, creemos que el mundo es nuestro. Luego,
con el paso de los años, las fuerzas van menguando y las
dolencias empiezan a hacer mella. Todo cuerpo falla, toda materia
viva enferma tarde o temprano: las fiebres, los virus, las
bacterias, las inflamaciones. Hasta que llega la prueba final: la
extinción, la muerte. Todo ego termina convertido en polvo.
Lo que yo hacía era acelerar ese proceso, destruirte
rápidamente, mostrarte un camino de liberación antes de que te
llegara la recta final.
Pero después de todo me aburrí. La gente cansa, viejo, agota,
no se merecen todo el esfuerzo que uno hace para ayudarlos,
para echarles una mano en este largo camino a través del vacío
y el sinsentido. Dejé de agredirlos y me retiré. No valía la pena.
En muy pocas ocasiones reflexionaban y cambiaban. Sin
embargo, ese paso no fue nada fácil, pues tuve que vencerme a
mí mismo. No volver a navegar en la Deep Web me generó otra
depresión de la que casi no soy capaz de salir.
No sé por qué a veces, en ciertos momentos complicados de la
vida, nos caemos en agujeros negros sin damos cuenta. Vamos
rodando tranquilos, todo fluye bien y de pronto, de un momento a
otro, se abre el mundo e ingresamos en las peores zonas de
nosotros mismos. Puede ser una ruptura amorosa, la muerte de
alguien cercano, la crisis de la época, el vacío de nuestro tiempo
o, simplemente, una melancolía que no sabemos muy bien de
dónde proviene.
Lo cierto es que caemos y caemos. Levantarse es difícil, todo
lo vemos negro. El mundo, allá afuera, nos parece una trampa
desagradable y tediosa. No dan ganas de nada. Es grato quedarse
en casa, no hacer mayor cosa, dormir o ver televisión. No
bañarse es todo un placer. Y, por supuesto, los últimos en aceptar
que estamos pasando por una depresión somos nosotros mismos.
Y ojo, porque la gente suele confundir la tristeza con la
depresión. Son asuntos muy distintos. La tristeza incluso puede
ser positiva, pues afirma la vida por algo concreto: un duelo, una
preocupación laboral válida, un examen de conciencia que está
pendiente. La depresión es otro asunto muy distinto. No hay yo,
no hay sujeto, y por eso está uno anulado de entrada. No hay
voluntad porque no hay una identidad dónde apoyarse. Es la
pérdida total de sentido. La muerte se ve, incluso, como una
salida viable, como el único modo de detener tanto abismo
interior, tanto precipicio.
En ciertos períodos de exceso de confianza en sí mismo, uno
suele creer que está exento de caer en esas trampas del alma.
Error. En cualquier momento, tarde o temprano, uno conocerá
sus más íntimas vulnerabilidades y se verá abocado a descender
a esos sótanos malolientes de la conciencia.
El mayor problema es que la falta de sentido en la vida va
creando un tirano, una especie de reyezuelo que se atrinchera en
su reino y que empieza a controlarlo todo según unas normas
absurdas dictadas en medio del delirio. Se van creando rutinas,
hábitos, ideas, afectos que justifican esos ritmos de vida oscuros y
siniestros.
Creo que, en esos casos, hay que apelar a ese anarquista que
está escondido allá, muy al fondo de cada uno de nosotros. Si hay
un tirano que pretende gobernar nuestra vida con sus reglas
absurdas e irracionales, también hay un demente, un chiflado
irreverente, un agitador que puede poner petardos y hacer volar
el palacio del dictador en mil pedazos. Cuando todo va mal,
cuando estamos encerrados sin ver la luz del sol, cuando
nuestras propias manos están empeñadas en asfixiarnos, la única
salida es apelar a ese anarquista, ponerse en contacto con él y
empezar a fraguar una revolución. Hay que aprender a ponerse
bombas a sí mismo. No hay que temerle a ese comandante
interior que es capaz de cualquier cosa. A veces, la única manera
de zafarse del horror es dándose un golpe de Estado y
eliminando a toda la cúpula que se ha anquilosado en la mente
destruyendo la alegría de la vida, la capacidad de riesgo y
aventura, la potencia de explorar hacia adelante.
Así que, al final de mi aventura psicópata en el mundo de lo
virtual, de mis distintos avatares, me tuve que aplicar mi propia
fórmula: destrúyete, aniquílate, desaparécete.
Bienvenidas todas las micro-revoluciones interiores.
Bienaventurados todos aquellos que son capaces de derrotarse,
de vencerse, de tumbar a los amos y tiranos interiores que
envilecen nuestras vidas. Benditos sean los que aún confían en si
mismos hasta el punto de convocarse para una revolución vital,
para una última jugada maestra: un jaque mate psíquico sin
contemplaciones, sin piedad alguna.
Ahora, supongo, entiendes mejor mi relación con Ana, viejo, el
vínculo que nos unió de una manera tan radical y definitiva. A mi
salida de la clínica visité su tumba y le dejé como homenaje a su
memoria un pequeño barco metido dentro de una botella. No sé si
también te habréis lanzado a buscar pistas sobre mí en esa
dirección, pero no creo. Es un callejón sin salida. Ana está muerta
y su familia, que sabía de mi existencia solo por las visitas, nunca
más volvió a tener contacto conmigo. Es de suponer que yo no les
agradara y que me consideraran una influencia nefasta para esa
joven bella y adinerada que, algún día (creían ellos), dejaría atrás
el submundo de los monstruos para ingresar en el paraíso de los
bellos y exitosos. Le conté a Ana de mi proyecto marítimo y
desde el primer momento se lo tomó como algo propio, como un
proyecto común en el que pondríamos lo mejor de nosotros para
redimir a la humanidad entera de tanta ignominia. Dos nuevos
Adán y Eva buscando el camino de regreso al edén del que no
debieron salir nunca. Por eso después, la tarde en que me visitó
Claudia, yo intenté llenar el vacío que había dejado Ana y me
tropecé en su lugar con una mujer vulgar que me miró desde el
primer minuto como si yo estuviera no solo delirando, sino
también amenazándola o buscando herirla. Su huida me confirmó
que Ana era irremplazable y que yo estaba solo en esta empresa
que tarde o temprano se consumaría inevitablemente.
¿Recuerdas que te hablé en la carta pasada de Humberto, de
mi tío gay que se había escapado con su joven amante dejándome
de herencia la casa de huéspedes? Pues un tiempo después decidí
buscarlo y dar con su paradero. No sé por qué sentí que le debía
una disculpa, que antes de vender la casa para financiar mi
proyecto yo debía encontrarlo, agradecerle su generosidad y su
benevolencia, y decirle que le deseaba lo mejor de allí en
adelante. Esa había sido la primera y única vez que le había
respondido con bajeza a alguien que me había brindado afecto y
respeto. Humberto, en la medida de sus posibilidades, había
tenido infinidad de gestos cordiales conmigo y desde niño yo lo
recordaba con cariño. No le podía exigir que se comportara como
un padre, porque no lo era. Pero el solo hecho de que me hubiera
entregado su herencia familiar, indicaba el grado de nobleza y
compromiso que siempre había sentido hacia su único sobrino.
Y yo, en lugar de pagarle con la misma moneda, lo que había
hecho era comportarme como los demás se comportaban
conmigo: con mezquindad y ramplonería. No podía iniciar
entonces mi viaje redentor sin antes arreglar cuentas con ese
pasado sucio que tanto me disgustaba.
Me demoré dos meses en descubrir, gracias a un denuncio que
puse por desaparición y a un dinero extra que le pagué a uno de
los agentes de policía, que vivía en Santa Marta, cerca de la
playa, y que había puesto con su novio un negocio de alquiler de
motos de agua para turistas, un negocio que les daba buenos
dividendos y que crecía mes a mes. Planeé una visita con un
doble propósito: saludarlo, excusarme con él, agradecerle el
traspaso de la casa a mi nombre, y por otro lado conocer el mar,
estar frente a él, olerlo, meterme dentro del agua e intimar con
ese elemento que era la clave y el meollo principal de una
aventura que no sabía dónde ni de qué manera iría a concluir.
Así lo hice, viejo. Alquilé una habitación en un hotel modesto y
salía a la playa en las horas de la mañana, muy temprano, o en
las horas de la noche, muy tarde, cuando solo quedaban dos o
tres borrachos deambulando por allí. No fui capaz de desnudarme
en público, de exponer mi joroba ante una multitud de turistas
que se iban a sentir molestos y asqueados con semejante
espectáculo. Incluso en las horas de la mañana y de la noche,
cuando me metía en el mar con una timidez respetuosa que no
sabía de dónde me venía, no me quité la camiseta y protegí mi
cuerpo de las miradas ajenas para evitar algún chiste de mal
gusto o algún insulto que me obligara a regresar al hotel y
encerrarme en mi cuarto los días restantes.
Pero lo que te quiero contar es otra cosa, viejo: había creído
siempre que ese momento iba a ser mágico, deslumbrante, no sé,
pleno de revelaciones internas. Y no, no fue así. Meterme en el
mar, primero hasta las rodillas y después hasta el cuello, no fue
una experiencia sobrecogedora ni fascinante. Me quedé igual,
como si nada, mirando el horizonte con una cierta desilusión que
me hundió en una tristeza de la que no supe cómo escapar.
Extrañé mis gramos de cocaína o mis porros que hubieran
transformado ese fracaso en un instante rebosante de
satisfacción. Pero no, ahí estaba yo, con mi cuerpo inclinado, con
mi barriga prominente y con los ojos aguados sintiendo la caricia
de las olas contra mi piel apergaminada, acongojado, deprimido, a
punto de echarme a llorar. ¿Por qué? ¿De dónde me venía esa
tristeza tan grande?
No soy psiquiatra ni psicoanalista, pero he leído al respecto
varios libros, y creo que la conexión con el mar es una conexión
materna, que cruza los tiempos y llega hasta nuestros primeros
días de gestación, cuando empezamos a desarrollarnos en esa
bolsa líquida, en esa primera burbuja inicial. Y claro, no pude
evitar que mi imaginación me recordara lo que yo sabía desde
niño: que mi embarazo no había sido un motivo de alegría para
mi madre, sino una tortura, una angustia permanente, un suplicio
que la perseguía a todas partes. Imagínate lo que debe ser un
engendro creciendo dentro de tu cuerpo, un tumor, un pedazo de
carne maligno que es producto de una violación o de una serie de
violaciones. Entonces, mientras seguía sintiendo las olas
chocando contra mis piernas delgadas y enclenques, me hice las
preguntas pertinentes: ¿Había intentado mi madre abortarme?
¿Se había golpeado contra las paredes buscando herir a ese ser
perverso que mes a mes continuaba alimentándose de su sangre?
¿Había tomado venenos o pastillas abortivas? ¿Se había
introducido ganchos o agujas de tejer por la vagina buscando
reventar esa bolsa donde yo seguía aferrándome a una existencia
maligna?
No sé si comprendes mi situación, viejo, si te haces una
imagen correcta. Si lo que yo imaginaba había sido verdad,
significaba que durante esos nueve meses, esa burbuja de líquido
amniótico no había sido para mí, como sí lo era para la mayoría
de la gente, un lugar seguro. No, todo lo contrario, para mí ese
sitio había sido mi primera amenaza, el primer territorio minado,
la primera trampa. Y esa situación me hundió en un vértigo que
me obligó a salir del mar tambaleante y con náuseas.
