Realice las actividades de las tres ultimas guías del tercer periodo las cuales los títulos son los siguientes:
Para ver cada guía haga clic sobre el titulo
Lea los siguientes cuentos peregrinos y en su cuaderno tome apuntes de las ideas principales y las ideas segundarías tome foto y mándelas al correo de castellano
ME ALQUILO PARA SOÑAR
A las nueve de la mañana, mientras desayunábamos en la terraza del Habana Riviera, un
tremendo golpe de mar a pleno sol levantó en vilo varios automóviles que pasaban por la
avenida del malecón, o que estaban estacionados en la acera, y uno quedó incrustado en
un flanco del hotel. Fue como una explosión de dinamita que sembró el pánico en los
veinte pisos del edificio y convirtió en polvo el vitral del vestíbulo. Los numerosos turistas
que se encontraban en la sala de espera fueron lanzados por los aires junto con los
muebles, y algunos quedaron heridos por la granizada de vidrio. Tuvo que ser un
marejazo colosal, pues entre la muralla del malecón y el hotel hay una amplia avenida de
ida y vuelta, así que la ola saltó por encima de ella y todavía le quedó bastante fuerza
para desmigajar el vitral.
Los alegres voluntarios cubanos, con la ayuda de los bomberos, recogieron los destrozos
en menos de seis horas, clausuraron la puerta del mar y habilitaron otra, y todo volvió a
estar en orden. Por la no se había ocupado nadie del automóvil incrustado en el muro,
pues se pensaba que era uno de los estacionados en la acera. Pero cuando la grúa lo
sacó de la tronera descubrieron el cadáver de una! mujer amarrada en el asiento del
conductor con el cinturón de seguridad. El golpe fue tan brutal que no le quedó un hueso
entero. Tenía el rostro desbaratado, los botines descosidos y la ropa en piltrafas, y un
anillo de oro en forma de serpiente con ojos de esmeraldas. La policía estableció que era
el ama de llaves de los nuevos embajadores de Portugal. En efecto, había llegado con
ellos a La Habana quince días antes, y había salido esa mañana para el mercado
manejando un automóvil nuevo. Su nombre no me dijo nada cuando leí la noticia en los
periódicos, pero en cambio quedé intrigado por el anillo en forma de serpiente y ojos de
esmeraldas. No pude averiguar, sin embargo, en qué dedo lo usaba.
Era un dato decisivo, porque temí que fuera una mujer inolvidable cuyo nombre
verdadero no supe jamás, que usaba un anillo igual en el índice derecho, lo cual era más
insólito aún en aquel tiempo. La había conocido treinta y cuatro años antes en Viena,
comiendo salchichas con papas hervidas y bebiendo cerveza de barril en una taberna de
estudiantes latinos. Yo había llegado de Roma esa mañana, y aún recuerdo mi impresión
inmediata por su espléndida pechuga de soprano, sus lánguidas colas de zorros en el
cuello del abrigo y aquel anillo egipcio en forma de serpiente. Me pareció que era la única
austríaca en el largo mesón de madera, por el castellano primario que hablaba sin
respirar con un acento de quincallería. Pero no, había nacido en Colombia y se había ido
a Austria entre las dos guerras, si niña, a estudiar música y canto. En aquel momento
andaba por los treinta años mal llevados, pues nunca debió ser bella y había empezado a
envejecer antes de tiempo. Pero en cambio era un ser humano encantador. Y también
uno de los más temibles.
Viena era todavía una antigua ciudad imperial, cuya posición geográfica entre los dos
mundos irreconciliables que dejó la Segunda Guerra había acabado de convertirla en un
paraíso del mercado negro y el espionaje mundial. No hubiera podido imaginarme un
ámbito más adecuado para aquella compatriota fugitiva que seguía comiendo en la
taberna estudiantil de la esquina sólo por fidelidad a su origen, pues tenía recursos de
sobra para comprarla de contado con todos sus comensales dentro. Nunca dijo su
verdadero nombre, pues siempre la conocimos con el trabalenguas germánico que le
inventaron los estudiantes latinos de Viena: Frau Frida. Apenas me la habían presentado
cuando incurrí en la impertinencia feliz de preguntarle cómo había hecho para
implantarse de tal modo en aquel mundo tan distante y distinto de sus riscos de vientos
del Quindío, y ella me contestó con un golpe: — Me alquilo para soñar.
En realidad, era su único oficio. Había sido la tercera de los once hijos de un próspero
tendero del antiguo Caldas, y desde que aprendió a hablar instauró en la casa la buena costumbre de contar los sueños en ayunas, que es la hora en que se conservan más
puras sus virtudes premonitorias. A los siete años soñó que uno de sus hermanos era
arrastrado por un torrente. La madre, por pura superstición religiosa, le prohibió al niño
lo que más le gustaba que era bañarse en la quebrada. Pero Frau Frida tenía ya un
sistema propio de vaticinos.