Ya en la playa, me doblé sobre la arena y vomité. Menos mal
que nadie estaba junto a mí y pude desahogarme sin testigos
molestos que me agredieran. Las arcadas disminuyeron y me
levanté del piso a tientas, como un ciego que busca ubicarse en
un salón desconocido. Mi rostro estaba arrasado en lágrimas. Ese
reencuentro con mi madre había sido doloroso. El mar me había
transmitido sus sensaciones más íntimas durante el embarazo y
me había recordado lo que yo procuraba ocultarme a mí mismo:
que no era un hijo deseado, que era un error, una cifra en rojo,
un bicho que no debía estar en este mundo. Y entonces,
agitándose por entre los pliegues más recónditos de mi
conciencia, una idea surgió y cobró una dimensión macabra: era
preciso encontrar a mi padre, saber quién era, verlo cara a cara,
enfrentarlo y mostrarle lo que había sido el resultado de su
lujuria criminal, mostrarle mí escasa estatura, mi joroba, mi piel
escamosa, mi calvicie prematura. Mostrarle la alimaña que había
arrojado ál mundo por entre el vientre de su víctima violada. No
era justo que ese hombre siguiera viviendo tan tranquilo, como si
no hubiera pasado nada, mientras mi madre y yo habíamos
arrastrado el peso de dos existencias miserables cuya redención
era imposible. No, no era justo. Y mientras me ponía de pie y me
limpiaba la saliva que había quedado en la comisura de los labios,
me repetí una y otra vez en voz alta: “Tengo que encontrar a mi
padre, tengo que encontrar a mi padre”.
Visité a Humberto, quien no podía creer que yo lo hubiera
rastreado con la policía. Vivía con su novio todavía, en una casa
muy cerca de la playa y el negocio de las motos de agua les
dejaba grandes ganancias cada mes. Una noche en que el joven
se fue a dormir temprano (una disculpa cortés para dejarnos a
solas), le confesé la inmensa gratitud que sentía por haberme
protegido de esa manera antes de partir. También le dije que me
avergonzaba de haber actuado de una manera tan idiota.
Humberto se rió, me abrazó con esa calidez que yo extrañaba
tanto, y me dijo con la voz temblando de emoción:
—Siempre quise tener un hijo, Alfonso. Pero para eso me
hubiera tocado acostarme con una mujer, y el solo hecho de
imaginármelo me ponía los pelos de punta. Es como si en el caso
tuyo, que eres heterosexual, la paternidad solo pudiera darse
acostándote con un hombre. Espantoso, ¿sí o no? Así que seguí
ocultando mi condición, viviendo como un delincuente, llevando
una doble vida que cada vez me hacía más daño. Y me dije que
no podía ser padre, pero que allí estabas tú, mi pequeño sobrino
genio, metido siempre entre sus libros, haciendo comentarios que
dejaban a todo el mundo con la boca abierta. Y te quise como si
fueras mi propio hijo. No fui un padre ejemplar, lo sé, pero te voy
a decir por qué: la abuela supo de mi condición homosexual
apenas ingresé en la adolescencia: mi manera de caminar, mi
delicadeza, mi preferencia por los colores vivos y las telas finas,
mis frascos de perfume, los jabones de avena que compraba
aparte cuando hacíamos mercado, mis frascos de crema
humectante para pieles resecas, la amistad sospechosa que
sostenía con un amiguito calavera del colegio, todo me delataba y
generaba en ella no solo una gran desilusión, sino un
aborrecimiento que la hizo alejarse de mí y renegar de ese hijo
afeminado que no iba a servir para nada en la vida. Porque tú
sabes bien que somos una sociedad cuyo machismo nos llega en
principio por nuestras numeres, nuestras madres, hermanas,
primas, tías. Una noche, cuando tú estabas muy pequeño, con dos
o tres años, me advirtió que me mantuviera lejos de ti, que no te
fuera a hacer daño, que yo no era un buen ejemplo para ti. Ella
creía que el homosexualismo era una especie de epidemia, una
enfermedad contagiosa como la sífilis o la lepra. Incluso recuerdo
que alguna vez me llevó a un grupo de oración que tenía con
unas beatas vecinas y entre todas rezaron por mí y pidieron un
milagro: que me convirtiera en un hombre de verdad, que
desapareciera mi feminidad, que de ese día en adelante fuera por
fin un machito hecho y derecho. Lo decían con los ojos cerrados,
cogiéndose de las manos e implorándole a Dios con las voces
entrecortadas, como si yo estuviera padeciendo una enfermedad
terminal y mis días estuvieran contados. En fin, para qué te
canso con todos esos disparates que la abuela hizo conmigo.
Desde muy joven me vigiló, y más tarde, cuando tú naciste, llegó
hasta el punto de pagarle un extra a la empleada con tal de que
le contara si yo te veía a escondidas o no. Así que las pocas veces
que lograba eludir esa vigilancia era cuando me escapaba contigo
para el parque, cuando deambulábamos por ahí de calle en calle
en el viejo Renault 6 o cuando nos comprábamos un helado y
charlábamos sobre los libros que estabas leyendo. Libros que, por
cierto, yo te compraba en las librerías de Chapinero. También tu
ropa te la compraba yo y se la daba a la abuela para que te la
arreglara. En fin, qué más puedo decirte, en otras circunstancias
te hubiera adoptado y desde un principio te hubiera contado
acerca de mí homosexualismo sin sentir esa vergüenza tan
demoledora que sentí aquella noche en que me descubriste en la
habitación vecina… Y la casa te la dejé en un gesto que no sé si
entendiste, es lo que un padre, un buen padre hubiera hecho:
dejarle una herencia a su hijo para protegerlo en el futuro. Te
dejé la casa porque eres sangre de mi sangre, pero más allá de
eso, a nivel espiritual y no material, porque eres mi hijo y porque
quería que tuvieras un sostén que te diera las bases de una
supervivencia garantizada.
A estas alturas de la conversación, yo estaba realmente
conmovido con las palabras de mi tío y me di cuenta de que
había hecho bien buscándolo y hablando con él. Ese diálogo entre
nosotros dos me aclaraba mil situaciones raras que había en la
casa y afirmaba el cariño tan grande que había sentido por mí
ese tío solitario y amoroso que, sin embargo, me eludía la
mayoría del tiempo dejándome confundido y confiscado en mi
habitación.
En un momento en el que Humberto se servía un trago de ron
y yo apreciaba su camisa de colores y su bronceado caribeño,
decidí aprovechar la intimidad de esa conversación para
sincerarme con él:
—Tío, necesito de ti un favor enorme, algo que sabes que me
atormenta desde niño y que no me dejará ser feliz hasta que no
lo descubra: ¿Quién es mi padre?
Humberto se echó para atrás buscando el espaldar de la silla,
como si lo acabaran de golpear y necesitara evitar la caída a la
lona. No lo dejé recuperarse:
—Antes quiero aclararte algo: yo sé que mi mamá fue violada
por uno o por varios huéspedes, así que no tienes que mentirme
ni inventarte una película romántica para salir del paso. No, yo
necesito la verdad, tengo derecho, es mí origen, el acto que me
trajo a este mundo. No te vayas a acobardar ahora, no me vayas
a irrespetar de esa manera.
Vi que Humberto estaba anonadado y que tomaba aire para
poder hablar. Pero en su cara había un gesto positivo, un rictus
casi imperceptible que me indicaba que había comprendido la
importancia de mi solicitud. Me habló en voz baja, ahogado, como
si las palabras tuvieran que atravesar una serie de obstáculos y
llegaran a la superficie disminuidas, sin aliento:
—Mi hermana era una muchacha encantadora, nada parecida
a la que conociste en esa casa embrujada. Tenía una
predisposición a la esquizofrenia que la había atacado en dos o
tres oportunidades, pero los médicos aseguraban que no era nada
grave y que con una dosis de medicamentos indicados podría
llevar una vida común y corriente. También, uno de los
psiquiatras aseguró en una de las consultas que él creía que esos
brotes esquizofrénicos iban a desaparecer con el tiempo, cuando
ella fuera madre. Según su experiencia, durante la maternidad, el
cuerpo produciría una serie de enzimas y proteínas que
regularían el cerebro e impedirían el surgimiento de los brotes.
Como si la naturaleza, en su infinita sabiduría, salvara la vida
que venía en camino protegiendo el equilibrio mental de la madre.
Ella hizo amistad con un estudiante de medicina que vivía en la
casa. Un muchacho de buena familia, medio díscolo, que se la
pasaba los fines de semana bebiendo trago. Esa amistad fue
creciendo y ella empezó a tener detalles especiales con él: le
compraba chocolates, le decía a la empleada de la casa que le
lavara la ropa gratis, le regalaba esferos costosos que ella pagaba
de sus propios ahorros. Estaba enamorada de verdad y yo veía
que él se aprovechaba de sus buenos sentimientos. Intenté decirle
que tuviera cuidado, que se estaba equivocando con él, pero ella,
celosa y prevenida, me ofendió mucho durante esa discusión
diciéndome que si él me gustaba a mí también, que si estábamos
enamorados de la misma persona. Nos dejamos de hablar y desde
ese día nos cruzábamos en las escaleras o en el desayuno y
ninguno de los dos le dirigía la palabra al otro. Hasta que vino lo
inevitable, lo que yo intuía que iba a pasar, pero que superó en
magnitud y gravedad todas mis suposiciones. Una noche, ella
acudió a una cita en el cuarto de este estudiante, una cita que se
habían puesto los dos para escuchar música, besarse y tener
cierta intimidad a escondidas del resto de la casa. El joven estaba
borracho y la estaba esperando con otros propósitos. La presionó
para que bebiera también y después se abalanzó sobre ella, la
forzó a tener relaciones con él a los golpes, intimidándola,
arrinconándola entre bofetones y patadas, hasta que ella,
atemorizada, se rindió y lo dejó hacer lo que él quería. Luego la
echó de la habitación y le dijo que lo dejara en paz porque tenía
mucho sueño. Apenas nos enteramos de lo sucedido, pusimos las
demandas correspondientes, pero el padre del joven, que era un
senador prestante, contrató a una oficina de abogados y
destrozaron y avergonzaron en un juicio a mi hermana:
demostraron que ella se le había insinuado; mostraron los regalos
que le hacía como prueba de un hostigamiento repetitivo;
llamaron a atestiguar a otros vecinos que constataron que mi
hermana lo buscaba, que preguntaba por él, que lo había ido a
recoger incluso a la salida de sus clases un par de veces; los
mismos testigos dijeron que ella solía meterse en la habitación de
él a altas horas de la noche, y, finalmente, demostraron que
aquella noche ella estaba bebida y afirmaron que los moretones
en sus piernas y brazos se debían a tropezones que había tenido
como consecuencia de la ebriedad. El resultado: el joven salió
absuelto, lo sacaron del país a seguir su carrera en Estados
Unidos y mi hermana empezó a sufrir de los primeros ataques
que la fueron hundiendo en una esquizofrenia cada vez más
irremediable. Los psiquiatras que la trataron luchaban contra ese
fantasma que se apoderaba de su cerebro, pero no la pudieron
rescatar del universo oscuro que le iba tragando la vida poco a
poco. La locura fue su única defensa en contra de tanta agresión
y crueldad. Además, ella era virgen y, como cualquier adolescente
de su edad, había soñado con una primera vez dulce y romántica.
Y nuestro error fue no haberle practicado una prueba de
embarazo. No calculamos bien. Cuando descubrieron que no le
llegaba la menstruación, ya llevaba cinco meses de embarazo y la
droga psiquiátrica, que era mucha, había generado
malformaciones en el feto. Sin embargo, y aquí me excusas el
dolor que te pueda causar lo que te voy a contar, un aborto era
impracticable porque mi mamá era una católica furibunda y
consideraba ese acto como un asesinato, cómo un pecado mortal.
Así que ella no tuvo más remedio que continuar con el embarazo.
La presión fue excesiva y entre más avanzaban los meses, su
enajenación se radicalizaba también. Cuando tú naciste, ella ni
siquiera se dio cuenta, estaba como ida, con su cabeza viajando
por mundos inalcanzables y la recluyeron en la clínica
psiquiátrica apenas salió del hospital. Su cuerpo no respondió a
los cambios hormonales que por lo general se presentan durante
la preñez: ampliación de las caderas, activación de las glándulas
mamarias, instinto maternal. No, sus senos se mantuvieron
iguales y no dio leche. Tú fuiste alimentado con teteros por las
enfermeras. Después la sacamos y vivió en la casa así como la
conociste, extraviada en un universo propio donde ninguno de
nosotros tenía cabida. Lamento mucho haberte contado todo esto,
sé lo difícil que es para ti escuchar semejante historia. No lo
hubiera hecho jamás si no percibiera en ti que callándomelo te
perjudico aún más.
Tomé aire. Lo que yo había sentido en el mar era cierto: mi
madre había pensado en abortarme, en sacarme de mi pequeño
paraíso acuático. Una corriente de infinita pesadumbre se
apoderó de mí. Me dolía la cabeza de solo pensar en el
sufrimiento que le había causado mi embarazo a esa pobre mujer
a quien yo nunca había llamado mamá. Pero aún tenía una
cuenta pendiente con la vida, un último cobro que no pensaba
olvidar. Como me había sucedido tantas veces en la vida, un
sentimiento me rescató de la depresión y me otorgó un segundo
aire: el odio. En este caso, el odio visceral que sentía hacia mi
progenitor. Y le agradecí a esa fuerza poderosa que me brindara
la vitalidad suficiente como para seguir adelante.
—¿Cómo se llamaba ese hombre, Humberto? —le pregunté a mi
tío con la voz fría, glacial.
—No tiene importancia, créeme, es posible incluso que esté
muerto —me respondió él nervioso, percibiendo quizás en mi voz
una corriente secreta de ira contenida.
—No nos vamos a despedir con cuentas pendientes entre
nosotros —le dije intentando una sonrisa falsa que se quedó a
medio camino—. No sería justo. Quiero que si nos volvemos a
encontrar, no haya nada que ensucie nuestro afecto.
—¿Qué piensas hacer? —me preguntó él auscultando muy
dentro de mí esas intenciones que yo escondía con habilidad
teatral.
—Nada, no pienso hacer nada. Pero creo que tengo derecho a
saber el nombre del individuo que me trajo al mundo. No importa
cómo lo hizo, pero si estoy aquí es en parte por ese hombre. Al
menos creo tener más derecho que tú a saber quién es ese
individuo. Te lo digo sin rabia, en serio, solo para que entiendas
que no puedes callarte, que si lo haces estarías cometiendo una
injusticia. Y creo que ya es suficiente con todas las que he tenido
que soportar como para que hoy también tú decidas herirme y
ofenderme.
Las últimas palabras calaron dentro de mi tío porque vi cómo
su cara se transformaba en una mueca de hastío, como si ya no
pudiera seguir cargando más ese nombre que desde ahora me
pertenecía a mí y a nadie más.
—Siempre supe que este momento llegaría —confesó con la
mirada puesta en la arena de la playa—. Toda la vida no hice sino
prepararme para este día en que tú me exigirías toda la verdad.
—Dale, solo quiero saber su nombre, nada más.
—Carlos Humberto Cuéllar Pinzón —escupió al fin mi tío y sentí
que se quedaba más ligero, como si le acabaran de quitar un
lastre hecho a punta de roca y metales pesados—. Alguna vez lo
busqué, unos diez años después del juicio. Había terminado
Medicina en la Universidad de Chicago y tenía su consultorio en
el norte de la ciudad, en la Carrera 15 con la Calle 74. La
especialidad me pareció una burla macabra: pediatría. No creas
que no pensé en matarlo o en mandarlo a matar. Durante
semanas y meses la idea me rondó la cabeza. Lo perseguí varias
veces hasta su casa paterna, en la calle 85 con la Autopista. Se
iba desde el consultorio a pie a almorzar donde sus padres.
Conseguir un par de tipos que fingieran un atraco y que le
metieran dos puñaladas no era costoso. ¿Pero valía la pena?
¿Vale la pena que nuestros agresores nos conviertan en un
remedo suyo, que terminemos con el mismo rostro de aquellos a
quienes tanto odiamos? Además, allí estabas tú, con esa
inteligencia maravillosa que siempre te admiré, ¿y no eras acaso
una bendición? ¿En qué cambiaba el pasado que yo matara a esa
rata solapada e hipócrita? Por eso desistí de la idea y me olvidé
de ese sujeto.
—Gracias, tío —le dije y me levanté de la silla y lo abracé con
fuerza—. Tú siempre has sido lo mejor de mi vida.
Compartí un par de días más con Humberto y con su novio,
que me pareció un joven inteligente y encantador con el que era
posible hablar y discutir amistosamente. Me enseñaron a manejar
las motos de agua y desde el primer ensayo me di cuenta de que
prefería el mar así, trepado en un aparato y viajando sobre las
olas a gran velocidad, que sumergido en ese líquido que para mí
era una amenaza que buscaba mi destrucción.
Regresé a Bogotá con un nombre grabado en mi memoria con
un hierro candente: Carlos Humberto Cuéllar Pinzón. ¿Se parecía
a mí ese hombre? ¿Tenía mis ojos, mi sonrisa, mis gustos? Un
dato de Humberto me impresionó: ese joven bebía demasiado, era
díscolo (esa era la expresión que había utilizado mi tío para
describirlo). ¿Significaba eso que mi alcoholismo era heredado,
una predisposición que me llegaba por vía paterna? ¿Las drogas
también, quizás? ¿Me parecía a mi padre sin saberlo?
Por esos días, me sucedió un episodio que me demostró hasta
qué punto yo seguía siendo muy vulnerable a nivel afectivo.
Como me había jurado no regresar a los burdeles para evitar el
resurgimiento de mis adicciones, lo que hacía entonces para
paliar esa soledad permanente que tanto daño me hacía, era
llamar por teléfono a una sección que en el periódico se llamaba
“acompañantes”, y pagar por una mujer a domicilio una hora o
una hora y media. Por lo general, eran jóvenes universitarias que
completaban sus estudios gracias a ese trabajo secreto que
desempeñaban en sus horarios libres. Yo aclaraba antes por
teléfono que era un hombre feo, enano y deforme. Prefería
hacerlo así para que la joven que acudiera supiera a qué
atenerse. Es triste confesarte una cosa así, pero durante muchos
años yo solo conocí los amores pagos, pues la posibilidad de la
seducción me había sido negaba desde antes de nacer. Eran
trámites rápidos donde procuraba ser gentil, lo más amable que
podía para no hacer sentir mal a esa joven de turno que había
aceptado por unos cuantos billetes irse a la cama con un
monstruo como yo. Y la verdad es que no recuerdo a ninguna
que me hubiera hecho sentir mal, ninguna que hubiera
pronunciado una sola palabra desagradable. Todas eran dulces,
decentes, y en el momento del acto sexual procuraban ayudarme
para que me sintiera cómodo con ellas. Pero hasta entonces yo
desconocía lo que era conquistar a una mujer o sencillamente
dormir con ella. Siempre estaba la escena de la plata, las gracias,
el beso en la mejilla y hasta luego. Y la soledad regresaba
entonces a apoderarse de esa casa siniestra que ya me empezaba
a pesar como si fuera un féretro gigantesco.
Una tarde llamé a uno de los teléfonos que prestaba el servicio
de acompañantes y pedí una joven. Di las aclaraciones de
siempre y expliqué que cualquiera que aceptara estaba bien. Un
hombre como yo no se puede poner muy exigente en este punto,
porque de lo contrario tendrá que acudir para siempre a la
masturbación. Me enviaron a una mujer de unos veintiocho o
veintinueve años, alta, de piernas y caderas generosas, caribeña,
de una ternura salida de lo normal. Con una sonrisa me dio un
beso en la mejilla y me dijo: “Lucía Robles, para servirte,
corazón”. Me preguntó qué eran todos esos mapas que estaban
desplegados por mi habitación, por qué había tantos diseños y
dibujos de barcos, y le conté que estaba pensando diseñar mi
propia embarcación para lanzarme a una aventura de muchos
meses en alta mar. Esa tarde, Lucia me entregó tanta dulzura
que yo creí que no podía ser verdad semejante despliegue de
cariño en un encuentro donde las reglas estaban claras, es decir,
donde se trataba de un negocio y ya está, y no sabía cómo decirle
que no se esforzara más en aparentar lo que en realidad no
sentía. Menos mal que no lo hice, porque el tiempo seguía
pasando y Lucía no se iba. Hizo, además, lo que ninguna de sus
predecesoras había hecho: me pidió bañarme con ella. Por
primera vez entré al baño y no me dio vergüenza ducharme con
una mujer. Me pareció un instante maravilloso y disfruté cada
caricia, cada deslizamiento del jabón por nuestros cuerpos, cada
broma que nos hicimos mientras el agua nos corría a chorros por
la piel recién refregada. Me pareció una escena infantil, como de
dos niños jugando con una manguera en una tarde de verano.
Sentí una inmensa alegría cuando estábamos secándonos con las
toallas y miré el reloj en un gesto desprevenido para indicarle a
Lucía que no quería abusar de su tiempo y que comprendía
perfectamente que ya el tiempo se había acabado.
—¿Tienes afán, corazón? —me preguntó mientras se secaba la
nuca y la espalda.
—No, cómo se te ocurre. Yo me la paso todo el día aquí
encerrado, estudiando mis diseños. Pensaba en ti, en que no
tengo cómo pagarte tiempo extra.
—¿Y no te gustaría que me quedara esta noche a dormir
contigo?
Yo sabía que una noche completa costaba una cifra que
superaba mi presupuesto.
—No te puedo pagar una cosa así —le confesé bajando la
mirada avergonzado.
—Yo no te estoy cobrando. Si quieres, me quedo —dijo ella con
una sonrisa de picardía, como si me estuviera proponiendo que
nos robáramos una chocolatina en un supermercado.
Me pareció rarísimo que una mujer tan bella decidiera
quedarse a dormir con un engendro como yo.
—Dormir contigo sería como si le permitieran a un condenado
a cadena perpetua pasar un día libre en un parque de
diversiones. Uno regresa después a su celda renovado y aguanta
lo que sea.
—No seas tan exagerado, corazón —dijo Lucía riéndose.
Para resumirte la historia, viejo, te diré que esa noche
cocinamos juntos, buscamos una película en la televisión y
terminamos durmiendo de medio lado, yo abrazándola a ella (al
revés, como te podrás imaginar por mi joroba, es imposible). A la
mañana siguiente, me desperté enamorado de Lucía, no quería
perderla por nada del mundo. Nos vimos con regularidad cerca
de tres semanas. Algunas veces le pagaba y otras no. Siempre se
quedaba a dormir conmigo y yo me levantaba extasiado, como si
me acabara de despertar en el paraíso. Pero una noche Lucía
salió cabizbaja, con cara de preocupación y jamás regresó. En el
teléfono personal que me había dado me dijeron que ya no vivía
allí y que se había mudado sin dar ninguna dirección. En el
teléfono de acompañantes me dijeron que ya no trabajaba en ese
lugar, pero que si quería otra chica me la enviaban enseguida.
Lucía había desaparecido de la noche a la mañana sin despedirse,
sin dar explicación alguna y sin dejar rastros tras de sí.
Yo empecé a sufrir de alucinaciones: soñaba que la habían
secuestrado, la veía amarrada en un rincón o encadenada en un
sótano maloliente, despeinada, amarilla, famélica. No pude volver
a bañarme porque sentía la presencia física de ella en la ducha,
su olor, las formas rotundas de su cuerpo. Perdí el apetito, mi
cuarto era una pocilga, dormía con la ropa del día, no salía a la
calle jamás. Hermelinda, mi empleada de siempre, decidió llamar
a la clínica donde yo me había hospitalizado y enviaron un
psiquiatra a revisarme. Por primera vez me dio miedo
enloquecerme de verdad y me di cuenta de que la herencia
esquizofrénica de mi madre estaba dentro de mí, hacía parte de
mí y que me la había transmitido durante la gestación, a lo largo
de esos nueve meses en los cuales yo había recibido por el
cordón umbilical sus estados de ánimo delirantes, sus
depresiones, sus más grotescas pesadillas.
Le conté al médico lo que yo creía: que Lucía había sido
secuestrada, que la tenían en un sótano amarrada, que ella
pensaba en mí y que me estaba enviando información telepática.
El psiquiatra me recetó unos sedantes y unas gotas para dormir,
me dijo que saliera un fin de semana a descansar y que estaba
pasando por una crisis de estrés. Tres días después volví a ser el
mismo de siempre y me di cuenta de que había estado a punto de
perder mi lucidez para siempre. Eso me puso sobre aviso: yo era,
tan frágil, tan vulnerable a nivel afectivo, que cualquiera podía
hacerme un daño de consecuencias irreparables con solo
acercarse un poco a mí y después alejarse. No se necesitaba nada
más para trastornarme. Así que tomé nota y me dije que en
adelante, como hacía la mayoría de las personas, tenía que
protegerme y tener cuidado para que no me volvieran a hacer
daño de una manera tan simple y elemental.