— Lo que ese sueño significa — dijo— no es que se vaya a ahogar, sino que no debe
comer dulces.
La sola interpretación parecía una infamia, cuando era para un niño de cinco años que no
podía vivir sin sus golosinas dominicales. La madre, ya convencida de las virtudes
adivinatorias de la hija, hizo respetar la advertencia con mano dura. Pero al primer
descuido suyo el niño se atragantó con una canica de caramelo que se estaba comiendo
a escondidas, y no fue posible salvarlo.
Frau Frida no había pensado que aquella facultad pudiera ser un oficio, hasta que la vida
la agarró por el cuello en los crueles inviernos de Viena. Entonces tocó para pedir empleo
en la primera casa que le gustó para vivir, y cuando le preguntaron qué sabía hacer, ella
sólo dijo la verdad: «Sueño». Le bastó con una breve explicación a la dueña de casa para
ser aceptada, con un sueldo apenas suficiente para los gastos menudos, pero con un
buen cuarto y las tres comidas. Sobre todo el desayuno, que era el momento en que la
familia se sentaba a conocer el destino inmediato de cada uno de sus miembros: el
padre, que era un rentista refinado; la madre, una mujer alegre y apasionada de la
música de cámara romántica, y dos niños de once y nueve años. Todos eran religiosos, y
por lo mismo propensos a las supersticiones arcaicas, y recibieron encantados a Frau
Frida con el único compromiso de descifrar el destino diario de la familia a través de los
sueños.
Lo hizo bien y por mucho tiempo, sobre todo en los años de la guerra, cuando la realidad
fue más siniestra que las pesadillas. Sólo ella podía decidir a la hora del desayuno lo que
cada quien debía hacer aquel día, y cómo debía hacerlo, hasta que sus pronósticos
terminaron por ser la única autoridad en la casa. Su dominio sobre la familia fue
absoluto: aun el suspiro más tenue era por orden suya. Por los días en que estuve en
Viena acababa de morir el dueño de casa, y había tenido la elegancia de legarle a ella
una parte de sus rentas, con la única condición de que siguiera soñando para la familia
hasta el fin de sus sueños.
Estuve en Viena más de un mes, compartiendo las estrecheces de los estudiantes,
mientras esperaba un dinero que nunca llegó. Las visitas imprevistas y generosas de
Frau Frida en la taberna eran entonces como fiestas en nuestro régimen de penurias.
Una de esas noches, en la euforia de la cerveza, me habló al oído con una convicción que
no permitía ninguna pérdida de tiempo.
no permitía ninguna pérdida de tiempo.
— He venido sólo para decirte que anoche tuve un sueño contigo — me dijo—. Debes irte
enseguida y no volver a Viena en los próximos cinco años.
Su convicción era tan real, que esa misma noche me embarcó en el último tren para
Roma. Yo, por mi parte, quedé tan sugestionado, que desde entonces me he considerado
sobreviviente de un desastre nunca conocí. Todavía no he vuelto a Viena.
Antes del desastre de La Habana había visto a Frau Frida en Barcelona, de una manera
tan inesperada y casual que me pareció misteriosa. Fue el día en que Pablo Neruda pisó
tierra española por primera vez desde la Guerra Civil, en la escala de un lento viaje por
mar hacia Valparaíso. Pasó con nosotros una mañana de caza mayor en las librerías de¡
viejo, y en Porter compró un libro antiguo, descuadernado y marchito, por el cual pagó lo
que hubiera] sido su sueldo de dos meses en el consulado de Ranigún. Se movía por
entre la gente como un elefante inválido, con un interés infantil en el mecanismo interno
de cada cosa, pues el mundo le parecía un inmenso juguete de cuerda con el cual se
inventaba la vida.
No he conocido a nadie más parecido a la idea que uno tiene de un Papa renacentista:
glotón y refinado. Aun contra su voluntad, siempre era él quien presidía la mesa. Matilde,
su esposa, le ponía un babero que parecía más de peluquería que de comedor, pero era
la única manera de impedir que se bañara en salsas. Aquel día en Carvalleiras fue ejemplar. Se comió tres langostas enteras descuartizándolas con una maestría de cirujano, y
al mismo tiempo devoraba con la vista los platos de todos, e iba picando un poco de cada uno, con un deleite que contagiaba las ganas de comer: las almejas de Galicia, los
percebes del Cantábrico, las cigalas de Alicante, las espardenyas de la Costa Brava.
Mientras tanto,, como los franceses, sólo hablaba de otras exquisiteces de cocina, y en
especial de los mariscos prehistóricos de Chile que llevaba en el corazón. De pronto dejó
de comer, afinó sus antenas de ¡bogavante, y me dijo en voz muy baja:
alguien detrás de mí que no deja de mirarme.
Miré por encima de su hombro, y así era. A sus espaldas, tres mesas más allá, una mujer
impávida con un anticuado sombrero de fieltro y una bufanda morada, masticaba
despacio con los ojos fijos en él. La reconocí en el acto. Estaba envejecida y gorda, pero
era ella, con el anillo de serpiente en el índice.
Viajaba desde Nápoles en el mismo barco que los Neruda, pero no se habían visto a
bordo. La invitamos a tomar el café en nuestra mesa, y la induje a hablar de sus sueños
para sorprender al poeta. Él no le hizo caso, pues planteó desde el principio que no creía
en adivinaciones de sueños.
— Sólo la poesía es clarividente — dijo.
Después del almuerzo, en el inevitable paseo por las Ramblas, me retrasé a propósito
con Frau Frida para refrescar nuestros recuerdos sin oídos ajenos. Me contó que había
vendido sus propiedades de Austria, y vivía retirada en Porto, Portugal, en una casa que
describió como un castillo falso sobre una colina desde donde se veía todo el océano
hasta las Américas. Aunque no lo dijera, en su conversación quedaba claro que de sueño
en sueño había terminado por apoderarse de la fortuna de sus inefables patrones de
Viena. No me impresionó, sin embargo, porque siempre había pensado que sus sueños
no eran más que una artimaña para vivir. Y se lo dije
.
Ella soltó su carcajada irresistible. «Sigues tan atrevido como siempre», me dijo. Y no
dijo más, porque el resto del grupo se había detenido a esperar que Neruda acabara de
hablar en jerga chilena con los loros de la Rambla de los Pájaros. Cuando reanudamos la
charla, Frau Frida había cambiado de tema.
— A propósito — me dijo—: Ya puedes volver a Viena.
Sólo entonces caí en la cuenta de que habían transcurrido trece años desde que nos
conocimos.
— Aun si tus sueños son falsos, jamás volveré — le dije—. Por si acaso.
A las tres nos separamos de ella para acompañar a Neruda a su siesta sagrada. La hizo
en nuestra casa, después de unos preparativos solemnes que de algún modo recordaban
la ceremonia del té en el Japón. Había que abrir unas ventanas y cerrar otras para que
hubiera el grado de calor exacto y una cierta clase de luz en cierta dirección, y un silencio
absoluto. Neruda se durmió al instante, y despertó diez minutos después, como los
niños, cuando menos pensábamos. Apareció en la sala restaurado y con el monograma
de la almohada impreso en la mejilla.
— Soñé con esa mujer que sueña — dijo. Matilde quiso que le contara el sueño.
— Soñé que ella estaba soñando conmigo—dijo él.
— Eso es de Borges — le dije. Él me miró desencantado.
— ¿Ya está escrito?
— Si no está escrito lo va a escribir alguna vez — le dije—. Será uno de sus laberintos.
Tan pronto como subió a bordo, a las seis de la tarde, Neruda se despidió de nosotros, se
sentó en una mesa apartada, y empezó a escribir versos fluidos con la pluma de tinta
verde con que dibujaba flores y peces y pájaros en las dedicatorias de sus libros. A la
primera advertencia del buque buscamos a Frau Frida, y al fin la encontramos en la
cubierta de turistas cuando ya nos íbamos sin despedirnos. También ella acababa de
despertar de la siesta.
— Soñé con el poeta — nos dijo. Asombrado, le pedí que me contara el sueño.
— Soñé que él estaba soñando conmigo — dijo, y mi cara de asombro la confundió—
¿Qué quieres? A veces, entre tantos sueños, se nos cuela uno que no tiene nada que ver
con la vida real.
No volví a verla ni a preguntarme por ella hasta que supe del anillo en forma de culebra
de la mujer que murió en el naufragio del Hotel Riviera. Así que no resistí la tentación de
hacerle preguntas al embajador portugués cuando coincidimos, meses después, en una
recepción diplomática. El embajador me habló de ella con un gran entusiasmo y una
32 Gabriel García Márquez
Doce cuentos peregrinos
enorme admiración. «No se imagina lo extraordinaria que era», me dijo. «Usted no
habría resistido la tentación de escribir un cuento sobre ella.» Y prosiguió en el mismo
tono, con detalles sorprendentes, pero sin una pista que me permitiera una conclusión
final.
— En concreto, — le precisé por fin—: ¿qué hacía?
— Nada — me dijo él, con un cierto desencanto—. Soñaba.
Marzo 1980.
Conteste el siguiente cuestionario, Recuerde que entre mas puntaje obtenga mejor sera la nota, por lo cual lo puede repetir tantas veces lo quiera.
Tampoco tiene limite de tiempo.
NOTA: esta actividad comprende los temas del tercer periodo.
Este punto es para la guía de realismo mágico el punto que tiene que ver con la obra de teatro se deja aquí también. Formato para desarrollar la Obra. Por favor bajarlo a su computador y enviarlo por correo.
Para bajer el Formato CLIC AQUI
El dia del examen se habilitara el siguiente link para entrar o les llegara por Email:
CLIC AQUI PARA ENTRAR
Comentarios
Publicar un comentario