Mientras se desarrollaba la historia con Lucía, yo hice algunas
averiguaciones con respecto al hombre que tenía que encontrar:
el doctor Cuéllar, médico pediatra. Ya no existía el consultorio en
la Calle 74 ni sus padres vivían en la Autopista con la 85. Según
los primeros datos que conseguí gracias a celadores y vecinos, un
grupo de delincuencia común que le vendía secuestrados a la
guerrilla había capturado al padre del doctor y luego de tres años
de negociaciones, de idas y venidas, de pruebas de supervivencia
y de llamadas con voces distorsionadas a la madrugada, habían
pagado el rescate y los secuestradores habían soltado al viejo en
las afueras de Bogotá, saliendo de la ciudad por la Calle 80 hacia
el occidente. Lo que regresaron fue un anciano decrépito y
tembloroso, enfermo, destrozado psicológicamente por los tres
años de encierro permanente en un sótano oscuro, encadenado a
un poste de cemento, comiendo como un animal y con la presión
diaria de ser asesinado en cualquier momento con un disparo en
la cabeza. Después de la liberación, el viejo había durado escasos
seis meses y había muerto de un infarto. La familia había
quedado en la calle y un año después la madre del doctor Cuéllar,
transida de dolor, había muerto de un cáncer que estaba ligado a
los últimos años de penurias, amenazas, mensajes cifrados y
dolor extremo. El doctor Cuéllar se había quedado sin un peso,
huérfano y con dos duelos al hombro.
—Un caso muy sonado, jefe —me había dicho uno de los
celadores—. Salió en la prensa y en los noticieros. Me extraña que
no lo haya visto.
Algo me sorprendía de la historia: nadie hablaba de mujer ni
de hijos del doctor Cuéllar. El tipo se había quedado soltero, según
parecía. El tío Humberto tampoco había mencionado nada al
respecto. ¿Indicaba eso que su historia de juventud lo había
marcado, que no había podido olvidar lo sucedido con mi madre,
que yo era su único hijo?
La antigua secretaria del consultorio del pediatra, que ahora
trabajaba en un despacho judicial en el mismo edificio, fue la que
me dio la pista final:
—Pobrecito —dijo la señora dándose la bendición—. Le
destruyeron la vida. Yo trabajé quince años en su consultorio y
siempre me pagó oportunamente y me trató con decencia. Un
caballero completo. No tengo una sola queja de él. No se merecía
lo que le pasó.
—¿Y tiene sus datos actuales?
—No será para hacerle un reportaje y poner su nombre en la
picota pública, ¿verdad? Como si no hubiera sufrido ya lo
suficiente…
—No, señora, cómo se le ocurre. Soy de una fundación que
representa a las víctimas del conflicto armado y nos gustaría
mucho contar con él y ayudarlo en lo que sea necesario.
—Ah, eso es otra cosa. Si es para ayudarlo, sí, porque eso es
justo lo que él necesita. Aquí entre nosotros, y espero que no me
vaya a traicionar diciendo después que yo le conté esto, el doctor
Cuéllar siempre ha tenido problemas con la botella. Le gusta
empinar el codo más de la cuenta. Usted me entiende, ¿no? A
veces llegaba al consultorio apestando a trago y yo tenía que
traerle un café doble bien cargado, pastillas para el aliento y le
sugería que se echara un poco de la loción que siempre tenía en
el baño para que los pacientes no fueran a notar el tufo a alcohol.
Pobrecito, sufría mucho.
—Con mayor razón tenemos que dar con él. Muchos de
nosotros hemos pasado por situaciones similares.
—¿Usted también es alcohólico? —me dijo la bruja con el ceño
fruncido.
—No, señora, me refiero al dolor del secuestro y del duelo por
nuestros familiares. A mí míreme cómo me dejaron —y abrí los
brazos y bajé la cabeza en señal de pesadumbre.
La secretaria volvió a darse la bendición y repitió:
—Eso es lo que él necesita, sí señor, que le echen una mano.
Que Dios nos proteja. Espere le busco sus datos en mi cartera.
Anoté en una libreta que llevaba su número de teléfono y una
dirección en el barrio 7 de Agosto.
—Yo antes iba a visitarlo y a hacerle un poco de compañía.
Pero ya ni siquiera disfruta las visitas. Está muy alcoholizado.
Le di las gracias, le prometí que la fundación rescataría al
doctor Cuéllar del abismo en el que se había caído y salí de allí
con los datos del violador entre mi bolsillo.
Cuéllar vivía en una casa miserable detrás de la plaza de
mercado del 7 de Agosto: un callejón sucio y maloliente que la
mayoría del tiempo permanecía invadido por cartoneros que
recogían las basuras de los almacenes del sector. La primera vez
que lo vi me impresionó su parecido conmigo: bajito, calvo,
melancólico, mal vestido, insignificante. Yo era una copia
degenerada de un prototipo muy menor.
Lo que vino fue un seguimiento policivo. Me instalé en una
tienda frente a la casa y lo perseguí sin que se diera cuenta. Todo
el día vivía encerrado, no trabajaba ya (supuse que había logrado
una escasa pensión que le alcanzaba para comer), y en las horas
de la noche, a eso de las diez, caminaba dos cuadras hasta una
pequeña zona de moteles y bares sórdidos donde solían trabajar
algunas prostitutas de baja estofa. Se sentaba en un rincón de un
bar llamado Guaicaipuro, cerca de los baños, y pedía una botella
de aguardiente. La mesera y las muyeres que trabajaban en el
sitio lo conocían bien y lo saludaban con cierta deferencia. Y ahí
se quedaba dos o tres horas, bebiendo aguardiente con la mirada
siempre puesta en un punto remoto que solo existía en su
memoria, sin hablar con nadie, hundido hasta el cuello en sus
propios pensamientos. A veces se paraba, entraba al baño a
orinar y volvía a la mesa a continuar con esa actitud
introspectiva y ensimismada, como si estuviera embrujado, como
si alguien, debido a un hechizo maligno, lo hubiera convertido en
un autómata.
A la una o dos de la mañana, cuando cerraban el negocio y él
pagaba su cuenta, salía a la calle y, tambaleante, caminaba de
regreso hasta su escondrijo, detrás de cuya puerta desaparecía
hasta la noche siguiente a la misma hora. Así era su rutina de
lunes a domingo. Nunca lo vi hablar con otra persona o beber
acompañado o entrar a los moteles con alguna de las mujeres de
la zona. Solo hablaba para pedir la botella de aguardiente, y a
veces ni siquiera tenía que ordenar, porque las meseras ya
sabían lo que él solía beber y le llevaban la botella sin
preguntarle una sola palabra.
Una noche, llegué a las nueve y media y me senté en la mesa
donde él se hacía, junto al baño. Puse mi bastón recostado contra
la pared (lo usaba como arma de defensa), pedí una botella de
aguardiente, una soda, varios limones partidos y me puse a mirar
al resto de la clientela con actitud despistada: obreros, oficinistas
de segunda, ladronzuelos que celebraban algún atraco o algún
robo a una residencia. No toqué el trago que la mesera me había
servido en una copa y solo bebí de la botella de soda. Cuéllar
llegó a las diez y diez y cuando quiso tomar su mesa la encontró
ocupada.
—Por favor, permítame invitarle un trago —le dije levantando
la botella—. No hay nada más aburrido que beber solo.
—No, muchas gracias —respondió él con una voz gutural, y se
sentó en la mesa vecina, que estaba desocupada.
Dejé pasar un rato y ocasionalmente le servía un trago a
alguna de las muchachas para que el aguardiente de la botella
fuera bajando y nadie se diera cuenta de que yo no estaba
bebiendo sino soda. A medianoche, Cuéllar, ya borracho, se
levantó a orinar. Cuando regresó, le dije en un tono de
complicidad alcohólica, como si todos los borrachos hablaran el
mismo idioma:
—Qué sería de uno sin el aguardiente. Es el mejor de los
amigos…
—Así es, señor —contestó Cuéllar sin romper del todo su
actitud reservada y silenciosa.
—Perdí a mi mujer y a mi hijo hace poco —dije mirando el
suelo y manteniendo la distancia para no asustarlo—. No hay
nada más bello que el embarazo de la mujer que uno ama, saber
que ahí adentro viene una vida que es sangre de mi sangre, un
ser que tiene mis ojos, que se sonríe como yo, que comparte
ciertos gustos, que actúa como yo. Un hijo es una experiencia que
no tiene comparación a ninguna otra. ¿Tiene usted familia,
caballero?
—No tengo la fortuna. Creo que tengo un hijo, pero no sé dónde
está —dijo Cuéllar lacónicamente.
—Le recomiendo que se enamore, que se case y que vuelva a
tener uno. Jamás se arrepentirá. O que busque a su hijo y hable
con él.
—Creo que ya es tarde. Debe ser un hombre hecho y derecho.
No estuve jamás a su lado, los abandoné a él y a su madre
durante el embarazo.
—Nunca es tarde. Búsquelos, hable con ellos, explíqueles qué
fue lo que le pasó. Yo puedo decir que fui feliz gracias a mi mujer
y a mi hijo. Pero se murieron ambos en un accidente, y ahora no
me hallo, no sé qué hacer con mi existencia, me siento muerto en
vida. Todos los días pienso en morirme. Solo el aguardiente me
mantiene en pie.
Le di un trago de mi botella y Cuéllar lo aceptó. Luego aceptó
otro y otro. Cuando salió del bar, estaba más borracho que de
costumbre. Escasamente podía caminar. Pagué la cuenta y lo
seguí de cerca. Cuando llegó al callejón donde vivía, se inclinó
para buscar las llaves de la puerta y entonces le pegué con mi
bastón en la cabeza. Un golpe seco, rotundo, que buscaba no
privarlo del conocimiento, sino dejarlo en el suelo sin
posibilidades de defenderse. Se arrastró por el suelo intuyendo
quizás que los cartoneros del barrio le iban a dar una paliza para
robarlo. Lo golpeé varias veces más en la espalda, en las costillas,
en las piernas. Me acaballé sobre él, siempre con el bastón en la
mano, y le dije al oído:
—Me alegro de no llevar su apellido, violador hijo de puta… No
pensé que fuera un ser tan ruin, Cuéllar… Pensé matarlo para
que pagara por lo que le hizo a mi madre. Pero ¿sabe qué? Le
haría un favor. Y no, ya me di cuenta de que le faltan pelotas
para pegarse un tiro o para colgarse de una viga. No tiene
agallas. Así que le va a tocar seguir arrastrando esta vida
apestosa que lleva. Este es un buen castigo para un degenerado
como usted. Ahí lo dejo en su pocilga…
Lo golpeé una última vez en el costado derecho para que no se
diera la vuelta y salí despavorido aprovechando las sombras, las
basuras y la soledad del lugar a esa hora. En la esquina vi a un
grupo de cantoneros aspirando pegante y fumando marihuana
acurrucados alrededor de una fogata. Bajé a la Carrera 24 a
coger un taxi. Cuando llegué a mi casa, una sensación de paz me
embargó por completo: dejar a ese ser tan abyecto hundido en
una arena movediza de la que no iba a poder escaparse me
regocijaba, me calmaba, me daba la sensación de que se estaba
haciendo justicia. Mi madre estaba vengada, porque Cuéllar no
había sido feliz nunca y porque al final de su vida estaba
pagando la cuenta que tenía pendiente con nosotros, una cuenta
larga cuyos intereses lo tenían ahorcado. Ahora yo podía dormir
tranquilo y seguir con mi vida sin mirar hacia atrás.
Quiero también explicarte una serie de impresiones que se
fueron desarrollando dentro de mí de manera positiva desde
entonces. Yo había visto que entre Cuéllar y yo había una zona
en común, un territorio compartido que se lo debíamos a la
genética y que era imposible negar. La sordidez de su vida, el
alcohol, la melancolía, su tristeza pusilánime, ese retrato
mediocre que era mi progenitor era también la base de mi propia
personalidad. Cómo negarlo, viejo. El parecido saltaba a la vista.
Pero también saltaban a la vista las diferencias y en ellas
radicaba mi salvación: yo tenía sentido de la dignidad, de
nobleza, y los libros que había leído desde niño me habían
enseñado que una vida vale la pena si somos capases de darle un
sentido profundo. Mi inteligencia no era una inteligencia inútil,
que solo servía para acumular fechas, biografías y datos. No, yo
leía para pulir mi espíritu, para irle dando forma, para estimular
ciertas virtudes que me otorgaran lucidez y transparencia. Que
mi cuerpo no me favoreciera, era otra cosa, pero yo tenía claro
que una vida sin ideales, sin principios y sin grandeza era mejor
echarla a la basura. Yo era una versión físicamente desmejorada
con respecto a Cuéllar, por supuesto, pero espiritualmente muy
superior. Había logrado vencer ya esa herencia maldita y desde
la salida de la clínica no había vuelto a beber ni a consumir
sustancias. Estaba limpio y sin recaídas graves. Eso había
fortalecido mi autoestima y me confirmaba que mi fuerza de
voluntad era la base de una lucha continua en contra de esas
taras que había heredado para mi mala fortuna. Ahora se trataba
de lanzarme en la dirección correcta y de confirmar lo que yo
creía en mi fuero interno: que era capaz de grandes acciones. Y
recuerda una cosa, León: había hecho el mismo ejercicio por el
lado materno. Ya sabía que la locura me rondaba, que estaba
dentro de mí. Es decir, había tomado conciencia de todas mis
debilidades, pero no había puesto a prueba aún mis fortalezas.
Por esa misma época conocí a una joven dulce y salida de lo
común en una peluquería que quedaba en la Carrera 13, a dos
cuadras de mi casa. Se llamaba Fanny y desde el primer
momento me impresionaron sus ojos grandes y negros, y su
manera de ser dulce y cariñosa. Me trató desde la primera vez
como si ya nos conociéramos, con una camaradería que me
sedujo hasta el punto de regresar al sitio con un pretexto y con
otro, solo por el placer de verla y de conversar con ella aunque
fuera unos breves minutos. Nos hicimos buenos amigos y me
contó que a su novio anterior lo habían asesinado unos
guerrilleros de un frente urbano justo frente a ella. Él venía
luchando por encontrar el cadáver de su hermana, una
propietaria humilde de unas tierras en el Magdalena Medio, y
todas las pruebas confirmaban que los guerrilleros habían llevado
a varios de los campesinos del sector hasta una escuelita en las
estribaciones de la cordillera, los habían interrogado y torturado
durante varios días, y al final los habían asesinado y los habían
enterrado en fosas comunes secretas. Los guerrilleros lo balearon
en la calle y él agonizó y murió en los brazos de Fanny. Desde
ese día fatídico, ella venía sufriendo de depresiones crónicas que
le impedían salir aun cine, ir a bailar, volver a enamorarse,
divertirse. Nos hicimos muy amigos y la verdad es que jamás
había tenido yo una compañera tan leal y cariñosa como ella. No
te voy a cansar con escenas románticas, para qué, pero sí quiero
decirte que toda la fuerza y la convicción que tengo ahora para
realizar mi plan definitivo, se las debo a ella, a su apoyo
irrestricto y al afecto que me demostró desde el primer día hasta
el último que la vi.
Me separé de ella no porque la hubiera dejado de querer.
Todavía la quiero y su recuerdo me hace daño. La dejé porque se
enamoró de mí hasta el punto de querer casarse y tener una
familia conmigo. Me insistió tanto en que me hiciera unos
exámenes médicos para comprobar que un hijo mío no saldría
con malformaciones de ninguna clase, que acepté, y, en efecto, los
resultados confirmaron lo que ella aseguraba: que mi código
genético no había sido dañado por las drogas de mi madre y que
mi progenie saldría sana y sin taras de ninguna clase. Eso la
entusiasmó hasta el punto de desear un bebé de manera febril y
desde ese día no hizo sino insistirme en que me quitara el
condón. Como te digo, me sentía muy bien con ella, pero yo no
estaba diseñado para tener una familia, para educar a unos hijos
y salir con ellos de vacaciones a Melgar. Mis héroes de infancia
eran Linterna Verde, Tintín o Batman, y a diferencia de otros
niños que luego se olvidan de ellos, yo los seguía guardando
dentro de mí como una señal, como un aviso de la misión que yo
mismo me había encomendado: salvar el mundo. Ya no podía
cambiar de carril a esas alturas.
Un día estábamos Fanny y yo discutiendo sobre lo mismo de
siempre: que si yo no la quería, que por qué entonces no
adaptábamos uno de los apartamentos del primer piso y lo
compartíamos y empezábamos a pensar en una familia, que si
quería quedarme solo que se lo dijera para entonces desaparecer
de mi vida y no volver a verme, en fin, el ir y venir de una serie
de exigencias que ya empezaban a fatigarme. En algún momento
pensé en Napoleón, en Raskolnikov, en Nietzsche, y le dije:
—Yo no soy como los demás, no quiero trabajar, enfermar y
morir. Me daría tristeza pasar por el mundo sin hacer nada para
cambiarlo.
—¿Y qué vas a hacer? ¿Te crees un héroe? ¿A quién vas a
salvar? ¿Cómo? —gritó Fanny desesperada, cansada de hacerme
entrar en razón sin lograrlo.
—Hay gestos que son simbólicos. Como el de Vito Dumas. Él no
salvó a los judíos de los campos de concentración ni pudo impedir
el lanzamiento de las bombas atómicas, pero navegó durante más
de un año en contra de todas las adversidades para
demostrarnos que es posible ser mejores, que superarse significa
ir más allá de las propias limitaciones.
Hubo un silencio largo. Fanny estaba con la cabeza agarrada
entre las manos. Yo continué:
—O como Jesús. Él no sacó a ningún hebreo de las cárceles
romanas ni liberó a su pueblo de la invasión. Y sin embargo nos
salvó a todos.
—Tú no has navegado en tu vida, Alfonso, no tienes ni idea.
Eso no es cuestión de libros ni de estudios, sino de práctica. Solo
has visto el mar una vez en tu vida. No seas tan infantil, madura.
Esa sola frase abrió una brecha insalvable entre Fanny y yo.
Me di cuenta de que si seguía con ella iba a terminar casado y
con un bebé en el primer piso del caserón, cambiando pañales y
comprando biberones. El monstruo transformado en niñera. No,
no podía ser que Magallanes terminara siendo para mí solo un
sueño, una imagen vacía, sin materialidad alguna. En esa misma
discusión, con un dolor muy grande atravesándome el estómago,
afirmé:
—No puedes exigirme qué debe ser mi vida y qué no. Espero
que lo entiendas, Fanny. Como yo tampoco puedo decirte que no
hagas una familia ni que tengas hijos. Así que lo mejor es que
cada cual haga su vida como quiera.
—¿Me estás diciendo que terminemos, que dejemos de vernos?
Sabía que de esa respuesta dependía mi vida:
—Sí —dije sin dudarlo. Y cómo no pensar en ese momento en el
Hombre Murciélago alejándose de Talia, la hija de su peor
enemigo, Ras Al Ghul.
En ese instante sellé mi destino, viejo. Tuve conciencia de
pasar un punto de no retorno. Después vendí la pensión en una
cifra para nada despreciable y le compré a Fanny una casa
pequeña en el barrio Quiroga. Fue una manera de protegerla (así
como lo había hecho Humberto conmigo) y de demostrarle que sí
algún día salía bien librado de mi aventura, regresaría a esa casa
como el único lugar donde podría sentirme a gusto y en paz, una
Itaca como punto final del recorrido. Y ella aceptó a
regañadientes. Pero ambos sabíamos que desde aquella discusión
algo había quedado claro: que no me quedaría a su lado. De
hecho, desde esa pelea en adelante no volvimos a acostarnos
juntos. Ella firmó las escrituras de la casa, yo le pagué los
impuestos y le mandé todo por correo. No quería que nos
hiciéramos más daño. Y, para serte sincero, tampoco me sentí
capaz de darle un último abrazo y de decirle adiós cara a cara.
Me faltaron fuerzas para ello.
Ahora quiero explicarte algo que ya habrás intuido y que
desde tu perspectiva psiquiátrica quién sabe qué análisis le
habrás hecho. Mi obsesión con el mar y la aventura no tiene
nada que ver con el ego del que se cree superior, con el
narcisismo que de pronto aflora en un acomplejado como yo. No
creo que se trate de eso, viejito. Entiendo que hay una
contradicción de fondo, no soy tan bruto como para no verla:
¿Cómo es posible que un enclenque jorobado y contrahecho se
crea un héroe, se compare con Aquiles o con Magallanes y esté
convencido de que es capaz de ejecutar grandes empresas? ¿No
es ese sueño una forma de equilibrar toda su mala fortuna, de
intentar subsanar su enfermedad y su baja autoestima? Tal vez,
no lo sé. Pero, con toda honestidad, creo que se trata de otra
cosa.
Las personas, desde muy niñas, sienten los llamados de lo que
más adelante será su vida como adultos. Hay una serie de ideas
y de deseos infantiles que definen nuestro futuro como
adolescentes y después como mayores de edad. Desde esa época
se manifiesta, en algunos niños, lo que llaman el Factor Ulises,
que corresponde a una manera de ser especial, alejada de los
otros, con tendencia a los riesgos y a traspasar los límites,
introspectiva, aventurera, que no puede adaptarse con facilidad a
las reglas comunitarias. Mi psicología siempre fue así, el problema
es que mi cuerpo no me ayudaba, no me favorecía. ¿Sí entiendes?
Yo soy dos individuos: uno del cuello para arriba y otro del cuello
para abajo. Mi cabeza tiene una forma de pensar que no se
corresponde con el cuerpo que me tocó.
Ese es el dilema, el conflicto. Ojalá yo hubiera tenido una
manera de ser religiosa, bondadosa, humilde, caritativa, tierna.
Hubiera sido perfecto para un lisiado. Pero no, si te fijas bien, en
las cartas que te he enviado hay escenas raras que no encajan
con un hombre como yo: mi vida como alcohólico y drogadicto,
mi adicción al sexo, la paliza que le propiné a mi vecino en la
casa, la otra golpiza que le di a mi propio padre en la calle. Si lo
piensas con cuidado, el solo hecho de salir de noche y de meterse
en la zona de tolerancia implica cierto grado de templanza, de
confianza en sí mismo. ¿Y sabes qué? Nunca me atracaron,
nunca me robaron. Cuando pasaban junto a mí los vagos y
ladrones callejeros, sentían mi agresividad, mi carácter dispuesto
a todo, mi fortaleza interior. Estaba listo a batirme con el que
fuera con mi bastón como arma de legítima defensa. Y los tipos
sentían esa disposición a la agresividad en la atmósfera que me
rodeaba, la olían (porque son como perros) y se alejaban y me
dejaban en paz.
Recuerda bien que de niños, desde nuestra primera pelea en el
Parque Nacional, yo nunca salí corriendo ni supliqué clemencia ni
me rendí. En el fondo, lo disfrutaba, me gustaba. No había para
mí mayor placer que ir por la calle con Fobos y que los demás me
temieran, que se cambiaran de andén porque creían que en
cualquier momento yo lo iba a soltar y el perro podía lastimarlos.
Tú y yo fuimos amigos porque tu personalidad me gustaba,
porque no eras el niño dulzón y tímido al que le agradaban los
carritos y el parqués. No, te gustaba la calle, el peligro, el deporte,
y no te importaba romperte la cara con el que fuera con tal de
hacerte respetar. Y tus libros de Tintín, tu pasión por los viajes y
las aventuras en África o en Asia se correspondían con mis
historietas y mis héroes infantiles. Yo te estimé tanto porque en
el fondo eras como yo, solo que mejor: sin las malformaciones
físicas, sin la joroba, sin mi enanismo vergonzante.
Espera, viejo, me estoy sintiendo mal, tengo que parar de
escribirte… No sé qué me pasa, tengo un dolor de cabeza
recurrente y el cuerpo pareciera estar siempre a punto de
enfermarse… Voy a ir a tomarme un calmante, ya vengo… Listo,
espero que me haga efecto pronto. Es que estas semanas he
estado bajo mucha presión, trabajando muy duro, con unos
horarios de galeote, casi sin descansar por la noche. Antes de
partir necesito dormir por los menos dos días seguidos, de lo
contrario correré el riesgo de fracasar por falta de atención, lo
cual sería gravísimo e imperdonable.
Bueno, te venía diciendo que el Factor Ulises es un impulso
que está en todas las personas dormido, agazapado, y que solo en
algunos se manifiesta con la fuerza suficiente como para sacar al
sujeto de su rutina, de su vida familiar y social, y lo lanza en pos
de una obsesión que no puede controlar. Ese impulso es una
mezcla de inconformidad, de necesidad de riesgo, de deseos
profundos de ir más allá de lo establecido y conocido, y el que lo
padece sabe que necesitará una gran disciplina para no perecer
durante su aventura.
Los individuos que logran cumplir estos objetivos suelen ser
también solitarios, egoístas, imaginativos y muy necesitados de
ponerse a prueba, de examinarse para estar seguros de sus
virtudes y de sus falencias. No saben por qué, pero escapan de
una vida rutinaria para aguantar hambre, para caminar durante
días y semanas en condiciones climáticas que asustarían a
cualquier otro y lo harían regresarse, para pasar noches en vela,
para acercarse a la muerte y coquetear con ella como único
antídoto para poder valorar la vida en su más extrema
intensidad. Bien sean marinos, escaladores de montañas,
expedicionarios o pilotos de aeroplanos, estos Ulises necesitan ir
al otro lado de la realidad para desplazar los horizontes del resto
de los mortales. Porque algo está claro: gracias a ellos es que la
humanidad avanza, que descubre nuevos territorios y nuevas
culturas, que es capaz de vencer sus miedos para atreverse a
mirar hacia donde hasta entonces estaba prohibido. Sin esos
hombres no seríamos más que repetición y costumbre. Pero
gracias a ellos la historia se fractura y un acontecimiento
irrumpe para modificar la existencia de todos nosotros de ahí en
adelante. Son seres indispensables, claves, y soportamos sus
excentricidades con tal de que nos abran los ojos a nuevas
dimensiones de nuestras conciencias amodorradas y mediocres.
¿Sí me sigues, viejo? Yo creo que soy así desde niño, que todas
mis lecturas lo único que hicieron fue confirmarme lo que ya
sabía: que no era como los otros, que no me interesaba
acomodarme, que quería vivir en el límite, en crisis, sin estar
seguro de nada. Yo hubiera podido aceptar la beca que me
ofrecieron cuando me gradué de bachiller y hoy en día sería un
ingeniero petrolero, por ejemplo, adinerado y exitoso. Sería quizás
el millonario Bruce Waine. Y no, ni siquiera contemplé la
posibilidad. Por la misma razón fue que empecé a sentirme mal al
lado de Fanny, como un presidiario, como un pájaro al que
hubieran metido dentro de una jaula invisible. Uno tendería a
creer que un hombre como yo, con tantos vacíos sentimentales,
sería feliz con un hogar y una familia cariñosa que le regresara
su confianza en sí mismo y en los otros. No, viejo, yo sentí a
Fanny como una amenaza, como alguien que me iba a desviar de
mi verdadero destino y me iba a convertir en un marido estable
y sonriente. Y otra vez dije no y seguí con terquedad mi camino
solitario en pos de un sueño que quizás desde afuera se pueda
interpretar como una locura, pero que yo veo como un deseo
profundo de vivir poéticamente. No sé cómo lo veas tú. Espero
que mi explicación te convenza.
Justo aquí, frente a mí, tengo un recorte de prensa española
que dice lo siguiente:
En este mismo instante los hermanos José Antonio y Jesús
Martínez Novas se están jugando la vida por alcanzar la cima del
Shisha Pangme, en el Himalaya, a 8.046 metros de altura. Es
parte de su reto por conquistar los catorce picos más altos del
mundo en doce meses.
¿Por qué lo hacen? Forman parte de la raza de los
aventureros, una especie que vive siempre fuera de los límites de
la monotonía en constante búsqueda de nuevas conquistas. Por
sus venas corre la sangre de Colón, Amundsen o Marco Polo.
El neurólogo italiano Stefano Ruggeri, tratando de dar una
explicación a la lucha de estos individuos contra los elementos,
sostiene en su libro Psicología y psicopatologías de los
buscadores de emociones fuertes que “el aventurero ideal es
aquel que posee como amortiguador interior un nivel adecuado de
ansia y, como elemento motor, la dosis justa de agresividad”. Una
ecuación que les permite resistir días sin comer, llegar a la
extenuación, aguantar colgados de una pared de piedra o tirarse
en un paracaídas desde 12.000 metros de altura. El investigador
inglés J.R.L. Anderson ha ido más lejos y ha encontrado una
explicación más científica. Sostiene que el ADN (ácido
desoxirribonucleico) contiene lo que denomina Factor Ulises, un
elemento aún no determinado, que es el responsable del afán de
superación que protagonizan algunos hombres y mujeres.
¿Comprendes, viejito? Tal vez a mí no me llega genéticamente
ese factor de mi padre ni de mi madre, dos seres anodinos e
intrascendentes. Quizás me llega de un algún abuelo o bisabuelo
que no fue como los otros, que rompió las reglas, que cruzó la
línea sin pedirle autorización a nadie.
No sé si captas bien mis ideas, viejo. Hay una parte de nuestra
psique que es fija, estática, una especie de zona dura que es difícil
remover: ideas, afectos, creencias que permanecen inalterables a
lo largo de los años. Otra parte es más flexible y nos permite
girar, torcer, timonear. Con el tiempo cambiamos, mutamos,
incluso podemos llegar a pensar exactamente lo contrario de lo
que creíamos antes. Y hay una tercera parte, quizás la más
misteriosa y fascinante de todas, que nos lanza por fuera de
nosotros mismos a unos estados insospechados, impredecibles.
Un buen día, como Ulises, de pronto nos sentimos excluidos por
completo de lo que era nuestra vida y nos vemos obligados a
abandonar Itaca, nuestra zona de confort. Es como si frente a
nosotros se abriera una nueva ruta, un camino inédito, una
identidad que no habíamos contemplado. La mayoría de las
novelas y las películas pertenecientes al género del “on the road”
cumplen con esta característica: el viajero del comienzo no se
parece en nada al personaje del final del recorrido. Ha muerto
una identidad y ha nacido un nuevo ser. Por eso todo viaje es
una muerte, una despedida y, simultáneamente, un parto, un
nacimiento. ¿Sí entiendes? Eros y Tánatos no son opuestos: son
las dos caras de una misma moneda.
Si ves el mapa de Europa con cuidado, te darás cuenta, de que
el Estrecho de Gibraltar es como un cierre, como dos piernas que
parecen desembocar en una vagina cerrada. Del lado de España
está el Peñón de Gibraltar y del lado de Marruecos sobresale el
monte Atlas. Esos dos puntos era lo que los antiguos llamaban las
Columnas de Hércules. Hasta ahí navegaban las naves griegas y
se daban la vuelta. El Mediterráneo era el Mare Nostrum, el mar
conocido. Del otro lado de las columnas quedaba el Mare
Tenebrarum, lo incógnito, lo desconocido. Hay una hipótesis que
dice que Ulises fue el primero en cruzar las Columnas de
Hércules y salir ál Atlántico en busca del misterio. ¿Comprendes?
Si contemplas el mapa y ves el Mediterráneo como un útero,
como un líquido amniótico del cual era imposible escapar,
entonces Ulises sería el primer navegante que nació, el primer
aventurero que se condujo a sí mismo hasta la salida y enfrentó
territorios inhóspitos. El primer parto, el primer nacimiento, el
único que cruzó el estrecho.
Esto significa que todos, al comienzo de nuestra vida física,
somos una metáfora de Ulises. Todos salimos de nuestra zona de
confort, el útero, y tenemos que obligar a nuestros pulmones a
respirar, abrimos los ojos y vemos el mundo por primera vez,
lloramos y escupimos mocos, sentimos frío, nos quedamos
absortos, pasamos nuestras manos diminutas por los brazos de
las enfermeras o de la persona que nos está recibiendo. El
problema es que luego olvidamos esa fuerza, ese coraje, y nos
instalamos en la comodidad de nuestras vidas rutinarias. Todo el
mundo está buscando un útero donde volver a quedarse quieto. Y
no, se trata de todo lo contrario, de seguir naciendo, de no parar
de salir, de no adentrarse en nada, de no esconderse, de no
acostumbrarse. Mientras la sociedad te susurra al oído que
busques seguridad para poder sobrevivir, una voz interna te dice
lo contrario: que no te aferres, que te liberes, que abandones todo
puerto del cual no puedas volver a partir. Dentro de nosotros hay
una lucha permanente entre un funcionario de pacotilla y Simbad
El Marino. La mayoría de las veces se impone el notario, el
abogado, el ejecutivo. Pero muy de vez en cuando triunfa Simbad.
Estas palabras de Jacinto Antón también me acompañan en
esta aventura:
«¿Quién no se ha perdido alguna vez? Perderse forma parte de
la experiencia humana. Nos perdemos de niños, nos perdemos de
adultos, nos perdemos al enamoramos y nos perdemos
inexorable y definitivamente entre las brumas de la vejez. Pero
hay gente que se pierde más, que casi han hecho de perderse un
desafió, sino un destino. Son los que se adentran en los confines,
los que escapan de los caminos trillados, los que buscan nuevas
sendas, retos y horizontes. Famosos aventureros y exploradores
se han perdido a puñados a lo largo de la historia».
El Factor Ulises sería el recordatorio de esa energía inicial que
te lanza siempre en pos de lo desconocido. No el confort de la
vida apacible y sin riesgos, sino el llamado de la aventura y lo
indeterminado.
Te he hablado antes de Vito Dumas y de su vuelta al mundo
en solitario en 1942. Pero solo hasta 1968 se propuso el reto
más arduo para los marinos de todas las pelambres: la vuelta al
mundo en solitario y sin escalas. Muchos se presentaron y
estaban convencidos de lograrlo. Naufragaron en las peores
condiciones que te puedas imaginar, se enfermaron, se
amedrentaron cuando ingresaron en la zona de vientos de “Los
cuarenta rugientes”, sus barcos se abrieron, en fin, uno a uno
pudieron ir comprobando que la idea que se habían hecho de sí
mismos estaba muy lejos de la realidad.
Quizás la peor historia de todos estos hombres sea la de David
Crowhurst: partió feliz, lleno de planes, convencido de que una
hazaña semejante le iba a traer no solo una fama mundial, sino
la fortuna necesaria para envejecer tranquilo y relajado. Muy
pronto, el mar fue poniendo su ego en el lugar que le
correspondía. Con el paso de las semanas, se dio cuenta de que
no iba a ser capaz. Su estado de ánimo se vino abajo, la nostalgia
de sus hijos y su esposa lo hizo añicos, el tiempo no le favorecía,
el barco empezó a mostrar los graves errores de construcción y
de diseño, hasta que Crowhurst acudió a la peor artimaña de
todas: mintió con respecto a sus coordenadas y dio informes
falsos en la medida en que iba avanzando muy torpemente. Pero
una situación semejante era insostenible a largo plazo. Durante
algunos días, los europeos creyeron que él iba a ganar la
competencia.
La verdad es que su cerebro se fue a pique y una
depresión progresiva lo hundió en una inestabilidad emocional
que lo obligó a arrojarse por la borda y morir. Un suicidio que
venía por enésima vez a confirmar una ley implacable del mar:
quien no conoce la magnificencia de este elemento debe pagar
con su propia vida.
En cambio, la historia de Bernard Moitessier es formidable,
magnífica y alentadora. Moitessier nació en Hanoi y desde
pequeño estuvo influenciado por el budismo y por ciertas
prácticas ascéticas del lejano oriente. Su formación occidental era
solo aparente, la fachada de su personalidad, pero en su interior
existió desde siempre una duda acerca de esa prestancia
exagerada que suelen otorgarse los occidentales a sí mismos.
Hablaba a la perfección el vietnamita y había asimilado bien la
filosofía y la literatura de los países vecinos. Cuando Japón
invadió Vietnam en 1940, él y su familia fueron encarcelados. Es
de suponer que, de niño, Moitessier aguantó los rigores de la vida
en prisión gracias a su aprendizaje oriental, a su mesura, a su
disciplina contemplativa.
A la salida de la cárcel, decidió que el mar era lo suyo y que
las reglas de los hombres de tierra no eran de fiar. Desde
entonces se dedicó a navegar y era un piloto diestro y audaz. Ya
para 1968, Moitessier había navegado por todos los océanos del
mundo y sabía a la perfección los trucos del oficio. Había escrito
un libro sobre sus aventuras, Un vagabundo de los Mares del
Sur, y en el gremio era reconocido y respetado.
Se presentó en 1968 con un barco llamado Joshua, cuyo
nombre era un homenaje a Joshua Slocum, un viejo capitán que
había navegado en solitario alrededor del mundo. Y desde las
primeras semanas quedó claro que Moitessier estaba no solo
preparado para el reto, sino que de lejos era el mejor. Las marcas
que impuso en cada trayecto eran fantásticas, de un marino
curtido que se sentía en casa cuando llegaban las tormentas y el
barco se bamboleaba de lado a lado. Se dejó de cortar el pelo y la
barba, andaba descalzo y a veces desnudo por la cubierta del
barco, como un santón oriental ejercitándose lejos de la mirada
de los otros hombres.
Poco a poco, esa íntima relación con el mar fue creciendo
hasta conducirlo a un estado de éxtasis, de suprema empatía con
los elementos. Mientras los otros navegantes se descomponían,
lloraban, extrañaban a los suyos o se esforzaban en resistir hasta
el límite de sus fuerzas, el vietnamita francés estaba en trance,
viajando a grandes velocidades en posición de meditación,
comulgando con el océano, con el tiempo y consigo mismo. Hasta
que Moitessier atravesó los límites y se fue más allá que todos los
otros, su ego fue superado, traspasado hasta el punto de
desvanecerse en el aire. ¿Ganar? ¿Qué es eso? ¿Para qué la fama
y la fortuna? ¿Es realmente importante el reconocimiento ajeno?
Cuando uno esta solo en alta mar durante meses enteros,
sentado en la cubierta viendo el sol hundirse en el horizonte, con
el viento rozándole el cuerpo y el tiempo suspendido en un ritmo
imposible de medir, ¿qué sentido pueden tener la celebridad, el
prestigio y la ambición? Las palabras que anotó en su diario son
explícitas:
“El Joshua avanza hacia el Cabo de Hornos bajo la luz de
las estrellas y la distante ternura de la luna… Ya no sé lo lejos
que he llegado, solo sé que hace tiempo que he dejado atrás los
límites de lo excesivo”.
Creo, viejo, que la distancia a la cual alude no es una distancia
física, de millas, sino a una distancia interior, donde está en juego
el yo y toda la codicia que nuestra cultura nos enseña. Somos
una masa de apetitos, aspiraciones y pretensiones que nos
banalizan hasta el punto de impedirnos avanzar realmente en el
profundo conocimiento de nosotros mismos. Estamos tan
ocupados por alcanzar la vastedad de nuestros anhelos, que nos
extraviamos en un laberinto de espejos que nos regresan nuestra
imagen deformada e irreconocible. Y lo maravilloso de la frase,
su lucidez implacable, está en que no es suficiente con pisar los
límites, con ir hasta situaciones excesivas, no, hay que dar un
paso más allá y liberarse definitivamente y para siempre. Y
Moitessier lo da cuando el Joshua pasa cerca del buque petrolero
inglés British Argosy y, en una pequeña lata de comida, mete el
siguiente mensaje para el Sunday Times y lo arroja sobre la
cubierta de ese buque:
“Mi intención es seguir el viaje, sin parar, hacia las islas del
Pacífico, donde el sol luce radiante y hay más paz que en
Europa. Por favor, no piensen que estoy intentando establecer
un récord. Récord es una palabra muy estúpida en el mar.
Continúo sin parar porque me siento feliz en el mar, y quizás
porque quiero salvar mi alma”.
El público y los periodistas que seguían la hazaña no podían
entender que el hombre más capaz, el mejor de todos, el más
rápido y perseverante, y el que ya estaba de regreso para recibir
los homenajes, los premios, las condecoraciones y los aplausos,
estuviera abandonando para seguir derecho y largarse a vivir a
las islas de los Mares del Sur. ¿Se había enloquecido Moitessier?
¿Cómo era posible que rehusara a ser una celebridad? Sí, él era
feliz siendo un vagabundo del mar, libre, sin ataduras, sin las
presiones terribles de un ego insatisfecho. El no-ego conquistado a
lo largo del viaje era ya en sí mismo una bendición. La ambición
corroe, lesiona, resiente al sujeto. Liberarse de ella es alcanzar
una higiene interior cercana a la beatitud. Y lo hizo: Moitessier
vivió años entre los nativos de los Mares del Sur, dichoso sobre
la cubierta del Joshua, barbado, sin cortarse el pelo ni las uñas,
gozando como un niño de su condición de salvaje travieso y
anarquista.
Viejo, tú no sabes lo que yo sentí cuando leí esta historia de
Moitessier y las implicaciones que ella tuvo en mí. Si Dumas me
había dañado la cabeza de adolescente, Moitessier venía a
corromperme por completo y a confirmarme que eso era
exactamente lo que yo quería: darle la vuelta al mundo en
solitario y después seguir en línea recta hasta los confines del
planeta, donde mi yo desapareciera sin dejar rastros y mi ser
lograra ir más allá, de toda identidad, de todo yugo, de todo deseo
y todo apego. Navegar hasta que Alfonso quedara atrás
convertido en humo, en aire, en partículas gaseosas e invisibles.
Esa era la verdadera aventura.
Desde entonces no he hecho más que prepararme. Vendí la
casa y me vine para Guayaquil, donde llevo viviendo un buen
tiempo junto al mar, navegando todos los días, aprendiendo,
practicando. Te sorprenderías de mis habilidades náuticas y del
aplomo con el que gobierno mi pequeño catamarán, el Nautilus II,
nombre que le puse, por supuesto, en homenaje al capitán Nemo.
Te cuento que este barco lo construí yo mismo con dos obreros
de aquí, del puerto, y que por dentro tiene cueros de buey y grasa
animal que lo protege del agua y de las fisuras tan comunes en
alta mar. Estudié la construcción del navío de San Brendan
pensando en utilizar los trucos medievales en beneficio de mi
propio barco. Recordarás que Nemo, en latín, significa Nadie. Es
una alusión de Verne al capítulo de la Odisea en el cual Ulises le
dice a Polifemo, para engañarlo, que se llama Nadie. ¿No es ese,
acaso, el objetivo secreto de todo aventurero: no tener nombre,
no llamarse de ninguna manera, dejar atrás los apellidos, la
memoria, la herencia que cargamos con tanto esfuerzo? ¿No
hemos soñado todos con viajar, con irnos bien lejos, donde los
problemas de nuestra familia y de nuestros allegados no nos
alcancen? ¿No hemos sospechado todos que la verdadera alegría
está en el desarraigo? Por un lado queremos permanecer, seguir
aquí, no morir, y por el otro, una fuerza misteriosa nos dice lo
contrario: la clave está en el movimiento, en ser fugaz, en
desaparecer. Creo más en esa segunda fuerza.
El recorrido lo tengo muy claro: bajaré por el Océano Pacifico
bordeando la costa hasta la Tierra del Fuego y cruzaré, con
suerte, el temible Cabo de Hornos, el cementerio marino de
América, donde tantos barcos a lo largo de los siglos han
naufragado. Me iré por el Atlántico pegado al paralelo de 60º
latitud sur hacia la costa africana, subiré un poco y cruzaré el
Cabo de Buena Esperanza para ingresar en el Océano índico.
Procuraré mantenerme a la altura del paralelo de 40º latitud sur
siguiendo la ruta de Moitessier hasta Nueva Zelanda, donde
descenderé unos grados para pasar por el sur de la isla y
concentrarme en mi retorno a costas americanas. Mis provisiones
serán suficientes y he estado alimentándome muy bien durante
las últimas semanas para subir las defensas de mi cuerpo. No
creo que por este lado me lleguen sorpresas, aunque, por
supuesto, una cosa son los planes en tierra y otra muy distinta
los hechos reales en alta mar.
Lo que sí quiero que tengas muy claro, viejo, es que a
diferencia de los aventureros que recorrieron el globo pensando
en enriquecerse, en abrir nuevas rutas comerciales o en
fortalecer los imperios que representaban, Dumas y Moitessier
pertenecen al bando contrario: los que viajan en busca de parajes
interiores, los que saben que el afán de dinero impide una
correcta apropiación de lo que en realidad somos: fuerzas
internas en perpetua catástrofe, fuerzas desconocidas de las que
aún sabemos muy poco. Mi viaje no se enmarca en el viaje
capitalista. Es justo lo opuesto: una aventura para desprenderse
de todo aquello que interrumpe el sano y potente desarrollo del
pensamiento.
El hombre-murciélago da un último giro y abandona Ciudad
Gótica. Como en aquella memorable aventura en la que Batman
viaja a la India y al Himalaya en busca de Ras Al Ghul, y se aleja
de Ciudad Gótica para encontrarse a sí mismo, de igual modo dejo
atrás la vida citadina para hallar el auténtico rostro que se
esconde detrás de las múltiples máscaras que he tenido que usar
a lo largo de la vida.
Quiero finalmente pedirte un último favor, viejo: escribe sobre
mí, cuenta que conociste a un hombre que buscó la salvación de
los demás, dile a todo aquel que quiera leerte o escucharte, que
este viaje, como el de Dumas, tiene un objetivo simbólico: salvar
el mundo. Si en 1942, en medio de la Segunda Guerra Mundial,
tenía sentido emprender una aventura semejante, con mayor
razón ahora, cuando el planeta está aniquilado y somos una
amenaza general. En este punto definitivo de la historia, en esta
época confusa y apocalíptica, yo soy el hombre que navegará
para salvar a todos los demás, un nuevo Noé que intentará
sobrevivir al diluvio. Me lanzo a la aventura para salvar este
género humano que tanto me ha despreciado y que tanto daño
me ha hecho.
El Nautilus II ingresará en el ma3 lentamente, consciente de
su misión. Iré en popa, con una camisa azul de marinero y mi
joroba inconfundible me obligará a apoyarme en la amurada de
estribor para poder erguirme y ver de frente la línea del
horizonte. En mis ojos van todos los mutilados de guerra, los
secuestrados, los damnificados, los hambrientos y menesterosos,
los prisioneros, los torturados, los que han sido sacrificados en
todas las guerras, los deformes, los solitarios, los ancianos, los
tímidos, los débiles, los que llevan días y semanas sin hablan con
otro y ya extrañan cualquier tipo de diálogo, las mujeres y los
niños maltratados en sus hogares o violados por sus propios
maridos y padres.
Viajan conmigo Mumia Abu Jamal, Malcolm X, Ángela Davis,
Ramona África, todos los Panteras Negras, todos los indígenas
masacrados de nuestra América, los hombres que han sido
lanzados desde aviones militares, los que están encarcelados, los
que recorren las calles de todas las ciudades del mundo buscando
un empleo y tienen las suelas de sus zapatos rotas, los mendigos,
los que se alimentan de las basuras, los que viven en refugios
hechos de cartón y de plástico, los empleados que suplican un
aumento en sus salarios para poder alimentar a sus hijos y ese
derecho les ha sido negado entre miradas de superioridad y
desprecio, los niños que trabajan en las minas o que cargan
ladrillos para ayudar a sus familias, los suicidas, los depresivos,
los que están recluidos al fondo de clínicas psiquiátricas con sus
cuerpos atiborrados de sedantes o de antidepresivos, los
drogadictos que se inyectan en los rincones de los baños públicos
o que fuman o que inhalan con locura y desesperación, los
millones de hombres y mujeres que se duermen sobre las mesas
de los bares y las tabernas atravesados por la culpa de no poder
detener ese deseo irresistible de beber y de beber, los que pasan
días y noches en los casinos adictos a una fortuna que nunca les
llega, los millones de desplazados que recorren los valles y las
montañas con sus escasas pertenencias al hombro, los miles de
millones de hombres y mujeres que llegan por la noche a sus
casas agotados de tanto trabajar y no pueden conciliar el sueño
porque la angustia y la preocupación se los impide.
Mi barco es un símbolo de la fragilidad humana. Es una épica
a la inversa. Mi tripulación la conforman las víctimas de los cinco
continentes, de cada rincón del planeta donde haya un hombre o
una mujer sufriendo, aguantando hambre, haciendo un duelo o
buscando a un familiar desaparecido. Y, por supuesto, en el
Nautilus II también viaja Humberto y sus años como homosexual
soterrado y culposo; viaja mi madre herida, violada y loca; viaja
mi abuela confundida que cocinaba para su nieto el día de su
cumpleaños; viaja Ana con sus colmillos afilados, viaja Fanny con
su ternura infinita, viaja el niño que tú eras, ese chiquito que
tenía la espalda lacerada por golpes propinados en su propia
casa; viaja Fobos y viajo yo…
No quería partir sin antes escribirte y recuperarte. Tu
recuerdo ha sido demasiado perseverante a lo largo de los años.
Siempre te tuve en mi mente y en mi corazón. Planeé las cartas
muy bien para que cuando recibieras esta, la última, yo ya
estuviera en alta mar, piloteando mi Nautilus II en busca de la
redención que la vida me negó desde niño. Así que mientras tú
has estado leyendo estas páginas, yo he estado remontando el
oleaje traicionero del Océano Pacífico. No soy un sueño ni una
ilusión. Estas cartas no son un cúmulo de mentiras ni de delirios
de una mente enferma. Son reales. Ya soy lo que siempre quise
ser, un aventurero en pos de una misión digna que lo justifique.
¿Y sabes qué, viejo? Todo esto comenzó contigo, gracias a tu
amistad. Con tu cariño y comprensión lograste convertir a tu
amiguito enclenque de la Calle 42 en esto, en un piloto que no se
amedrentará ante ninguna tormenta. Lograste que el Señor de las
Moscas se transformara en el capitán Haddock, lograste que tu
vecinito jorobado deviniera Aquamán. Gracias, León, gracias una
vez más. De aquí en adelante solo queda el horizonte. Y no te
esfuerces por alcanzarme, no lo lograrás. A diferencia de cuando
éramos niños, ahora soy demasiado rápido para ti…
De corazón a corazón,
El Caballero de la Noche, Capitán del Nautilus II.
3
Tiré la carta sobre el escritorio y, con los ojos llorosos, marqué
enseguida al celular del detective Frank Molina. Logré comunicarme
entre ruidos e interferencias. Me dijo que ya tenía ubicadas las pistas
de Alfonso, que estaba justo en ese momento con las autoridades del
puerto, que el Nautilus II había zarpado hacía ya varios días, que su
primer objetivo eran las Islas de Juan Fernández frente a la costa
chilena (mientras escuchaba la voz del detective en el teléfono
hablándome con vocablos atropellados, una parte de mi memoria
reconoció que eran las islas donde había naufragado originalmente
Robinson Crusoe), pero que según creían ellos, el barco había sido
arrasado por una tormenta frente a Antofagasta, en el cruce con el
Trópico de Capricornio. Que los vientos habían hundido varios
barcos, que el oleaje había llegado a los doce metros de altura, que
entre el paralelo de 20º latitud sur y el paralelo de 40º ningún barco
había podido sobrevivir. Las autoridades de Guayaquil se estaban
poniendo en contacto con las chilenas, desde Arica hasta Valdivia,
para reportar cualquier embarcación encontrada en la zona. Remató
diciéndome que me marcaría más tarde a mi celular.
Llamé a Fanny y le conté todo. A través de la línea escuché un
llanto sosegado.
—Lo siento, no pude hacer nada —dije con la voz temblorosa.
—Está muerto, lo sé —afirmó ella con una certeza que le venía
desde muy adentro, desde esa zona femenina que los hombres nunca
llegamos a entender o que entendemos muy tarde.
—Aún no han confirmado nada —dije con una esperanza que ni
yo mismo me creía.
—No estoy llorando de tristeza, León, sino de alegría. Eso era lo
que él quería. Mil veces me dijo que le horrorizaba la idea de morirse
en un hospital conectado a unos tubos. Que su destino estaba en el
mar, que quería morir entre tormentas parecidas a las de un artista al
que admiraba mucho…
—Turner…
—Ese.
—Lo logró, qué cabrón —dije mientras me limpiaba las lágrimas
que corrían por mis mejillas.
—¿Vas a venir?
—Claro que sí. Ya voy para allá.
Manejé por la Avenida Caracas hasta el barrio Quiroga. Cuando
dejé el jeep en la bahía cercana a la casa de Fanny, recibí la llamada
de Molina, que me habló con una voz perdida entre intermitencias
telefónicas. En efecto, las autoridades chilenas acababan de confirmar
que dos días atrás habían encontrado el Nautilus II en las cercanías de
la isla de San Ambrosio. El casco estaba destrozado y no había rastros
de su dueño y piloto. Estaban seguros de que el mar se lo había
tragado durante la tormenta. Le agradecí al detective, le prometí que
el lunes siguiente le cancelaría el resto del dinero y colgué con una
sensación de abatimiento que me obligó a recostarme sobre el timón.
De un momento a otro, sin ningún tipo de aviso, no sé de dónde
me llegó una sensación de mareo, de estar enfermo, como a punto de
vomitarme. Sentí arcadas y tuve que quitarme el cinturón de seguridad
y bajarme a rastras del carro. Me hice junto a un árbol. Creí que los
mocos se me estaban escurriendo por el labio superior y me llevé la
mano a esa parte de mi rostro. No, era sangre. Un hilo de sangre me
estaba saliendo por las fosas nasales. Me limpié con el borde del saco.
¿Qué me estaba ocurriendo? ¿Qué era ese malestar súbito? ¿Estaba
somatizando la muerte de Alfonso? Cerré los ojos y procuré respirar
tomando grandes bocanadas de aire. Casi no veía, estaba ciego. Un
frío invernal se apoderó de todo mi cuerpo y empecé a temblar. Seguí
inhalando y exhalando con la boca bien abierta. No sabía si se trataba
de un infarto.
El malestar fue cediendo a una potencia corporal extrañísima que
nunca jamás había sentido: estaba oliendo por primera vez el
conmovedor aroma del pasto, del árbol que tenía cerca, de la hierba
fresca recién mojada por las gotas infinitesimales de una llovizna
reciente. Abrí los ojos y quedé estremecido con el gris de ese cielo
plomizo que parecía algodón viejo o hierro acariciado por el óxido.
Me encandilaban las nubes, como si estuviera observando un día
soleado y magnífico. Escuché los sonidos de un piano que sonaba a lo
lejos y sentí una emoción tan grande que los ojos se me llenaron de
lágrimas. Esas notas estaban siendo tocadas para mí, solo para mí,
como si alguien, desde una dimensión ignota, me estuviera dando la
bienvenida al mundo por primera vez. Me di la vuelta y empecé a
tocar con las yemas de mis manos el árbol que tenía cerca. Las venas
de la madera me parecieron mensajes secretos, revelaciones súbitas
que me llegaban de repente desde un pasado muy remoto. Todo mi
cuerpo se estremeció.
Finalmente, arranqué un manotón de pasto, me lo metí en la boca
y lo mastiqué. ¡Qué impactante era el sabor del mundo! El verde de la
naturaleza, la clorofila se mezclaba con mi saliva y me generaba un
placer indescriptible, como si estuviera probando un sofisticado
manjar preparado por cocineros expertos. Y me eché a llorar
emocionado, conmovido, sorprendido de no haber sentido nunca la
realidad en la que había vivido por cuatro décadas. ¿Dónde había
estado metido? ¿Qué tipo de encantamiento o de maleficio me había
mantenido tullido, ciego, sordo, como si fuera un pedazo de materia
inerte e insensible? ¿Por qué no había sido capaz de percibir la fuerza
y la grandeza de todo lo que me rodeaba?
Continuaba de rodillas junto al árbol y no paraba de llorar. Y por
entre las tinieblas de mi mente emocionada, comprendí que no
importaba en absoluto de quién era hijo, que no me interesaba quién
me había entregado en ese orfanato de monjas bienintencionadas. No
era relevante el nombre de mi padre biológico, conocer su estatura o
el color de sus ojos; era intrascendente saber quién era mi madre, si se
trataba de una joven humilde, quizás una prostituta, o si era hijo de
una mujer adinerada y culta. A diferencia de una abeja o una polilla,
nosotros no estamos condenados a repetir la información transmitida
en el código genético. Elegimos, modificamos la conducta,
inventamos y reinventamos la vida a cada paso. Somos hijos de
nuestras ideas, de nuestra voluntad, de los afectos que seleccionamos
entre las mil posibilidades que la inmediatez nos brinda. No somos
hijos solamente de la materia, sino de la conciencia. ¿Qué importancia
tenía quién me había engendrado? Somos hijos de aquellos que nos
aman, que nos estiman de verdad, que nos respetan. Nuestra auténtica
familia no son aquellos con los que compartimos lazos de sangre, sino
aquellos que elegimos en el largo camino de la vida. Ese era el sentido
de la amistad, de la solidaridad, del amor: crear fraternidad, vasos
comunicantes con nuestros congéneres.
Fue un momento de una lucidez que me quitó el aliento. A
diferencia de Alfonso, a quien la pregunta por sus orígenes lo había
obsesionado, a mí esos dos rostros que estaban perdidos en la
oscuridad de mi pasado más remoto me tenían sin cuidado. No
nacemos el día que alguien nos arroja al mundo entre estertores y
líquidos sanguinolentos. Ese parto físico es insignificante y fútil.
Nacemos el día en que nos parimos a nosotros mismos, el día que
nacemos psíquicamente. Ese es el auténtico Ulises que atraviesa las
Columnas de Hércules para lanzarse en busca de lo desconocido.
Suspiré invadido por una plenitud que aún me hacía temblar y que
me erizaba los vellos de los brazos y la nuca. Me incorporé y me
limpié las lágrimas que tenía alrededor de los ojos y las mejillas.
Entonces vi a Genaro que venía corriendo por la calle con Deimos
cogido del collar. Y en su inclinación corporal, en la contextura de su
espalda y en su sonrisa franca y resplandeciente creí ver un reflejo
mejorado de Alfonso… Había algo a su alrededor, algo que no supe
apreciar en mis anteriores visitas, y que me recordaba inevitablemente
a mi viejo y querido amigo.
—Telémaco —susurré con la cabeza entre las manos.
Y allá, al fondo, diminuta y rodeada de flores, había una casa
donde una mujer estaba esperándome. De una manera que no lograba
explicarme del todo, sentí que yo era una imagen invertida de
Alfonso, una especie de presencia opuesta que después de la tormenta
volvía a Itaca para reposar y vivir en paz entre los brazos de una mujer
que no debí haber abandonado nunca.
—Penélope… —volví a susurrar para mí mismo.
Tomé aire, caminé dos pasos y me fui detrás de Genaro y de
Deimos, que también se hubiera podido llamar Argos. Una brisa que
bajaba de las montañas me refrescó el cuerpo entero.
AGRADECIMIENTOS
Le agradezco enormemente a Andrés Baiz el hecho de haberme
puesto en contacto con la historia de Moitessier, y de haberme
facilitado el relato acerca de la primera convocatoria para darle la
vuelta al mundo en solitario y sin escalas en 1968. Gracias a esa
lectura, poco tiempo después, en un viaje relámpago a Buenos Aires,
logré conseguir el libro que había escrito Vito Dumas después de su
aventura en 1942.
Comentarios
Publicar un comentario